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Rolando AstaritaEn su edición del 2 de octubre de 2010, la revista The Economist dedica una larga nota, además del editorial, al Brasil que deja Lula, y a la sucesión de Vilma Rousseff. Dejando de lado algunos desacuerdos secundarios, la revista es muy elogiosa para con el líder del Partido de los Trabajadores. “Lula dio a Brasil continuidad y estabilidad”, sostiene. Y sobre Rousseff dice que es “una mujer fuerte y con coraje: siendo una joven militante de izquierda, sobrevivió a la tortura a manos del régimen militar, y atravesó una batalla contra un cáncer linfático el último año”.
Así The Economist afirma lo que muchos intuimos desde hace tiempo, a saber, que el establishment económico valora muy positivamente a los militantes de izquierda cuando éstos pasan a defender el capital y su Estado. Es que los ex militantes de la izquierda por lo general han tenido una visión crítica, que les ha permitido formarse criterios propios. Muchos, además, han pasado por pruebas complicadas, como es el caso de Rousseff, del uruguayo Mujica, y de tantos otros. Un hecho que no es menor cuando hay que evaluar la resistencia frente a las tensiones que derivan de los conflictos entre las clases sociales, o sus fracciones. Además, aun los que tienen una formación superficial en el marxismo, o en alguna teoría crítica, conocen mejor cómo funciona el capitalismo que los egresados de las escuelas del “equilibrio general” y tonterías semejantes. Por último, si un ex militante de izquierda pasa a defender los intereses del capital, parece no haber mejor prueba ante la opinión pública de que no hay alternativas serias al sistema.
Todo esto parece aplicarse en plenitud a Brasil, donde vemos desfilar a notables personalidades de izquierda al frente del Estado, con el aplauso de la burguesía. Recordemos que Fernando Henrique Cardoso, el antecesor de Lula, inauguró, junto a André Gunder Frank, la escuela de la dependencia, en los años sesenta. Luego fue girando hacia la derecha, y llegó a la presidencia de Brasil, desde donde impulsó medidas pro capital. Cardoso hoy es considerado todo un estadista. Lula fue un dirigente obrero que luchó contra la dictadura militar, y fundó el Partido de los Trabajadores. En el gobierno, Lula mantuvo lo esencial de lo hecho por Cardoso, y ahora se retira con los más altos honores de los “factores de poder”. Vilma Rousseff, que ya viene entrenada en la administración del Estado, tiene un pasado guerrillero y militante. Fenómenos similares ocurren en muchos otros países de América Latina. En algunos casos, los que giran no se hacen funcionarios, pero se dedican a hacer buenos negocios, aprovechando sus contactos con la gente que está en el poder (viejos compañeros, que se conocen y se tienen confianza). Y también están los que aceptan y justifican, a cambio de algún puesto académico; o incluso de alguna reputación, obtenida en base a apariciones en los medios, o viajes y conferencias internacionales, para promocionar políticas “progresistas”, de cualquier tipo. En fin, hay para todos los gustos y paladares.
Es muy generalizadoLo anterior se da en el marco de un cambio generalizado, que abarcó a los grandes partidos que se consideraban de la clase obrera (en algún sentido, que hoy habría que debatir), y a los Estados “socialistas” o “proletarios”. Tal vez el giro más significativo, por lo que representó para la militancia, fue el que hizo el partido Comunista de Vietnam. En las décadas de 1960 y 1970 los vietnamitas eran considerados ejemplo y vanguardia del movimiento revolucionario y antiimperialista mundial. En 1975 consiguen el triunfo, las tropas de Estados Unidos huyen y el país se reunifica. Muchos pensamos que era un nuevo y gran avance de la revolución socialista (aun con los problemas que pudiera tener el proceso). Pero en 1976 el PC vietnamita inició tratativas para entrar el FMI; y desde entonces siguió en esa dirección. Hoy Vietnam es elogiado por el FMI, y las empresas multinacionales explotan a los trabajadores vietnamitas, por lo menos al mismo nivel que en cualquier otro país capitalista (el caso de Nike es proverbial). Es evidente de que aquí han operado impulsos económicos y sociales poderosos, relacionados con la internacionalización del capital (por lo menos desde fines de los setenta), y con derrotas profundas y duraderas del movimiento obrero y socialista. Entre ellas, el fracaso de los proyectos de construcción del socialismo en un solo país. Y el fracaso de las estrategias socialdemócratas y reformistas (partidos comunistas occidentales incluidos) de modificar al capitalismo en algún sentido fundamental. No hay otra manera de explicar un quiebre político e ideológico de tanta magnitud.
Dos enseñanzasAl margen del necesario debate sobre las razones más profundas de este cambio, parece necesario sacar algunas enseñanzas de esto. En primer lugar, entender la capacidad de adaptabilidad del capital. El capitalista es, ante todo, un negociante que procura mantener y extender las condiciones que hacen posible la explotación del trabajo. Esto incluye mejorar la preparación de la fuerza de trabajo, y aliviar en lo posible las tensiones y conflictos. Si en un país la desnutrición infantil es muy elevada, eso atenta contra la futura fuerza de trabajo, ya que puede dar lugar a trabajadores con capacidades físicas y mentales disminuidas. Si en un país el índice de escolaridad es bajo, o si la educación es muy mala, también habrá deterioro de la fuerza de trabajo. Algo similar ocurre con la salud, o la vivienda. Por eso no es de extrañar que The Economist elogie el Plan Familia, que aplicó Lula, por el cual se dan subsidios a 12 millones de familias, a cambio de que vacunen a sus hijos y los envíen al colegio. Tampoco debería asombrar que la revista aplauda que hayan bajado la desigualdad de los ingresos o la pobreza. Ni debería extrañar que el capital acepte discursos “críticos”. Si los negocios funcionan bien, si los inversores son optimistas y avizoran buenas oportunidades de realizar ganancias, ¿qué importancia tiene algún discurso algo radical, para la tribuna? Lo importante es que los trabajadores confíen en Lula (o en Dilma), y que Lula defienda al sistema capitalista, en un sentido muy profundo. ¿Qué mejor seguro para el sistema? Todo esto es típico de las épocas en que las economías capitalistas se expanden, luego de haber atravesado profundas crisis, como sucedió en América Latina en los ochenta y noventa. Incluso el recuerdo de la crisis y la depresión, permite presentar al gobierno de turno como “salvador” de los sectores populares, y de los trabajadores.
En segundo término, y vinculado a lo anterior, debería quedar claro que esta capacidad de asimilación, lejos de debilitar al capital, lo fortalece. En este respecto la idea de avanzar hacia la transformación socialista por medio de la “guerra de posiciones”, esto es, mediante el copamiento paulatino de espacios dentro del Estado, es una ilusión. Entre 1973 y 1974 fue la estrategia desplegada por los Montoneros, que “controlaban” las universidades, algunas gobernaciones o intendencias, entre otras grandes instituciones. Como es sabido, esa estrategia se fue al diablo desde el momento en que Perón les bajó el pulgar, y el gobierno peronista se largó a asesinar militantes y a reprimir a diestra y siniestra. Como botón de muestra, basta recordar el derrocamiento del gobierno izquierdista de Córdoba, mediante un golpe semi fascista, alentado por Perón, en 1974. Poco tiempo después los Montoneros girarían a la postura opuesta a la de “guerra de posiciones”. Pensaron que un golpe militar sería beneficioso, dado que la población estaría obligada a elegir entre ellos y los militares. Sabemos en qué terminó esa táctica, pero lo importante es que pasaron los años, y las crisis, hasta que en los noventa muchos de los viejos montos volvieron, pero como menemistas y gestores del capital. En esto quedó la transformación de Argentina mediante la guerra de posiciones. Por eso, cuando un cuadro de la izquierda se convierte en alto funcionario del Estado, o de una empresa capitalista, la izquierda no ganó ninguna posición “contra” el capital. Es el capital el que ganó, aunque nuestro izquierdista siga con el libro de Marx bajo el brazo. En este punto debería recordarse aquello que Marx decía de la Iglesia de la Edad Media. El hecho de que el hijo de un pobre campesino, si tenía una cabeza brillante, pudiera llegar a las más altas jerarquías eclesiásticas, no debilitaba a la Iglesia, sino la fortalecía y le daba vitalidad. Demostraba que podía absorber a las mejores inteligencias, y a la gente más dinámica, en su beneficio. Mutatis mutandi, esto es aplicable al presente.
Militancias y compromisosEn tercer lugar, quisiera hacer una reivindicación del militante de izquierda, en específico, ya que con el giro hacia el capital, también se ha desvirtuado el contenido de la militancia de la izquierda. Hoy parece que da lo mismo militar por el capital, que contra el capital; por el Estado, que contra el Estado. Por supuesto, en este punto entra mucho de lo personal, y lo que digo ahora está atravesado por la pasión y los recuerdos de compañeros perdidos.
Por estos días se habla mucho del militante, y se reivindica la militancia política. Pero dentro de esta categoría se encierran actitudes y trayectorias que no tienen nada que ver con lo que es la militancia de izquierda. Al menos, con la militancia que he conocido, desde mediados de la década de 1960, y hasta el presente. La mejor manera de expresarlo es a través de casos que, si bien teóricos, están inspirados en personas reales.
José, milita en un sindicado, en el que tiene un puesto dirigente, y entre sus tareas está reclutar barras bravas para ir a moler a golpes a los activistas de la oposición. José trabaja todo el día en defensa de los afiliados. En especial, en juicios laborales, en los que casualmente participan estudios de abogados a los que está vinculado. José también ha hecho una fortuna con “mordidas” que tiene con los estudios de abogados, pero no ve en ello nada malo. Es parte de la retribución por su actividad militante. También tiene poder para colocar gente en algunas empresas, y por eso ha hecho mucho bien a amigos y conocidos. Estos lo apoyan a muerte. José está sometido a muchas tensiones, y a veces los amigos le dicen que se cuida poco. Pero José explica que su vida es el sindicato y la militancia. Por supuesto, José está tan dedicado a su sindicato, que jamás se preocupó por los trabajadores precarizados y en negro; ni por los desocupados. Lo cual no obsta para que milite también en contra de los zurdos, que siembran la discordia en estos sectores. Además, lo interesante de la carrera de José, es que empezó como militante de un grupo de izquierda, cuando era un pibe, allá por 1975. Ese grupo, en 1978, le aconsejó aceptar un puesto en una lista oficialista del sindicato, para “hacer entrismo”. Desde entonces José siguió haciendo entrismo, hasta el día de hoy, sin dirigir nunca más la palabra a sus viejos compañeros. Y está muy entrenado en detectar posibles y peligrosos entristas, para echarlos rápidamente del sindicato.
Pablo es militante del mismo sindicato que José. Desde hace meses Pablo arriesga su seguridad y la de su familia, para formar una lista de oposición a la directiva del sindicato, defendida por José. Pablo vive pobremente, porque nunca aceptó sobornos, y ha sido despedido de varios trabajos. Siempre debido a su actividad gremial. Pablo hace críticas al manejo del sindicato por parte de gente como José. Muchos piensan que Pablo es un moralista pasado de moda, y que no entiende la esencia del sindicalismo.
Andrés es militante de un partido político, y ya llegó a puestos de importancia en el Estado. Siempre trabajó haciendo trenzas. A lo largo de los años, y a costa de una esforzada militancia, Andrés desarrolló un notable olfato para entender “cómo viene la mano” y dónde recostarse. En los noventa militó a favor de las privatizaciones menemistas; hoy lo hace por el modelo productivista de Kirchner. Muchos piensan que es muestra de su gran tenacidad militante, de su compromiso con la militancia en sí misma. En cualquier caso, y como corresponde a tanto esfuerzo, a Andrés le llegó la recompensa. Hoy tiene un alto puesto en el Estado, que le da derecho incluso a un automóvil con chofer. Andrés proclama que lo suyo siempre fue para mejorar la situación de la gente. Pero Andrés también amasó una pequeña fortuna. Cuando se le cuestiona este aspecto de su militancia, explica que él está empeñado en una lucha desigual “contra los grupos de poder”, y que necesita esos dinerillos para asegurar su futuro, el de sus hijos y el de sus nietos, ya que la lucha “contra los grupos” es a largo plazo, y despiadada.
Juan es militante de un partido pequeño, donde todo se hace a pulmón. Tan a pulmón que Juan destina todos los meses, de sus magros ingresos, una cuota para sostener al partido; y ha donado dos indemnizaciones a la organización (porque lo echan de los trabajos debido a su actividad política y sindical). Juan lee ávidamente la prensa de su partido para tener argumentos con los que discutir, ya que son muchas las presiones que soporta. El partido de Juan, en promedio, obtiene el 0,5% de los votos desde hace años, por lo cual Juan no tiene ninguna esperanza de llegar a ser alto funcionario, al menos en un futuro previsible. De todas maneras sigue trabajando por su partido, porque está convencido de que lo importante son las ideas, y que éstas algún día van a triunfar.
Ahora bien, si me preguntan por el mérito de ser militante, personalmente solo me identifico con Pablo y Juan. Esa es la militancia que conocí desde adentro. En cuanto a la militancia del otro tipo, la de los José y Andrés del ejemplo, no me parece que tenga nada de progresivo. No veo por qué hay que reivindicar en sí misma esa militancia, que por otra parte es la que abunda en las democracias burguesas.
Termino esta nota recordando un episodio que viví. Es el 22 de agosto de 1976. Estoy secuestrado en Superintendencia, en Capital, con los ojos vendados, con otros compañeros. En la noche del 19 al 20 de agosto los represores habían sacado a muchos compañeros y compañeras, diciéndoles que se iban a un penal. Ya a la tarde del día 20 nos habíamos enterado de que los habían matado a todos, cerca de Luján (es lo que se conoce hoy como la masacre de Fátima). De pronto, no sé de dónde vino, me dicen al oído (no podíamos hablar, estábamos tirados en el piso) que haríamos un homenaje a los compañeros caídos, y a todos los luchadores. Consistía en tomarnos de las manos y prometer que seguiríamos la lucha. Lo hicimos. Recuerdo que mi compromiso, asumido en esa vocesita interior a la que tratamos de ser fieles, consistía en seguir resistiendo a la represión para no entregar a ningún compañero. Seguramente, cada cual habrá hecho su propio compromiso. No sé cuál, y tampoco sé con certeza cuántos de los que estuvimos ese día, tomándonos las manos en silencio, estamos con vida al día de hoy. Sé de dos viejos y buenísimos amigos que sí, que estuvieron allí y permanecieron, y permanecen, fieles a aquellas promesas. Pero en cualquier caso, estoy seguro de que ninguno de los que estuvieron ese día en ese sencillo acto se hubiera reconocido en la militancia, oportunista y acomodaticia, que hoy muchos reivindican en estos tiempos de “realismo”. Por aquellos lejanos y oscuros días de agosto de 1976, en esa fría celda de Superintendiencia, nadie pensaba que debíamos pasar aquella prueba para terminar ofreciendo nuestros servicios al capital (y al elogio de The Economist). Tal vez esto ayude a entender el abismo que me separa de algunos discursos que circulan por estos días.