Hacia 1932, León Trotsky escribía: “Aún después de asumir el poder, Mussolini procedió con la debida cautela, el gobierno fascista tomó el carácter de una coalición. Entretanto, las bandas fascistas estaban ocupadas en trabajar con cachiporras, cuchillos y pistolas. Sólo en este sentido el gobierno fascista fue creado lentamente...”. El exiliado líder bolchevique se refería a lo sucedido en Italia una década atrás, cuando durante el segundo semestre de 1921, ante la crisis económica y social de la primera posguerra, el fascismo conseguía la simpatía de una amplia mayoría de la empobrecida población italiana y asumía el poder sin advertir del todo en lo que se convertiría años más tarde. Aunque el nuevo orden propugnado por el recientemente creado Partido Nacional Fascista (que agrupaba a los comandos fascistas) era muy claro: su programa partidario indicaba que la nación no era una "simple suma de individuos vivientes ni el instrumento de los fines de los partidos, sino un organismo ... que es síntesis suprema de todos los valores materiales y espirituales de la raza". Quien encabezaba este movimiento era un forlines nacido en Dovia di Predappio, un 29 de julio de 1883, hijo de un herrero anarquista y de una maestra que creía en la educación. Se llamaba Benito Amilcare Andrea Mussolini. Ya de joven había sido propenso a la acción directa. Había sido sancionado en varios colegios donde estudió y pronto se acercaría al Partido Socialista Italiano. Con 20 años comenzaría su trayectoria sindical, pero en Suiza, anotado en el gremio de albañiles y obreros de Lausana. De regreso a Italia en 1904, cumplió finalmente con el servicio militar y luego se dedicó a la enseñanza de idiomas e historia. La militancia y la agitación lo pusieron en varias ocasiones en el ojo de la policía. La vida errática y la persistente edición de revistas políticas, entre ellas el periódico Avantti, le permitieron hacer crecer su figura en el Partido. Pero la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial y las cada vez más duras posiciones nacionalistas de Mussolini provocan su expulsión, que suplirá con su alistamiento en el Ejército. Al regresar de la guerra, Mussolini habla a los soldados, sus familias y a la empobrecida clase media, desde su Il Popolo d'Italia. Su influencia crecía exponencialmente. Sus arengas y resuelto accionar generaban una atracción inestimable. Muy pronto, en una Italia convulsionada por la crisis y con un activismo sindical y de izquierda efervescente, Mussolini lograría crear una agrupación nacionalista de choque (los fascis) y luego dar forma al Partido Nacional Fascista, con el cual sería electo como Diputado Nacional, ya con la anuencia de algunos sectores de la clase dominante y con la creciente violencia squadrista. Así, no tardaría en producirse la Marcha sobre Roma, tras lo cual el rey Víctor Manuel III encargó a Mussolini formar un nuevo gobierno. Una vez en el gobierno, mientras reorganizaba la economía del país, Mussolini fue concentrando el poder e institucionalizando un sistema corporativo, con basamento en una legalidad altamente represiva y eje en las milicias fascistas. En el plano exterior, formó parte del reparto colonial entre las potencias, sobre todo en África, que iría prefigurando las alianzas de la Segunda Guerra Mundial, con afinidad con la Alemania hitleriana y la España franquista, con las cuales no siempre mantendría buenas relaciones. A ello se debería la promulgación de leyes raciales y la colaboración en el exterminio judío. Al comenzar la guerra, la Italia fascista se expandiría notablemente, pero al revertirse el curso de la misma, a partir de mediados de 1942, la confianza interna hacia Mussolini comenzó a decaer. Con la invasión de las fuerzas aliadas del sur de la península, la suerte de Mussolini daba un giro brusco y previendo el avance aliado, el rey Víctor Emanuel ordenaría su arresto y el cambio de gobierno. Mientras el Eje perdía el rumbo, Italia se hundía en la guerra civil. Mussolini logró ser rescatado por un comando nazi y fue repuesto como Duce en un gobierno combinado en el norte del país bajo ocupación alemana, que llevaría el nombre de República Social Italiana o República de Saló. Pero ya por entonces, ni la relación con Hitler era de fiar. Cuando Alemania se derrumbó, intentó primero alcanzar un acuerdo con las fuerzas partisanas de la resistencia, ante cuyo fracaso intentaría fugarse del país disfrazado. Mussolini fue arrestado y fusilado el 28 de abril de 1945, junto a su amante Clara Peracci. En esta ocasión, recordamos el paso de Mussolini por el socialismo con las palabras del periodista español José Pla, publicadas en El correo de España en 1922. |
Fuente: “De Italia un perfil: Mussolini”, por José Pla, en El correo de España, Buenos Aires, lunes 6 de noviembre de 1922; Mussolini según sus contemporáneos en la década de 1920. |
"Mussolini ha nacido en un pueblo de la Romagna. (…) De estudiante, (…) se inscribió en el socialismo y militó en la extrema izquierda revolucionaria. En la Romagna (…) empezó a organizar círculos socialistas de obreros del campo. (…) En poco tiempo se inscribieron en sus círculos treinta mil obreros. En el congreso de Modena (1912), Mussolini hace triunfar la fracción izquierdista, hace que Bissolatti y Bonomi sean expulsados del partido; es, en una palabra, una verdadera guillotina. Por aquella época Mussolini vestía de cualquier manera. Con un pañuelo en el cuello, con un sombrero absurdo, sucio, sin afeitar, mugriento, presentaba el tipo del sentimentaloide situado entre la bohemia y la metafísica económica. Su cultura política vasta, con filtraciones filosófico-literarias y su fama probada de organizador, formaba un complejo raro en el socialismo italiano que ha tenido tantas personalidades primarias: grandes intelectuales incapaces para la acción como Turatí y Treves y grandes practicones que se han pasado la vida odiando a los soñadores. Violento, agrio, fuerte, de una ironía descarnada, antifeminista, Mussolini desechaba la parte dulce del socialismo, la parte bonita, y durante un cierto tiempo fue el verdadero dictador del partido." |
José Pla
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Un lugar donde poner cosas que me interesan que a su vez me gusta compartir, mucho humor ya que la vida es para disfrutar con una sonrisa, y también importante información sobre el cambio en nuestra querida América. Si alguien quiere informarme de algo, me pueden escribir a danielperi@live.com.ar
sábado, abril 28, 2012
El paso de Mussolini por el socialismo.
Prehistoria de la derecha argentina,
Por Felipe Pigna
La derecha argentina surgió a la escena política del siglo XX como una expresión claramente reaccionaria frente a hechos como la expansión de la democracia liberal en Europa; y nacionales como la sanción de la Ley Sáenz Peña, la llegada al poder del radicalismo y el crecimiento de la movilización, organización y combatividad del movimiento obrero argentino y el temor a la expansión de la Revolución Rusa.
Uno de los autores más leídos y admirados por los derechistas argentinos fue Marcelino Menéndez y Pelayo (1852-1912) que planteaba que la gloria de España estaba en relación directa con su intolerancia política y religiosa: “Nunca se escribió más y mejor en España que durante los dos siglos de la Inquisición”. Parece que según don Marcelino, la expulsión de los judíos y los moros y la quema de supuestos “herejes” en Plazas públicas resultaron inspiradoras para un Cervantes, un Quevedo, un Góngora, un Lope de Vega, aunque leyéndolos, uno no encuentre ningún elemento que vinculen su genialidad con las masacres perpetradas por el Santo Oficio, ni lea en sus páginas alegatos reaccionarios sino más bien todo lo contrario. Pero lo interesante y lo que cautivaba a los derechistas argentinos era aquello de que la gloria de una Nación estaba en relación directa con la poca atención que se le prestaba a los reclamos y aspiraciones de las mayorías populares, aquella invitación a ejercer sin pudor el “derecho divino a mandar” de aquella clase patricia que se había construido una historia de guerreros y sacerdotes a la manera de aquella “España evangelizadora de medio mundo, a la España flagelo de los herejes, a la España luz del Concilio de Trento, a la España cuna de San Ignacio de Loyola”. Menéndez y Pelayo y los derechistas europeos estaban convencidos de que la Ilustración y las ideas difundidas con la Enciclopedia y el triunfo de la Revolución Francesa significaron la decadencia de la humanidad y el ingreso en “la época de la historia más perversa y descreída” donde “se desmoronó piedra a piedra este hermoso edificio de la España Antigua… olvidando su religión y su lengua, su ciencia y su arte, y cuanto le había hecho sabia, poderosa y temida en el mundo”.
Siguiendo al pensador español, nuestros nacionalistas glorificaban el espíritu guerrero y apostólico de la Edad Media y los Reyes Católicos. Añoraban aquella sociedad donde no había clases sociales móviles sino castas inamovibles, donde el que nacía rico moría más rico y el que nacía pobre sabía resignadamente que moriría más pobre porque “así lo quería Dios”. Aquel mundo donde el poder de los Papas podía negar que la tierra girara en torno al sol y que la tierra se movía y giraba sobre su eje, y condenar al autor de tales teorías a la hoguera de la que pudo escapar sólo retractándose. Aquella sociedad donde los reyes lo eran por derecho divino, porque Dios así lo quería y por lo tanto cualquier oposición al poder real lo era también al poder y al deseo de Dios. Aquella sociedad donde a la ciencia se la presentaba como enemiga de la religión y donde las mayorías populares solo ingresaban en la historia para engrosar los ejércitos destinados a cuidar y a aumentar el tesoro real.
Era un pensamiento fundamentalista, que desdeñaba del progreso y pugnaba por la restauración definitiva de un orden autoritario y jerárquico de un Estado absolutista en profunda relación con el poder eclesiástico donde la disciplina social y el sometimiento a los poderosos estuviesen fuera de discusión. Defendían como una de las “empresas más nobles de la humanidad” el genocidio conocido como la conquista española de América porque les había dado dignidad a los infieles y los había unido bajo una misma lengua y una misma religión.
El otro intelectual extranjero que influyó decididamente en la formación ideológica del nacionalismo argentino fue el francés monárquico Charles Maurras (1868-1952). Cuando a comienzos de la década del 90 se produjo el affaire Dreyfuss, surgió en Francia una fuerte corriente antisemita fogoneada por Edouard Drumond a través de su periódico “La Libre Parole” y la publicación “La France Juive” (La Francia Judia). En ese contexto Maurras funda la Acción Francesa, una agrupación antisemita de extrema derecha que propugnaba una vuelta a la monarquía absoluta y la vuelta a los valores políticos y sociales previos a la Revolución Francesa; profesaba el ateísmo pero le asignaba a la Iglesia un rol fundamental en la restauración de los valores tradicionales y en la disciplina social, porque como escribía Chateaubriand; "a la fuerza de las guarniciones podemos agregar la omnipotencia de las esperanzas religiosas". Para los “nacionalistas” el liberalismo y el marxismo son sus principales enemigos. El primero por su defensa acérrima y egoísta del individuo y el segundo su concepción clasista de la sociedad cuestionadora de la propiedad privada y de la idea de nación.
Eugenio Cambaceres en su libro “En la sangre” publicado en 1887, hace una verdadera descripción zoológica de los inmigrantes que comenzaban a poblar la Argentina. Julián Martel, haciéndose eco de las ideas de la derecha francesa, les echaba la culpa a los judíos por la crisis de 1890 que tenía causantes y beneficiarios claramente criollos y de apellidos “patricios” occidentales y cristianos. El autor de Juvenilia, Miguel Cané lanzó una campaña contra los “extranjeros indeseables” que culminaría en 1902 con la sanción de una nefasta Ley de su autoría, la 4144, más conocida como la Ley de Residencia, que permitía la expulsión de inmigrantes sin más trámite que una denuncia en su contra que lo sindicara como agitador social. Pero además de la abundante tradición literaria, la tradición política de la oligarquía argentina previa a la Ley Sáenz Peña avalaba de hecho un pensamiento autoritario de derecha a través del fraude electoral, el desprecio por la voluntad y la opinión popular, la marginación del inmigrante, la persecución al gaucho para transformarlo en peón, el despojo de sus tierras y el asesinato en masa de los pueblos originarios, y la represión sangrienta del movimiento obrero y de las rebeliones radicales.
El pensamiento nacionalista que rescataba y reclamaba el protagonismo del pensamiento católico reconocía en los militares, desde las cruzadas, la reconquista española y la conquista de América la otra pata de los representantes del orden, la jerarquía y los valores occidentales y cristianos. Manifestaciones de aquel nacionalismo autoritario fueron la reacción del centenario contra el movimiento huelguístico de 1910; la Liga Patriótica surgida en 1919.
El poeta Leopoldo Lugones, que había pasado por el anarquismo y el socialismo, fue sistematizando los temas preferidos de la derecha argentina: la decadencia de la democracia, terminar con el sufragio universal, la descalificación de toda la clase política, la “necesaria” represión al movimiento obrero y la desconfianza y el desprecio hacia el pueblo en general y al inmigrante en particular. Lugones sabía que para lograr que aquellas ideas que iban a contramano de la historia y de la voluntad popular hacía falta un cambio de régimen y ese cambio no vendría de las urnas sino de las espadas y decidió lanzar a viva voz la convocatoria al primer golpe de Estado del siglo XX en nuestro país. Fue en Lima, en ocasión de la conmemoración de los 100 años de la batalla de Ayacucho, aquella que puso fin a más de 300 años de dominación hispánica. Allí dijo el autor de “La guerra gaucha”: “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada. Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo. El sistema constitucional del silgo XX está caduco. El ejército es la última aristocracia; vale decir, la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica”.
La gravedad de las palabras de Lugones que invitaban abiertamente a terminar con el sistema democrático, a no respetar la ley, a la búsqueda de un caudillo predestinado para reemplazar al sistema constitucional caduco, serán el prólogo del nefasto golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 del que tendrá el “honor” de ser el redactor del comunicado oficial que firmó el golpista Uriburu, inaugurando un lamentable género literario argentino que perduró durante décadas renovando los escribas y comunicadores pero manteniendo el estilo y los contenidos.
La derecha argentina surgió a la escena política del siglo XX como una expresión claramente reaccionaria frente a hechos como la expansión de la democracia liberal en Europa; y nacionales como la sanción de la Ley Sáenz Peña, la llegada al poder del radicalismo y el crecimiento de la movilización, organización y combatividad del movimiento obrero argentino y el temor a la expansión de la Revolución Rusa.
Uno de los autores más leídos y admirados por los derechistas argentinos fue Marcelino Menéndez y Pelayo (1852-1912) que planteaba que la gloria de España estaba en relación directa con su intolerancia política y religiosa: “Nunca se escribió más y mejor en España que durante los dos siglos de la Inquisición”. Parece que según don Marcelino, la expulsión de los judíos y los moros y la quema de supuestos “herejes” en Plazas públicas resultaron inspiradoras para un Cervantes, un Quevedo, un Góngora, un Lope de Vega, aunque leyéndolos, uno no encuentre ningún elemento que vinculen su genialidad con las masacres perpetradas por el Santo Oficio, ni lea en sus páginas alegatos reaccionarios sino más bien todo lo contrario. Pero lo interesante y lo que cautivaba a los derechistas argentinos era aquello de que la gloria de una Nación estaba en relación directa con la poca atención que se le prestaba a los reclamos y aspiraciones de las mayorías populares, aquella invitación a ejercer sin pudor el “derecho divino a mandar” de aquella clase patricia que se había construido una historia de guerreros y sacerdotes a la manera de aquella “España evangelizadora de medio mundo, a la España flagelo de los herejes, a la España luz del Concilio de Trento, a la España cuna de San Ignacio de Loyola”. Menéndez y Pelayo y los derechistas europeos estaban convencidos de que la Ilustración y las ideas difundidas con la Enciclopedia y el triunfo de la Revolución Francesa significaron la decadencia de la humanidad y el ingreso en “la época de la historia más perversa y descreída” donde “se desmoronó piedra a piedra este hermoso edificio de la España Antigua… olvidando su religión y su lengua, su ciencia y su arte, y cuanto le había hecho sabia, poderosa y temida en el mundo”.
Siguiendo al pensador español, nuestros nacionalistas glorificaban el espíritu guerrero y apostólico de la Edad Media y los Reyes Católicos. Añoraban aquella sociedad donde no había clases sociales móviles sino castas inamovibles, donde el que nacía rico moría más rico y el que nacía pobre sabía resignadamente que moriría más pobre porque “así lo quería Dios”. Aquel mundo donde el poder de los Papas podía negar que la tierra girara en torno al sol y que la tierra se movía y giraba sobre su eje, y condenar al autor de tales teorías a la hoguera de la que pudo escapar sólo retractándose. Aquella sociedad donde los reyes lo eran por derecho divino, porque Dios así lo quería y por lo tanto cualquier oposición al poder real lo era también al poder y al deseo de Dios. Aquella sociedad donde a la ciencia se la presentaba como enemiga de la religión y donde las mayorías populares solo ingresaban en la historia para engrosar los ejércitos destinados a cuidar y a aumentar el tesoro real.
Era un pensamiento fundamentalista, que desdeñaba del progreso y pugnaba por la restauración definitiva de un orden autoritario y jerárquico de un Estado absolutista en profunda relación con el poder eclesiástico donde la disciplina social y el sometimiento a los poderosos estuviesen fuera de discusión. Defendían como una de las “empresas más nobles de la humanidad” el genocidio conocido como la conquista española de América porque les había dado dignidad a los infieles y los había unido bajo una misma lengua y una misma religión.
El otro intelectual extranjero que influyó decididamente en la formación ideológica del nacionalismo argentino fue el francés monárquico Charles Maurras (1868-1952). Cuando a comienzos de la década del 90 se produjo el affaire Dreyfuss, surgió en Francia una fuerte corriente antisemita fogoneada por Edouard Drumond a través de su periódico “La Libre Parole” y la publicación “La France Juive” (La Francia Judia). En ese contexto Maurras funda la Acción Francesa, una agrupación antisemita de extrema derecha que propugnaba una vuelta a la monarquía absoluta y la vuelta a los valores políticos y sociales previos a la Revolución Francesa; profesaba el ateísmo pero le asignaba a la Iglesia un rol fundamental en la restauración de los valores tradicionales y en la disciplina social, porque como escribía Chateaubriand; "a la fuerza de las guarniciones podemos agregar la omnipotencia de las esperanzas religiosas". Para los “nacionalistas” el liberalismo y el marxismo son sus principales enemigos. El primero por su defensa acérrima y egoísta del individuo y el segundo su concepción clasista de la sociedad cuestionadora de la propiedad privada y de la idea de nación.
Eugenio Cambaceres en su libro “En la sangre” publicado en 1887, hace una verdadera descripción zoológica de los inmigrantes que comenzaban a poblar la Argentina. Julián Martel, haciéndose eco de las ideas de la derecha francesa, les echaba la culpa a los judíos por la crisis de 1890 que tenía causantes y beneficiarios claramente criollos y de apellidos “patricios” occidentales y cristianos. El autor de Juvenilia, Miguel Cané lanzó una campaña contra los “extranjeros indeseables” que culminaría en 1902 con la sanción de una nefasta Ley de su autoría, la 4144, más conocida como la Ley de Residencia, que permitía la expulsión de inmigrantes sin más trámite que una denuncia en su contra que lo sindicara como agitador social. Pero además de la abundante tradición literaria, la tradición política de la oligarquía argentina previa a la Ley Sáenz Peña avalaba de hecho un pensamiento autoritario de derecha a través del fraude electoral, el desprecio por la voluntad y la opinión popular, la marginación del inmigrante, la persecución al gaucho para transformarlo en peón, el despojo de sus tierras y el asesinato en masa de los pueblos originarios, y la represión sangrienta del movimiento obrero y de las rebeliones radicales.
El pensamiento nacionalista que rescataba y reclamaba el protagonismo del pensamiento católico reconocía en los militares, desde las cruzadas, la reconquista española y la conquista de América la otra pata de los representantes del orden, la jerarquía y los valores occidentales y cristianos. Manifestaciones de aquel nacionalismo autoritario fueron la reacción del centenario contra el movimiento huelguístico de 1910; la Liga Patriótica surgida en 1919.
El poeta Leopoldo Lugones, que había pasado por el anarquismo y el socialismo, fue sistematizando los temas preferidos de la derecha argentina: la decadencia de la democracia, terminar con el sufragio universal, la descalificación de toda la clase política, la “necesaria” represión al movimiento obrero y la desconfianza y el desprecio hacia el pueblo en general y al inmigrante en particular. Lugones sabía que para lograr que aquellas ideas que iban a contramano de la historia y de la voluntad popular hacía falta un cambio de régimen y ese cambio no vendría de las urnas sino de las espadas y decidió lanzar a viva voz la convocatoria al primer golpe de Estado del siglo XX en nuestro país. Fue en Lima, en ocasión de la conmemoración de los 100 años de la batalla de Ayacucho, aquella que puso fin a más de 300 años de dominación hispánica. Allí dijo el autor de “La guerra gaucha”: “Ha sonado otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada. Así como ésta hizo lo único enteramente logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía indispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque ésa es su consecuencia natural, hacia la demagogia o el socialismo. El sistema constitucional del silgo XX está caduco. El ejército es la última aristocracia; vale decir, la última posibilidad de organización jerárquica que nos resta entre la disolución demagógica”.
La gravedad de las palabras de Lugones que invitaban abiertamente a terminar con el sistema democrático, a no respetar la ley, a la búsqueda de un caudillo predestinado para reemplazar al sistema constitucional caduco, serán el prólogo del nefasto golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930 del que tendrá el “honor” de ser el redactor del comunicado oficial que firmó el golpista Uriburu, inaugurando un lamentable género literario argentino que perduró durante décadas renovando los escribas y comunicadores pero manteniendo el estilo y los contenidos.
jueves, abril 26, 2012
Liberales Argentinos
Por Felipe Pigna
“Los habitantes de nuestro país han sido robados, saqueados se les ha
hecho matar por miles. Se ha proclamado la igualdad y ha reinado la
desigualdad más espantosa; se ha gritado libertad y ella sólo ha
existido para un cierto número; se han dictado leyes y éstas sólo han
protegido al poderoso. Para el pobre no hay leyes, ni justicia, ni
derechos individuales, sino violencia y persecuciones injustas. Para los
poderosos de este país, el pueblo ha estado siempre fuera de la ley.”
El autor de este texto no es un activista ubicado en el extremo
ideológico del panorama nacional. Fue un hombre moderado, un gran
intelectual liberal, don Esteben Echeverría. El autor del “Dogma
Socialista” en esta carta que le escrbiía a su amigo Félix Frías en
1851, poco antes de morir, hacía un balance del período comprendido de
Mayo a Rosas y daba cuenta con innegable dolor de la distancia que
separaba al pensamiento liberal de la verdadera libertad de aquel pueblo
que la generación del 37 había idealizado y al que querían elevar a los
niveles de “la Inglaterra o la Francia”. Unas décadas más tarde,
quizás el teórico liberal más notable que dio nuestro país, Juan
Bautista Alberdi, el autor del libro que sirvió de base para la
redacción de nuestra Constitución Nacional, analizando los gobiernos
liberales de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, escribía: "Los liberales
argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni
conocen. Ser libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos
sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su
libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. El
liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es
algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente es
enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que autoriza la
represión y la muerte". Ambos pensadores, quizás los exponentes más
lúcidos del liberalismo criollo del siglo XIX ponían el dedo en una
llaga nunca cicatrizada: la dicotomía existente entre una práctica
política conservadora y una proclamada ideología liberal que sólo se
expresaba en algunos aspectos económicos. Ni siquiera en todos, porque
la crítica liberal que planteaba la no intervención estatal no funcionó
nunca en nuestro país si se trataba de apoyar con fondos estatales la
realización de obras públicas por contratistas privados cercanos al
poder, o del salvataje de bancos privados como viene ocurriendo desde
1890 a la fecha. Para los autodenominados “liberales argentinos” estas
intervenciones estatales en la economía no eran ni son visualizadas como
tales. Pero estuvieron y están prestos a calificar como “gasto público”
a lo que los propios teóricos del Estado Liberal denominan sus
funciones específicas como la salud, la educación, la justicia y la
seguridad y que seon denominados, incluso por los autodenoimidos
“organismos financieros internacionales” como “inversión social”, porque
el Estado recuperará cada peso invertido en una población sana,
trabajadora con capacidad laboral y tributaria. Si el estado no cumple
con estas funciones básicas, decía John Locke (1632-1704) -uno de los
padres fundadores del liberalismo- el pacto social entre gobernantes y
gobernados se rompe y los ciudadanos tienen derecho a la rebelión.
Las revoluciones burguesas europeas, producidas entre 1789 y 1848 dieron
lugar a un nuevo tipo de Estado que los historiadores denominan
“liberal”. La ideología que sustentaba estos regímenes es el denominado
“liberalismo”, que a mediados del siglo XIX presentaba un doble aspecto:
político y económico.
El liberalismo político significaba
teoricamente respeto a las libertades ciudadanas e individuales
(libertad de expresión, asociación, reunión), existencia de una
constitución inviolable que determinase los derechos y deberes de
ciudadanos y gobernantes; separación de poderes para evitar cualquier
tiranía; y el derecho al voto, muchas veces limitado a minorías.
Junto a este liberalismo político, el estado burgués del siglo XIX
estaba también asentado en el liberalismo económico: un conjunto de
teorías y de prácticas al servicio de la alta burguesía y que, en gran
medida eran consecuencia de la Revolución Industrial.
Desde el
punto de vista práctico, el liberalismo económico significó la
no-intervención del estado en las cuestiones sociales, financieras y
empresariales. A nivel técnico supuso un intento de explicar y
justificar el fenómeno de la industrialización y sus más inmediatas
consecuencias: el gran capitalismo y las penurias de las clases
trabajadoras.
La alta burguesía europea veía con preocupación cómo
alrededor de las ciudades industriales iba surgiendo una masa de
trabajadores. Necesitaba, por lo tanto, una doctrina que explicase este
hecho como inevitable y, en consecuencia, sirviese para tranquilizar su
propia inquietud. Tal doctrina fue desarrollada por dos pensadores: el
escocés Adam Smith (1723-1790) y el británico Thomas Malthus
(1766-1834).
Smith pensaba que todo el sistema económico debía
basarse en la ley de la oferta y la demanda. Para que un país
prosperase, los gobiernos debían abstenerse de intervenir en el
funcionamiento de esa ley “natural”: los precios y los salarios se
regularían por sí solos, sin intervención alguna del estado y ello,
entendía Smith, no podía ser de otra manera, por cuanto si se dejaba una
absoluta libertad económica, cada hombre, al actuar buscando su propio
beneficio, provocaría el enriquecimiento de la sociedad en su conjunto,
algo así como la tan meneada y falsa teoría del derrame.
Malthus
partía del supuesto de que la población crecía mucho más rápido que la
generación de riquezas y alimentos. Pensaba que la solución estaba en el
control de la natalidad de los sectores populares y en dejarlos
abandonados a su suerte para la naturaleza, en etse caso la inusticia,
actura disminuyendo así su número a lo “deseable”.
Tanto Malthus
como Smith piden la inhibición de los gobernantes en cuestiones sociales
y económicas. Sus consejos fueron muy escuchados y practicados por
estos lares.
La trayectoria del autodenominado “liberalismo
argentino” ha sido por demás sinuosa pero coherente. El credo liberal no
les ha impedido a algunos formar parte de todos los gabinetes de los
gobiernos de facto de la historia argentina. Han tolerado y en muchos
casos justificado y usufructuado de la represión de la última dictadura
militar para seguir haciendo negocios sin ser molestados y, como admite
uno de ellos, Mariano Grondona, estaban más preocupados por la flotación
del dólar que por la flotación de los cadáveres en el Río de la Plata.
Quizás ya sea hora de que relean al más notable liberal en serio que
pisó el suelo argentino, José de San Martín quien escribió en el Código
de honor del Ejército de los Andes:
“La patria no hace al soldado
para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la
bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con
cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y
honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de
las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar
de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los
militares. La Patria no es abrigadora de crímenes.”
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