DESPUÉS SE PODRÁ EXPLICAR POR QUÉ ESTÁN PIDIENDO A GRITOS QUE SE VAYA GUILLERMO MORENO.
Un director asesinado o desaparecido tras el golpe de estado de marzo de 1976 -Carlos Noriega-, y años después el miedo interno al regreso del terror con la delirante hipótesis de un secretario de programación económica -Orlando Ferreres- que acusaba a los encuestadores del instituto de complotar contra el gobierno saboteando las cifras por ser según él infiltrados de izquierda.
Las facultades extraordinarias que el organismo tiene para obligar a las empresas a informarle sus costos, insumos, y necesidades crediticias, (información que en conjunto vale miles de millones de dólares en el mercado negro), y la posibilidad de retrasar, adelantar, o manipular informes sobre la evolución de la pobreza, el desempleo, y otras variables, particularmente en épocas de elecciones y recambios presidenciales, son algunos ejemplos de la importancia política y económica del INDEC que nos llevan a haber incorporado en este título la expresión "poderoso". Cualquiera que saque algunas cuentas sobre el valor económico y estratégico de los datos que maneja el INDEC, sobre su facultad de obtención compulsiva de información, y sobre la difusión que alcanzan sus informes, verá que es varias veces más poderoso que, por ejemplo, la mismísima SIDE, la central de inteligencia del estado. Los huecos en las publicaciones metodológicas, la falta de información desagregada, los sobres sin membrete o con direcciones de remitente inexistentes que se reciben en algunas editoriales, enviados por manos anónimas que en realidad pertenecen a algunos de los más altos directivos del instituto, la persecución que la cúpula ejerce sobre los técnicos y funcionarios que no acepten los pactos de silencio y los códigos secretos internos, son, por su parte, ejemplos que justifican que tildemos de "oscuro" a un ente cuya finalidad debería ser únicamente producir información pública confiable y transparente para ayudar a la toma de decisiones gubernamentales y privadas. Esta investigación especial de Dossier quiere entonces hechar luz sobre el funcionamiento de ese instituto, y será constantemente actualizada con los hechos que se produzcan tras su difusión, es decir que quien esté interesado podrá seguir mes a mes, desde estas páginas, las novedades sobre el tema que ahora abordamos. Comenzamos con la publicación del INFORME NATALUCCI, un trabajo donde se demuestra con gráficos, comprobaciones, y ejemplos matemáticos el fraude en la medición de la inflación. Este documento es una actualización de aquel originalmente caratulado como "confidencial y reservado" encargado a Natalucci en 1985 por Luis Beccaria, quien era director del INDEC, y por el cual el autor fuera cesanteado. El informe fue aumentado y actualizado en 1989 para el presidente Alfonsín, y ahora nuevamente actualizado en el año 2000 con los datos más recientes, pero manteniendo su concepción original, y las mismas críticas y denuncias que se habían hecho hace ya quince años. Dicho documento cobra nueva vigencia en estos días, ya que el INDEC tiene en agenda para el 4 de mayo la presentación de una nueva base de cálculo, la que según el autor es una nueva vuelta de tuerca en la manipulación que se viene practicando, y porque se advierte que por un efecto paradójico de las fórmulas del INDEC, en determinadas circunstancias esas fórmulas podrían causar que se desate nuevamente la hiperinflación.
REPÚBLICA ARGENTINA INFORME NATALUCCI SOBRE EL INDEC
Dedicatoria
A pocas cuadras de mi casa hay un barrio muy pobre. Hace unos meses esperaba ser atendido en la ferretería cuando un hombre pidió que le llenaran de kerosene una botella plástica grande, de esas que traen las bebidas gaseosas. Cuando el ferretero regresó del fondo con el kerosene y le dijo el precio a su cliente, éste, muy incómodo, le pidió que volviera a vaciar un poco, porque no tenía dinero suficiente. En muchos hogares el precio que tenga el kerosene significa todavía la diferencia entre una noche soportable o una noche helada, pero para el Indec ese producto literalmente ya no existe, ya no se usa. "El próximo índice le dará más importancia a las cosas que hacen más placentero el pasar de la gente, como los perfumes y los masajes" le dijo a Clarín el director del Indec Héctor Montero en plena crisis económica de 1995. Este Informe está dedicado a cada una de las familias que día a día deben hacer prodigios para lograr el sustento, pero también a quienes teniendo una buena posición económica desean que no se discrimine a quienes no la tienen. También está dedicado, y muy especialmente, a ese dramaturgo cuyo nombre no recuerdo, que les dijo a los políticos algo más o menos así: Sean demócratas o totalitarios, sean republicanos o monárquicos, sean socialistas o liberales, pero por favor no sean mentirosos.
Ricardo Patricio Natalucci
El fraude estadístico
Capítulo 1
"Desde adentro"
El 12 de junio de 1989 se recibía en la Casa Rosada, en Buenos Aires, un informe destinado al presidente Alfonsín. Un sello indicaba "CONFIDENCIAL Y RESERVADO". Ellos le agregaron otro sello que semejaba un gran reloj redondo marcando la fecha y hora de recepción. Eran las 7 de la tarde. El informe contenía gráficos y cálculos que probaban que el nuevo sistema con el que se pretendía medir la inflación desde allí hasta el año 2000 era un fraude, y que por un efecto paradójico, cuando el siguiente gobierno tendiera a estabilizar la economía podría desatar nuevamente la hiperinflación, por lo que se aconsejaba suspender su puesta en uso. Pero ya era tarde para pedirle a Alfonsín una decisión así, porque precisamente en ese momento ultimaba los detalles del mensaje al pueblo en el que anunciaría su renuncia, agobiado justamente por esa maldita hiperinflación que ya no se sabía como controlar, disimular, o medir. Se cerraba un círculo que había comenzado con la excusa de actualizar la medición de los precios de acuerdo a los consumos de la época y terminó con la manipulación descarada de la realidad. Y fue así como el nuevo gobierno -el de Carlos Menem-, nació prematuro, pero con un nuevo índice de precios bajo el brazo, curioso regalo de sus antecesores, quienes no llegaron a disfrutarlo. Loa más altos funcionarios del gobierno entrante también estaban al tanto de las críticas que el autor de aquel estudio le hacía al nuevo sistema de cálculo, pero no sabían a quien creerle, y la tentación de aprovechar un fraude gratis, preparado por un gobierno anterior a quien eventualmente hecharle la culpa, era muy grande. Poco después, en septiembre, tal como había anticipado aquel informe, el nuevo método del Indec se les volvió en contra, y dio dos puntos más que cualquiera de los otros indicadores gubernamentales o privados, echando por tierra el plan de estabilización y de paulatino equilibrio de mercados del nuevo gobierno. A tanto llegó la cosa que al finalizar ese mismo 1989 la hiperinflación ardía de nuevo en la Argentina. Algunos funcionarios como Orlando Ferreres y Pablo Chaliú tuvieron su única neurona ocupada en suposiciones ideológicas macartistas, insistiendo tercamente en que la metodología era buena y acusando a los encuestadores de boicotearla, porque eran, según ellos, infiltrados socialistas. Otros integrantes del nuevo gobierno, más lúcidos, se dieron cuenta de que lo que había pasado era que las advertencias del informe eran ciertas, y llamaron al técnico que lo había realizado, pero este, al ser consultado sobre el comportamiento del indicador en los próximos meses, les explicó que ahora que el regreso a la hiperinflación ya era un hecho, el índice fraudulento volvería a dar de menos, y por eso los muy pícaros decidieron conservarlo. Ahora el índice del Indec volvería a mentir hacia abajo. Todos sabían que en los últimos y alocados treinta días del año los precios de todos los consumos de una familia tipo se habían duplicado. Por eso, cuando el pintoresco Secretario de Estado de Planificación Moisés Ikonicoff anunció que desde el observatorio oficial de precios de Buenos Aires habían medido un 40% de aumento en lugar del esperado 100%, no le creyó ni su familia, y al día siguiente, en todas las ciudades y pueblos del país, en las terminales de ómnibus, alrededor de los quioscos de las plazas, en los bares del centro, dentro de las casas, la gente comentaba la absurda información oficial y algunos afortunados poseedores mostraban la primera plana del diario PAGINA 12, donde aparecía el funcionario con la nariz crecida, como en el cuento de Pinocho, tapa que se convertiría en objeto de colección. Aunque el anuncio gubernamental del 40% de inflación fue tomado por una vulgar mentira, en realidad tenía un componente más elaborado y más técnico: estábamos ante un caso novedoso de fraude estadístico.
Para mí esa historia había comenzado en 1980, es decir en plena época de gobierno militar. Por aquel entonces acababa de gastar mis ahorros en un proyecto de lo más extraño iniciado un año antes, al alquilar una antigua casona en el centro de Quilmes a la familia Rebolé, e instalando allí una especie de taller y laboratorio con la idea de realizar investigaciones técnicas y científicas para terceros. Solía decir un poco en broma que me había convertido en un mercenario de la ciencia. La casa lindaba con las vías del ferrocarril, en una calle cortada sobre la que pasaba un puente. Acostumbraba estar trabajando en dos o tres proyectos al mismo tiempo, por lo que se encontraban allí elementos de todo tipo y de lo más insólito. Tenía su encanto. Entre las casas de la cuadra y las vías ferroviarias había un pasillo angosto, por el que de vez en cuando se aventuraba alguna persona que aprovechaba para curiosear por la ventana. Cierta vez una pareja de jóvenes se quedó un buen rato mirando hacia adentro mientras yo trabajaba, protegido con un guardapolvo blanco de farmacéutico, frente a una mesa en la que había desde un osciloscopio electrónico hasta humeantes tubos de ensayo. Tal vez ayudó la circunstancia de que mientras trabajaba estaba escuchando música, o fueron los extraños reflectores de luz monocromática circularmente polarizada de un experimento óptico, lo cierto es que luego de un rato los jóvenes que miraban por la ventana se atrevieron a preguntar -Se puede pasar?, Ya inauguraron?, Es bailable?. Me referí a todo eso en pasado, por la lejanía de la época, pero hace poco tiempo pasé por allí, y siguen estando el pasillo bordeando las vías, el puente que las cruza, y aún una parte de la casa. Los gatos murieron. Sea como sea, el poco dinero que entraba por los trabajos de encargo lo gastaba en proyectos propios de investigación, y al terminarse los ahorros el mercenario científico tuvo que volver a comprar "Clarín" para buscar empleo. "INDEC necesita encuestadores y calculistas.". Marqué el aviso. Sonaba aburrido pero para salir del paso podría servir. Tras la primera entrevista me comenzó a parecer un poco más interesante. Se trataba del proyecto de actualizar el sistema de medición de la inflación, técnicamente llamado IPC, es decir Indice de Precios al Consumidor. Por otra parte entraba como supervisor, y con la perspectiva de cargos más altos en poco tiempo, ya que la tarea recién comenzaba y el grupo de gente inicial del que formaría parte quedaría luego a cargo de todo el equipo que se incorporara para la etapa definitiva. Eran los años bravos entre las últimas acometidas de subversión y represión y la guerra de Malvinas del '82, y las oficinas que ocupábamos se ubicaban en el piso once del mismísimo Palacio de Hacienda, es decir donde funcionaba el poderoso Ministerio de Economía, en Plaza de Mayo, al lado de la Casa de Gobierno. Se vivía un clima muy particular en ese edificio que conservaba aún algunas de las marcas visibles del bombardeo del año '55, y que se había convertido en el '76 en una especie de fortaleza con celosas medidas de seguridad. Se cerró un pasaje que comunica directamente la línea "A" de subterráneos con el subsuelo del Ministerio (si pasa usted por allí todavía puede verlo), y en las entradas de Balcarce y de Yrigoyen personal policial revisaba nuestras credenciales y era muy difícil que pudiera entrar alguien que no fuera de la casa. Se habían incorporado ya detectores de armas y de explosivos. La Plaza era escenario de manifestaciones, pedradas, corridas, gases lacrimógenos, balas de goma y de las otras. Conservo de esos años imágenes sueltas, parecidas a viejos óleos que guardara el museo de un país lejano: abucheos al General Galtieri en marzo del '82, vítores al mismo General una semana después y a poco nuevos y definitivos abucheos y nuevos tumultos y una mujer lisiada en su silla de ruedas enarbolando una bandera del Partido Comunista. Era el clima que vivía el país, sólo que allí estaba -al menos simbólicamente- el epicentro. La cosa no era nueva para mí. Aún sin interesarme en lo más mínimo por la política, había necesitado desde siempre averiguar y vivir los hechos por mí mismo, y no que me los contaran. Necesitaba ver las cosas desde adentro. Había estado en esa plaza cuando asumió Cámpora, y tenía a los Montoneros a un lado y al ERP al otro. Se gestó allí mismo, a la altura de Rivadavia y Reconquista la idea de ir a abrir las cárceles. Y estaba en esa lluviosa tarde camino a Ezeiza, donde iba a retornar Perón. Cómo explicarlo? No iba a ver a los actores sino a meterme entre el público. A tratar de entender una motivación que yo no compartía, desde adentro. Igual que tomar un vino en un bar de Avenida de Mayo con un boxeador acabado hacía décadas. Cosas que no son ni lindas ni feas, simplemente son. Además de ocupar el INDEC dos pisos en Economía, dependía orgánicamente de ese Ministerio. Así suele ser en los gobiernos militares y peronistas, lo que produce en las estadísticas nacionales una tendencia exagerada a ver todo desde el punto de vista economicista. Formalmente parece más sana la costumbre de los radicales, que lo ponen a veces bajo la órbita de Presidencia, a través de una Secretaría de Estado de Planificación, aunque tal diferencia teórica dista mucho de observarse en la realidad, donde las estructuras formales se ven desbordadas por un tipo más sutil de eslabones de poder. Los militares consideraban al INDEC un potro difícil de domar, que corcoveaba fiero hacia la izquierda desde los tiempos en que Cámpora -según aseguraban- lo había copado de subversivos. En cierta forma los sectores de izquierda coincidían con esa opinión, al describirlo con sus propias palabras como un baluarte de la más selecta intelectualidad progresista. Se trataba realmente de una misma creencia, expresada desde dos diferentes puntos de vista, con las palabras y los sentimientos propios de cada uno de ellos, creencia que todavía subsiste en este nuevo siglo, tal vez sin mayores fundamentos en uno u otro sentido, ya que las ideologías se fueron diluyendo y confundiendo con el paso del tiempo. Mi impresión es que sus integrantes tienen la variedad de opiniones de la sociedad argentina en su conjunto, y hoy conviven unos y otros, a veces en el mismo equipo de trabajo, tal como los vemos compartir un mate en la mesa electoral de cualquier lugar del país el día de comicios. Por supuesto que en aquellos años había una tensión exacerbada, donde unos creían aún ver a un montonero en cada rincón y otros elevaban la figura ya transformada en mito de Carlos Noriega, director del INDEC desaparecido en aquel 1976 como otros cinco o seis integrantes de ese instituto. En el '80 el Ministro todavía era Martínez de Hoz, que había elegido para director del INDEC a Juan Cayetano Olivero. Aún recuerdo la circunstancia graciosa en que conocí a este último: al llegar aquel día a mi oficina noté la presencia de gente a la que no había visto antes, y que supuse serían los nuevos encuestadores. Uno estaba en el lugar de paso, por lo que, dándole una palmadita en el hombro le dije 'me permitís pasar, flaquito?'. Como yo ya era de la casa, y ellos se suponía que eran nuevos, me pareció lógico el trato. Además estaba agrandado porque para esa misma tarde estaba proyectada la reunión con Olivero, la primera que se haría con el equipo desde mi ingreso poco antes. Apenas comenzada su exposición, y cuando estaba explicando los motivos de la misma, el director -que no era otro que aquel a quien yo había palmeado- notó mi presencia entre los asistentes, por lo que se interrumpió un instante para agregar sin poder contener una sonrisa: "...y también quiero aprovechar para presentarme a los que todavía no me habían conocido".
Como en aquellos inicios quienes trabajábamos en el proyecto del nuevo índice conformábamos un grupo pequeño, nos teníamos que bastar para hacer un poco de todo, desde encuestas piloto y mapas de los alrededores de Buenos Aires hasta los controles de los cálculos que realizaba el Centro de Cómputos, que estaba en el piso doce. Es asombroso el poder de adaptación del ser humano. Ya ni recordaba la época de mi laboratorio y hasta parecía divertida la nueva actividad: el sol del verano durante seis horas a campo descubierto trazando planos, protegernos con mi compañera de una repentina lluvia en una casa abandonada y semidestruída, cruzar en un jeep o en un tractor una zona anegada, para llegar a tiempo al ministerio, ya sin las botas de campo y con otras ropas, para asistir a algún acto oficial en el salón Padilla, o para revisar una nueva salida de un programa de computadoras. Uno de esos días no tuve tiempo de ir por casa a ducharme y cambiarme, y no se me ocurrió mejor idea que entrar al ministerio así, con botas altas embarradas, pantalón de jean, remera negra de manga corta, mis estuches de cuero con montones de cosas prendidas al cinto. Seguramente hasta estaría fumando uno de mis enormes habanos, o peor aún, la pipa. Había nuevo personal de custodia, pero me dejaron pasar. Antes de subir al piso me daría allí mismo una refrescada. Pero la puerta del baño se abrió de una patada y entraron tres o cuatro militares con fierros que les salían de todos lados. No se puede creer las delicadas contorsiones que uno tiene que hacer, y los cuidados que uno tiene que tener para realizar el simple acto de sacar la credencial del bolsillo trasero sin que pensaran que un animal salvaje como yo en ese palacio sacara un arma y que fuera lo que fuese. Después de calmados los nervios uno de ellos le explicó a sus colegas, como si yo no existiera: "debe ser uno de esos agrimensores que contrataron hace poco".
La parte más grata y más sana del trabajo siempre fue para mí la que se hacía al aire libre. Tenía algo de aventura o, si se quiere, de juegos infantiles. Claro que formalmente lo que hacíamos se llamaba estratificación y determinación de envolvente, pero las sensaciones poco tenían que ver con esos términos técnicos, y junto con mi acompañante -casi siempre, para mi fortuna, una dulce muchachita- nos divertíamos realmente como niños exploradores. Y es que a sólo cuarenta o cincuenta kilómetros de la Capital se puede encontrar uno las cosas más insólitas, como una pirámide con una pesada puerta de metal en una de sus caras, o una gran casaquinta en la que entramos sin autorización para merendar a la sombra de los árboles, y nos topamos con un auténtico mástil totémico. Recuerdo también un pequeño y apartado barrio fantasma, donde el único ser viviente que encontramos fue un perro amarillo atado a los fondos de una casa, con un pan viejo que apenas mordisqueaba, como si temiera gastarlo, mezcla de esperanza alimenticia y de juguete. No había señales de violencia, pero daba el caserío la extraña sensación de que todos sus moradores lo hubieran abandonado de repente, dejando en algunos casos puertas y ventanas sin cerrar. Mi curiosidad me hizo entrar en una de esas casas en la que había quedado puesta la mesa para un desayuno que nunca llegó a servirse, ante una ventana abierta de par en par. Sobre las tazas y el mantel, una fina capa de polvo anunciaba que habían pasado algunos días desde el acontecimiento. Al igual que la mayoría de la población, nosotros ignorábamos una parte de lo que se estaba viviendo, pero después, al contar aquello, alguien se ocupó de relacionar ese barrio fantasma con la dura, innegable y cruel realidad de aquellos años. Y un recuerdo trae otro. El país se aprestaba a entrar en democracia. Fue una de las últimas veces que debía salir a hacer relevamientos de campo, ya que luego me debería dedicar exclusivamente al cálculo. Esa vez iba sólo, sin acompañante. En el plano de que disponía se veían varias hectáreas sin demarcaciones que en los hechos encontré que correspondían a alguna dependencia militar. Al sacar la credencial para identificarme en la guardia explicando el trabajo de actualización de planos que estaba haciendo en la zona, consultaron por teléfono y me pidieron que aguarde. A los pocos minutos se presentó un oficial de rango superior, quien se cuadró militarmente, me tendió la mano y me hizo recorrer la base. Mientras yo fumaba uno de mis infaltables habanos, el oficial iba comentándome una serie de modificaciones que estaban realizando y pidiéndome mi opinión. Tras media hora de recorrida y de explicaciones caí en la cuenta de que habían cometido un error de interpretación con relación a mi visita: Aquellas modificaciones de que el militar hablaba no eran otra cosa que el desmontaje de lo que había sido hasta poco antes un centro clandestino de detención, y era evidente que me habían confundido con un oficial que venía a supervisarlas. Todo fue salir.
Por aquella época, como decía, el operativo de campo estaba prácticamente concluido, y la tarea más habitual consistía en revisar en la oficina interminables tabulados que producían las computadoras. Para este trabajo me asignaron como co-equiper a Silvia Velito, una entusiasta socióloga, grandota de cuerpo y de espíritu, que actualmente tiene un alto cargo en el cálculo del IPC. Justamente con ella estaba en la cantina de Patituchi, frene al ministerio, aquel día de abril, cuando llegaron los primeros camiones cargados de gente que gritaba su alegría por la toma de las Islas Malvinas. En la oficina era Carmen la más entusiasta. Solía entrar anunciando que les hundimos a los ingleses nosecuantos acorazados y algunos Spifires. En cuanto a Mónica, aunque no sé si fue el mismo año, la recuerdo embarazada, cantando todo el tiempo una canción de Baglieto sobre un hijo que no llegó a nacer. Y era en abril. Debíamos estar todos un poco locos. Seguía yo estando ingenuamente convencido de la veracidad de los índices, por eso no puedo juzgar a quienes creen aún en ello -inclusive muchos economistas que conozco lo creen-. Yo mismo seguiría confiando en lo que se publica si no hubieran hecho las circunstancias que conociera directamente, y para mi sorpresa, el fraude desde adentro. No sé con exactitud en qué momento ciertos miembros de la jefatura me comenzaron a considerar peligroso, pero todo parece indicar que esa imagen se fue gestando de manera paulatina sin que yo lo sospechara durante bastante tiempo. Noté muchas veces, eso sí, que se intercambiaban miradas sugestivas, en ocasiones preocupadas, cada vez que les presentaba algún error que hubiera detectado, pero como yo estaba convencido de la veracidad de los índices oficiales, atribuía esas reacciones de ellos a una auténtica preocupación suya por hacer las cosas bien. En otras palabras: creía ingenuamente que cada vez que detectaba un error en el proyecto, aunque parecieran disgustados, en realidad me lo agradecían. Por otra parte, esos primeros controles que hacía, apuntaban más bien a la parte operativa, al funcionamiento de los programas de computadora, y no aún a la metodología propiamente dicha. A la luz de los sucesos que se desencadenaron luego, sería valioso poder establecer esos momentos, pero no puedo hacerlo con precisión. Lo que es seguro es que al principio no me consideraban una amenaza, ya que he encontrado un informe reservado, del que tengo copia, firmado por la temible Norma Pizarro de Pereira, en el que aparezco calificado como muy responsable y eficiente, y se me atribuye un comportamiento muy bueno en el medio laboral. Lamentablemente ese informe no tiene fecha. En especial me resultaría interesante saber si se me empezó a ver como un peligro recién cuando comprendí que estaban preparando un fraude, o antes aún, cuando comencé a encontrar lo que tomé por errores involuntarios.
Un día comenzaba a cruzar la esquina de Rivadavia y Balcarce, desde la Plaza de Mayo frente a la Secretaría de Inteligencia del Estado y al Banco de la Nación, cuando repentinamente arrancó un automóvil Falcon de color blanco que estaba estacionado delante de la casa de gobierno. Sentí rugir el motor acelerado que venía directamente hacia mí, e hice un brusco movimiento para apartarme, volviendo hacia la plaza. Alcanzó apenas a rozarme, y a golpear mi portafolios. El automóvil se detuvo y bajó el conductor. Por un instante pensé que sería para disculparse, pero bajaron también otros dos, con aspecto amenazante. Miré rápido hacia mi derecha, y ví que, cerca del lugar desde donde un momento antes había salido disparado el automóvil, permanecía un patrullero policial estacionado con agentes dentro. También había un policía uniformado en la vereda de la casa de gobierno, que miró hacia la plaza. Le grité y esperé que su mirada se cruzara con la mía para hacerle señal de que interviniera, pero apartó la vista hacia un costado, mientras los tres hombres me metían a empujones dentro del coche. El que parecía mandar era un tipo de aspecto recio, algo gordito, de cara redondeada y poblado bigote, con algún parecido al actor Rodolfo Ranni, o al Comandante Silingo (casi escribo Tilingo, pero recordé mi compromiso de utilizar los nombres verdaderos), un militar que en 1995 se haría público al confesarle a la sociedad como tiraban gente viva al Río de la Plata durante los años del Proceso. Había otro con cara enfermiza, de fanático, y un tercero al que recuerdo menos, de aspecto normal.
Llegados al Departamento Central de Policía, en Luis Saenz Peña y Moreno, el segundo de ellos me guió, a punta de pistola, escaleras arriba. Mientras subíamos me daba fuertes empujones de costado, con evidente intención de tirarme. Tenía que mantener dos equilibrios al mismo tiempo: por un lado el físico para no caer rodando a la planta baja, y por el otro el psíquico, que era el más difícil, para no tentarme de devolver una de esas embestidas al energúmeno que apoyando el dedo en el gatillo de la 9 milímetros decía, o parecía decir, ya no estoy seguro, que le diera la excusa para usarla. Al tercero que había venido en el automóvil no lo volví a ver. El que mandaba esperaba arriba. Me hizo pasar a una pequeña oficina donde otro tipo me hizo un par de preguntas, y me identifiqué. Al salir del cuartucho caí al piso con la sensación de que se me hubiera venido el techo encima. Intenté incorporarme pero caí nuevamente por otro fuerte golpe en mi cabeza. Tal vez haya habido un tercero, pero no estoy seguro porque se me produjo alguna discontinuidad. No sé con qué golpeaba, ni tampoco sé si se creería valiente, atacando por la espalda a un hombre desarmado, y en un ámbito donde todos estarían dispuestos a defenderlo si fuera menester. Me dijo luego que era custodio presidencial, y que algún día tal vez tomaríamos un café juntos en algún bar y me podría decir por qué obró así, y que lo entendería. Nada más supe de aquello, y al salir del edificio, ya sólo, el agente que custodiaba la puerta me saludó respetuosamente. Al día siguiente, en la oficina, me contaron que el INDEC tenía varios desaparecidos, entre ellos el que era su director en 1976. Un buen día, en lo que puede haber sido otra acción disuasiva, me comunicaron que debería presentarme a un test psicológico. Sorprendido, pregunté a mis compañeros de tarea si habían recibido alguna comunicación semejante. No era así. De mi grupo yo era el único que debía hacerlo. Resultó un test tradicional, aunque muy completo y por momentos cansador, ya que duró varios días. Estaba allí desde el gran libro en el que hay que señalar en cada caso el dibujo que sigue como secuencia lógica en una serie, hasta las típicas manchas que uno debe interpretar. Había que dibujar un árbol y otras cosas. Nada especial,... ni hipnosis, ni droga de la verdad, ni electroshock. Tampoco me internaron luego en un asilo, ni me mandaron a Siberia. En muchas empresas se hacen este tipo de estudios a los postulantes a un empleo, por lo que no tenía nada de malo. Sólo estaba la extrañeza de que me lo hubieran encomendado únicamente a mí dentro del grupo,... y no al ingresar, sino varios años después.
Otra posibilidad, que podía resultar halagüeña, era que se me pensara encomendar nuevas responsabilidades. Fué entonces cuando Leonor Chervonko, una simpática y trabajadora estadística venida de la Universidad de Jerusalén y que durante un breve tiempo colaboró en el proyecto del índice, me encomendó que desarrollara un método de control de los errores de aproximación, particularmente de los que se producen por redondeo de decimales durante los procesos de cálculo. Era mi primer trabajo en matemática teórica, especialidad que a decir verdad nunca me atrajo demasiado, pero habían depositado confianza en mí para llevarlo a cabo y correspondía estar agradecido... o renunciar. Después de todo, como ya dije, el ser humano es muy adaptable. Habría que diseñar media docena de fórmulas, tal vez poner aquí un exponente, un poco más allá algún logaritmo, y listo. Fueron varias semanas a base de aspirina, pero el esfuerzo valió la pena, mi jefecita quedó conforme y se lo presentó al director del proyecto, el Licenciado Camelo.
Creo que es buen momento para aclarar que, aunque se narren aquí algunas cosas extrañas, son verdaderas, y que se mantienen también los auténticos nombres. En un país en el que el jefe de los barra-bravas de un club de fútbol se llama José Barritta, no debe sorprender que el director del índice de precios se llame José Camelo -Heber José Camelo, para ser más exactos-. Por supuesto nadie tiene culpa del apellido que le ha tocado, pero lo que a veces parece insólito o gracioso no es el nombre en sí, sino la curiosa relación que existe entre ese nombre y la actividad que, quizás por casualidad, o tal vez por una vinculación subconsciente, han elegido. Hombre analítico y de una inteligencia excepcional, le bastó una frustrantemente rápida lectura para comprender las fórmulas que tan trabajosamente yo había elaborado en mi pobre cerebro que recalienta con sólo concentrarme. 'Es algo realmente interesante... un lindo tema para una tesis' -me dijo, agregando confidencialmente que él aún debía la suya porque la había preparado junto a un compañero de estudios, allá en Uruguay, que le robó la co-autoría presentándola como exclusiva y hoy es un conocido político en ese país.
El método que había creado se aplicó con éxito, y por ello Heber me premió eligiéndome para que realizara un informe sobre las fórmulas de cálculo de todos los tabulados. Ahora sí, se trataba de abordar directamente la metodología.
Más aspirinas.
Todo iba bien hasta llegar al cuadro número 10. La fórmula de cálculo que se utilizaba allí siempre me había parecido muy fea. Quizás suene poco científico eso de decir que una fórmula matemática es fea, pero grandes matemáticos de la historia se han referido desde siempre a la belleza de determinada fórmula, o a la elegancia de tal o cual demostración. Puede que haya un sexto sentido, una intuición, que, por supuesto, requiere luego del análisis formal. De todos modos, la fórmula del cuadro número 10 era verdaderamente fea. Quien se atreva a abordarla la encontrará en algún apéndice de estos escritos, tal vez junto a la versión corregida que propuse en aquel momento, y que, como podrá apreciarse, es realmente hermosa. A quienes prefieran dejar esos ríspidos detalles para otra oportunidad, les adelanto que con ella se calculaban los precios que la gente paga en promedio por alimentos y bebidas en los distintos lugares de compra. Es evidente que en ocasiones existe gran diferencia entre lo que se paga un producto en el supermercado, por ejemplo, y en un quiosco. Estudiar estas variaciones resultaba entonces de gran interés para el diseño de la muestra. Pues bien, del análisis teórico que realicé de la fórmula errónea surgió que podía reducir los precios pagados en promedio por un artículo en algún tipo de establecimiento hasta ONCE VECES, lo que significa que algo que costara $10.- lo podía estimar el INDEC en menos de un peso!. Otra particularidad sugestiva era que siempre bajaba los precios. Por su propia estructura, resultaba imposible que diera de más algún precio, pero era muy habitual que diera de menos. Técnicamente se dice que tiene un sesgo, y que produce significativas subestimaciones. La experiencia práctica demostró que ese tipo de distorsiones se habían estado produciendo, y que se habían estado tomando como ciertas, deducciones tan absurdas como que la soda en reparto a domicilio cuesta seis veces menos que en el supermercado, o que el litro de bebida gaseosa es más barato en el quiosco que en el almacén. Pero lo más grave del caso, era que esa fórmula ya había sido aprobada por altas autoridades, y que los disparatados resultados que producía habían pasado, durante años, todos los controles sin ser detectados. Era necesario entonces rever toda la metodología. Las tareas de control de las salidas de computadora que habíamos estado realizando tenían como finalidad adquirir la certeza de que los programas calcularan sus resultados coincidentemente con las fórmulas que se le habían dado a los programadores, y eso se había logrado, pero de nada servía si las fórmulas mismas contenían errores de tal calibre. El problema adquiría una magnitud inusitada que me daba vueltas en la cabeza: Sería posible que el 'error' metodológico que acababa de detectar fuera intencional?... Habrían acaso otros semejantes?... y de ser así, Para qué habrían querido encargarme un informe sobre la metodología ?... Buscaban un tonto que avalara las fórmulas confiando en que no detectara nada ?... o por el contrario conocía el Licenciado Camelo los errores de sus pares y de sus superiores y no queriendo él presentar la discusión confió en que yo lo hiciera?. Esta hipótesis me daba vueltas en la cabeza. Después de todo –me decía- ese Camelo parece una especie de Monje Rasputín. Cuando se discute si los índices son confiables o no lo son, la discusión suele centrarse sobre la posibilidad de 'dibujar' los resultados. Se dá por sentado que la metodología en sí es correcta. Este juicio elemental y apresurado tal vez sea producto de que el ser humano tiende a buscar una explicación sencilla, y una vez que la encuentra se conforma con ella sin seguir analizando otras posibilidades. Quienes conocemos desde adentro el proceso de relevamiento de precios y cálculo que mes a mes realiza el INDEC, sabemos que esa parte está a cargo de gente honesta, pero más aún, sabemos que participan de él más de cien personas, tales como programadores, analistas, calculistas, entradores de datos, encuestadores, supervisores, lo que torna muy difícil, si no imposible, que se pueda distorsionar la realidad impunemente. Por otra parte, esta etapa es en cierta medida monitoreada por índices paralelos que realizan distintos organismos y empresas. No se debe creer que esos índices privados sean gran cosa. En la mayoría de los casos se trata simplemente de una versión a escala reducida de los índices del INDEC, ya que no tienen por finalidad contrastar sus resultados sino estimarlos con alguna anticipación. Tal tipo de indicadores, utilizados mayormente por analistas de coyuntura, miden su eficacia por el ajuste alcanzado entre la cifra anticipada por ellos y los resultados definitivos que publica luego el organismo oficial. Por lo tanto, buscan imitar en escala reducida la metodología del INDEC sin analizarla siquiera. Los indicadores que realizan algunos sociólogos, como apuntan a otra cosa, disponen frecuentemente de mayor libertad, pero lamentablemente suelen ser, por cuestiones presupuestarias, de escasa magnitud y metodológicamente pobres, al punto de que todavía quedan algunos que se calculan por promedio simple de precios, sin ponderar siquiera la importancia que cada artículo tiene en el presupuesto de los consumidores.
Con el error que había detectado en la fórmula del cuadro número diez todo esto comenzaba a verse desde una nueva perspectiva. Si era intencional, y si confirmaba que habían otras fórmulas con grandes distorsiones -tal vez inclusive las fórmulas centrales-, entonces el fraude que la mayoría de la gente intuye, estaría allí, en la metodología misma, y no habría nadie que 'dibuje' las cifras, ni haría falta, simplemente porque alguien ya 'dibujó' las fórmulas de cálculo para que tiendan a dar determinados resultados.
Un asunto grande.
Pero era demasiado temprano aún para asegurar esto. Bien podía ser que estuviera yendo con mi mente demasiado lejos. Seguramente al día siguiente, más descansado, vería las cosas de otra manera. La fórmula errónea resultaría ser un caso aislado, para nada intencional, sus autores me agradecerían haberla corregido, y podría comprobar que el resto del trabajo era correcto. No fue así. Hubo gente que reaccionó con violencia. No debería meterme con esa parte del trabajo. Había sido muy estudiada, y aprobada por la Superioridad. Sería mucho mejor para mí que me limitara a describir en el informe lo que estaba hecho, pero sin criticarlo ni pretender cambios. El Licenciado Camelo tuvo otra postura. Tengo entendido que él no había participado en el desarrollo de esa fórmula, y cuando le presenté mi informe aceptó enseguida que era errónea, sosteniendo además que habría que cambiarla por la mía. Lo escuché, inclusive, discutir esto ásperamente con una de sus colegas. Su posición parecía difícil, ya que significaba enfrentarse no sólo a sus pares y subordinados, sino también a superiores, y sin embargo no parecía preocupado. Por el contrario, se lo veía expectante y entusiasmado, como quien tiene un plan trazado o está comenzando un experimento. Además me incentivaba para que siguiera investigando otros aspectos de la metodología. Se tomó la costumbre, por esos días, de acercarse a mi escritorio, o llamarme al de él, para hablar un rato de temas que giraban alrededor del trabajo, pero con una óptica distinta a la que yo había conocido hasta ese momento. 'No sería de extrañar que encuentres cosas semejantes o aún mayores en las fórmulas centrales' -aventuró un día en una de esas charlas- 'los índices se diseñan para finalidades políticas, y se pueden hacer índices democráticos o antidemocráticos, se puede hacer que den una cosa u otra de acuerdo a la ideología que se quiera imponer en el país'. Ese mismo día me habló también de que ya estaba decidida la política del hemisferio para los próximos veinte años. No me atreví a preguntarle a qué hemisferio se refería -al hemisferio sur, al occidental, al occipital...-, ni quienes la habían decidido, ni cual era esa política. Pero no hacía falta preguntar tampoco. "Vendrán democracias ahora, muchas democracias, y luego mucho liberalismo y muchísimo privatismo, y se agrandará más la diferencia entre pobres y ricos". Parecía una Biblia parlante, y a mí que no creía en esas cosas me daba risa. "Esto no lo decidimos nosotros, viene de más arriba" –yo pensaba en el piso 12, dónde estaba la temible Norma Pizarro de Pereira- ."Ni siquiera el presidente... más arriba". 'Habrá mucho terreno aquí para los dos'... 'Tú ya te hiciste enemigos, que todavía no sabés quienes son'... 'Te van a mantener abajo, porque si te dejaran subir serías después más peligroso'... 'Mientras te tengan abajo saben que si descubrís más cosas y abrís la boca nadie te va a creer'... Este tipo de comentarios me chocaba. No porque fuera un santo, sino porque nunca me interesó la política, ni creía en esa época en confabulaciones, pero poco después, al llegar a las fórmulas centrales y observar el núcleo mismo del fraude, ya no quedó lugar para la duda. Hubieron también frases más herméticas y enigmáticas. Una me quedó grabada: 'Esto va a ser como un gran juego de ajedrez'. A qué se refería? a los próximos tiempos?... a lo que se iniciaba?... a su experimento?... Ni siquiera dijo si nosotros seríamos los jugadores, o simplemente piezas movidas por terceros. Es que realmente me había metido sin quererlo en el medio de una intriga política ?
el informe en:
http://www.geocities.com/dossierinternational/ar/InfoNatal1Portada.htm