Liberales Argentinos
Por Felipe Pigna
“Los habitantes de nuestro país han sido robados, saqueados se les ha
hecho matar por miles. Se ha proclamado la igualdad y ha reinado la
desigualdad más espantosa; se ha gritado libertad y ella sólo ha
existido para un cierto número; se han dictado leyes y éstas sólo han
protegido al poderoso. Para el pobre no hay leyes, ni justicia, ni
derechos individuales, sino violencia y persecuciones injustas. Para los
poderosos de este país, el pueblo ha estado siempre fuera de la ley.”
El autor de este texto no es un activista ubicado en el extremo
ideológico del panorama nacional. Fue un hombre moderado, un gran
intelectual liberal, don Esteben Echeverría. El autor del “Dogma
Socialista” en esta carta que le escrbiía a su amigo Félix Frías en
1851, poco antes de morir, hacía un balance del período comprendido de
Mayo a Rosas y daba cuenta con innegable dolor de la distancia que
separaba al pensamiento liberal de la verdadera libertad de aquel pueblo
que la generación del 37 había idealizado y al que querían elevar a los
niveles de “la Inglaterra o la Francia”. Unas décadas más tarde,
quizás el teórico liberal más notable que dio nuestro país, Juan
Bautista Alberdi, el autor del libro que sirvió de base para la
redacción de nuestra Constitución Nacional, analizando los gobiernos
liberales de Mitre, Sarmiento y Avellaneda, escribía: "Los liberales
argentinos son amantes platónicos de una deidad que no han visto ni
conocen. Ser libre, para ellos, no consiste en gobernarse a sí mismos
sino en gobernar a los otros. La posesión del gobierno: he ahí toda su
libertad. El monopolio del gobierno: he ahí todo su liberalismo. El
liberalismo como hábito de respetar el disentimiento de los otros es
algo que no cabe en la cabeza de un liberal argentino. El disidente es
enemigo; la disidencia de opinión es guerra, hostilidad, que autoriza la
represión y la muerte". Ambos pensadores, quizás los exponentes más
lúcidos del liberalismo criollo del siglo XIX ponían el dedo en una
llaga nunca cicatrizada: la dicotomía existente entre una práctica
política conservadora y una proclamada ideología liberal que sólo se
expresaba en algunos aspectos económicos. Ni siquiera en todos, porque
la crítica liberal que planteaba la no intervención estatal no funcionó
nunca en nuestro país si se trataba de apoyar con fondos estatales la
realización de obras públicas por contratistas privados cercanos al
poder, o del salvataje de bancos privados como viene ocurriendo desde
1890 a la fecha. Para los autodenominados “liberales argentinos” estas
intervenciones estatales en la economía no eran ni son visualizadas como
tales. Pero estuvieron y están prestos a calificar como “gasto público”
a lo que los propios teóricos del Estado Liberal denominan sus
funciones específicas como la salud, la educación, la justicia y la
seguridad y que seon denominados, incluso por los autodenoimidos
“organismos financieros internacionales” como “inversión social”, porque
el Estado recuperará cada peso invertido en una población sana,
trabajadora con capacidad laboral y tributaria. Si el estado no cumple
con estas funciones básicas, decía John Locke (1632-1704) -uno de los
padres fundadores del liberalismo- el pacto social entre gobernantes y
gobernados se rompe y los ciudadanos tienen derecho a la rebelión.
Las revoluciones burguesas europeas, producidas entre 1789 y 1848 dieron
lugar a un nuevo tipo de Estado que los historiadores denominan
“liberal”. La ideología que sustentaba estos regímenes es el denominado
“liberalismo”, que a mediados del siglo XIX presentaba un doble aspecto:
político y económico.
El liberalismo político significaba
teoricamente respeto a las libertades ciudadanas e individuales
(libertad de expresión, asociación, reunión), existencia de una
constitución inviolable que determinase los derechos y deberes de
ciudadanos y gobernantes; separación de poderes para evitar cualquier
tiranía; y el derecho al voto, muchas veces limitado a minorías.
Junto a este liberalismo político, el estado burgués del siglo XIX
estaba también asentado en el liberalismo económico: un conjunto de
teorías y de prácticas al servicio de la alta burguesía y que, en gran
medida eran consecuencia de la Revolución Industrial.
Desde el
punto de vista práctico, el liberalismo económico significó la
no-intervención del estado en las cuestiones sociales, financieras y
empresariales. A nivel técnico supuso un intento de explicar y
justificar el fenómeno de la industrialización y sus más inmediatas
consecuencias: el gran capitalismo y las penurias de las clases
trabajadoras.
La alta burguesía europea veía con preocupación cómo
alrededor de las ciudades industriales iba surgiendo una masa de
trabajadores. Necesitaba, por lo tanto, una doctrina que explicase este
hecho como inevitable y, en consecuencia, sirviese para tranquilizar su
propia inquietud. Tal doctrina fue desarrollada por dos pensadores: el
escocés Adam Smith (1723-1790) y el británico Thomas Malthus
(1766-1834).
Smith pensaba que todo el sistema económico debía
basarse en la ley de la oferta y la demanda. Para que un país
prosperase, los gobiernos debían abstenerse de intervenir en el
funcionamiento de esa ley “natural”: los precios y los salarios se
regularían por sí solos, sin intervención alguna del estado y ello,
entendía Smith, no podía ser de otra manera, por cuanto si se dejaba una
absoluta libertad económica, cada hombre, al actuar buscando su propio
beneficio, provocaría el enriquecimiento de la sociedad en su conjunto,
algo así como la tan meneada y falsa teoría del derrame.
Malthus
partía del supuesto de que la población crecía mucho más rápido que la
generación de riquezas y alimentos. Pensaba que la solución estaba en el
control de la natalidad de los sectores populares y en dejarlos
abandonados a su suerte para la naturaleza, en etse caso la inusticia,
actura disminuyendo así su número a lo “deseable”.
Tanto Malthus
como Smith piden la inhibición de los gobernantes en cuestiones sociales
y económicas. Sus consejos fueron muy escuchados y practicados por
estos lares.
La trayectoria del autodenominado “liberalismo
argentino” ha sido por demás sinuosa pero coherente. El credo liberal no
les ha impedido a algunos formar parte de todos los gabinetes de los
gobiernos de facto de la historia argentina. Han tolerado y en muchos
casos justificado y usufructuado de la represión de la última dictadura
militar para seguir haciendo negocios sin ser molestados y, como admite
uno de ellos, Mariano Grondona, estaban más preocupados por la flotación
del dólar que por la flotación de los cadáveres en el Río de la Plata.
Quizás ya sea hora de que relean al más notable liberal en serio que
pisó el suelo argentino, José de San Martín quien escribió en el Código
de honor del Ejército de los Andes:
“La patria no hace al soldado
para que la deshonre con sus crímenes, ni le da armas para que cometa la
bajeza de abusar de estas ventajas ofendiendo a los ciudadanos con
cuyos sacrificios se sostiene. La tropa debe ser tanto más virtuosa y
honesta, cuanto es creada para conservar el orden, afianzar el poder de
las leyes y dar fuerza al gobierno para ejecutarlas y hacerse respetar
de los malvados que serían más insolentes con el mal ejemplo de los
militares. La Patria no es abrigadora de crímenes.”
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