domingo, enero 11, 2009

Sobre el aborto

Para iniciar una discusión racional sobre el aborto conviene conocer algunos detalles del proceso que transforma el óvulo fecundado en un bebé listo para iniciar una vida independiente fuera del vientre materno. En particular, son cruciales los primeros pasos del desarrollo. Se ha observado que un poco después del apareamiento, y cuando uno de los espermatozoides ha logrado superar las barreras externas del óvulo, la fusión de los dos genomas puede tardar hasta un día. Treinta horas después de haberse mezclado los materiales genéticos de padre y madre, comienza la división celular. Al principio son dos células, luego, cuatro, ocho, 16..., hasta formar un paquete esférico, la mórula, cuerpo de un tamaño –dicen– no mayor al punto que aparece al final de esta frase. A los cuatro días, la mórula se dilata y se ahueca para formar el blastocisto.

El blastocisto no tiene órganos ni atributos humanos. En palabras sencillas: es apenas un conjunto esférico e infinitesimal de células indiferenciadas, un lejano proyecto de ser humano. A partir de ese momento, se da inicio a la diferenciación celular. Los cambios continúan hasta cuando, varias semanas más tarde, el embrión se transforma en feto, y ya se adivina ante la lupa un ser vivo, una pequeña criatura con apariencia más de reptil que de humano.

Una personita, dicen los que están a favor de penalizar el aborto, para conmovernos. ¡Cuál personita! Un conglomerado simple de células. Para llegar a ser una personita, para poseer un mínimo de lo que llamamos humanidad, es necesario que aparezca la complejidad programada en el ADN. Recordemos que la vida se deriva de la complejidad. Y esta no se logra hasta varias semanas después de la fecundación. Una mórula o un blastocisto no poseen complejidad. Ni las etapas que les siguen inmediatamente. Las células son complejas y están vivas, tan vivas como la que encontramos en cualquier cultivo de células humanas, pero nadie con sentido común las considera una personita.

El blastocisto es un cuerpo interesante, pues es posible separar algunas de sus células y a partir de ellas obtener otro blastocisto, y de este, otro, indefinidamente. Disponiendo de úteros suficientes, podríamos montar una fábrica en serie de seres humanos, todos ellos mellizos idénticos. Anotemos que la naturaleza, por accidente, lleva a cabo esa misma división (dos casos por cada 1.000 embarazos), y de un embrión arma dos mellizos idénticos; dos almas a partir de una.

A quienes se oponen al aborto temprano alegando que tales paquetes de células son seres humanos, podremos contestarles que para ello es necesario que posean alma (REQUISITO DE LOS CREYENTES), de lo contrario, no se diferenciarían esencialmente del embrión de un chimpancé. Y si tienen alma, entonces llegamos al absurdo de que el alma es divisible. Y tantas veces como queramos. Un milagro de la ciencia: la multiplicación indefinida de las almas. No sobra comentar que a veces dos embriones, correspondientes a dos futuros mellizos fraternos, se fusionan en un solo sujeto para formar una quimera genética, llamado así porque una parte de sus células portan el genoma de uno de los frustrados mellizos, mientras que las restantes portan el del otro. ¿Fusión de almas? Imposible, porque el alma es una. Pero ocurre, y es la misma naturaleza la que comete semejante atropello. No puede ser, puesto que los teólogos aseguran que el alma es inmortal, indivisible, imperturbable ante el bisturí, imposible de fusionar dos en una; entonces, necesariamente, se trata de material biológico sin alma y, en consecuencia, no hay problemas éticos en manipularlo. Pero sí los hay, dicen los teólogos. Con la metafísica y el verbo se hace toda clase de malabares lógicos.

Otros alegan que el embrión es un ser humano, pero en potencia, y que por tanto debemos respetar su vida. A estos los refutamos con facilidad: toda célula de nuestro cuerpo también es un ser humano en potencia, un clon nuestro. Recordemos que la oveja Dolly fue creada a partir de una célula de la ubre de su madre. En consecuencia, para ser consecuentes con la idea de la potencialidad, deberíamos conservar en relicarios inviolables cada tumor o parte que los cirujanos retiren de nuestro cuerpo, o toda célula que se desprenda de nuestra piel, pues son portadores de nuestro genoma y, por tanto, en potencia son mellizos idénticos a nosotros. En el polvo de nuestra casa, para no ir muy lejos, hay millones de copias de nuestro genoma, pedazos invisibles de piel desperdigados por el suelo y de los cuales podríamos, disponiendo de una tecnología avanzada, obtener fotocopias exactas de nosotros mismos. Pero sin respeto alguno los pisamos y a la caneca de la basura van a parar con otros desperdicios.

Para definir el tránsito de la vida a la no vida, esto es, de la vida a la misma nada, la actividad cerebral es el indicador aceptado por casi todo el mundo civilizado. Por eso, una vez desaparecida la actividad cerebral de una persona, caen los cirujanos sobre el “cadáver”, con su corazón aún latiendo, como buitres carroñeros, para beneficiarse de sus órganos sanos y, por medio de un transplante, alargar la vida de un paciente; más bien de un impaciente, porque esos males no dan espera. Por otro lado, se sabe que el embrión en sus primeras etapas no tiene actividad cerebral, ni siquiera posee cerebro, luego es posible alegar que todavía no es un ser humano. Esto parece razonable, dentro de una ética civil, sin imposiciones abstractas traídas del más allá, civilizada, por convenio entre humanos sensatos, sin prejuicios religiosos. Por eso, en las discusiones sobre la ética del aborto, estas fronteras difusas entre la vida y la no vida, un poco arbitrarias, pero razonables, se deben tener en cuenta en el momento de establecer las leyes correspondientes.

Las autoridades religiosas y muchos laicos se oponen a la llamada píldora del día siguiente, aduciendo que después de la fecundación, el óvulo ya no es una simple célula, sino un ser humano en potencia, provisto de alma, por lo que cualquier intento por evitar que se inicie el embarazo significa el asesinato de una persona. También se oponen, por idéntica razón, a cualquier manipulación del embrión, aunque esté destinado a salvar otras vidas; es decir, cuenta para ellos más la vida del embrión, que la de un ser humano ya formado. Que es un atentado contra la dignidad humana y un irrespeto a la vida, dicen otros, muy serios.

Es cuestión de óptica. Pero lo que sí no es de óptica es que impedir el aborto a una mujer sin recursos de ninguna clase, y con ello traer a este mundo a un ser a quien la futura madre no podrá criar, ni educar, ni lo desea, sí es un gran atentado contra la dignidad humana. Y contra la libertad. Permitir que una niña de 12 años (casos se han dado y se darán), embarazada a la fuerza por un tarado (malos genes), tenga ese hijo, con riesgos notables para su propia vida, es un acto abominable, y se debe castigar con severidad a todo aquel que impida ese aborto. Se olvidan imperdonablemente de la vida de la madre, este sí un ser humano, no un proyecto en desarrollo. Y, para agravar el asunto, en un mundo superpoblado. Por eso debemos señalar a todos aquellos que en nombre de una moral sin fundamento serio cometan tan graves atropellos contra las mujeres y contra la dignidad de la vida. Y, para colmo de la desfachatez, que lo hagan en nombre de la dignidad de la vida.

Consideran también un atentado contra la vida evitar que nazca un niño con taras, deformaciones y aun con enfermedades incurables y muy dolorosas, para luego llevar una vida miserable y hacérselas miserable a los padres. Oigamos la voz ya de ultratumba de Juan Pablo II: “Un diagnóstico que muestra la existencia de una malformación o una enfermedad hereditaria no debe ser el equivalente de una sentencia de muerte”. ¿Será acaso un atentado contra la vida? ¿No será, al contrario, un atentado contra la vida permitir que nazcan seres con malformaciones que los destinan a una tortura permanente? ¿Dónde estaba la bondad tan cacareada del bondadoso Juan Pablo II?

A los que meten en el mismo costal todos los abortos, conviene recordarles que los niños afectados del síndrome de Lesch-Nyhan (detectable antes del nacimiento), uno de los defectos genéticos más horrorosos, sienten compulsión por automutilarse, se arrancan a mordiscos los labios y los dedos, se queman deliberadamente con agua caliente, y no dudan en atravesarse sus propios ojos con cuanto objeto punzante caiga en sus manos. Así mismo, son capaces de causarles heridas serias a las personas que los cuidan. Y, pese a los esfuerzos de los padres, siempre terminan temprano el calvario de su paso por este mundo. En épocas antiguas, a estos niños se los consideraba poseídos por el demonio. Con sobrada razón. Ahora conocemos esos demonios, pero muchos se empeñan en impedir que los exorcicemos.

Los niños anencefálicos no tienen posibilidad de sobrevivir a la infancia. En realidad son pequeños monstruos que les van a demandar a sus madres sufrimientos morales y físicos inenarrables. Los niños afectados de epidermolisis ampollosa mantienen el cuerpo cubierto de ampollas, producidas con los roces. A estos niños no se los puede cargar, pues, de hacerlo, en los puntos donde se les haga presión se les desprende la piel o se les ampolla. Nunca pueden gatear, correr o jugar, debido a la fragilidad incurable de su epidermis. Al tratar de bañarlos, gritan de dolor ante el solo contacto con el agua, y únicamente pueden consumir líquidos, pues las llagas aparecen también en el esófago. Sobra decir que los sufrimientos del niño y de sus padres son de pesadilla. Y esta es apenas una muestra pequeña de las taras dolorosas que acechan en el genoma, y que son evitables con un aborto a tiempo.

Pero es un delito, dicen, y a la cárcel con la pobre mujer. Otros creemos que sí es un delito, pero el hecho de impedir que se lleve a cabo la interrupción del embarazo, cuando de él se deriva un monstruo, una persona que va a causar enorme sufrimiento a su familia y a él mismo. ¿No es inmoral permitir que a este valle de lágrimas lleguen niños con semejantes defectos? Y, ¿qué tal un niño con retraso mental severo, sin capacidad para defenderse en este difícil mundo, niños que sin el amparo permanente de los padres no sobrevivirían? Más aun, ¿qué tal dos siameses, torturados de por vida a vivir estampillados, sin ninguna independencia, en posturas fatigosas, esclavizados unos a otros, y sus vidas limitadas por la de su mellizo, pues en caso de perecer uno de ellos, el otro no puede seguir viviendo atado a un cadáver putrefacto? Pero el aborto es inmoral, aun en estos caso –alegan los moralistas–, porque el fin no justifica los medios. ¿Habrá algo más absurdo y que vaya contra toda razón civilizada?

Es un error craso meter en el mismo bolsillo de las prohibiciones el aborto de un óvulo acabado de fecundar y el de un niño sano y listo para nacer. Y también lo es meter en el mismo bolsillo el aborto de un bebé defectuoso, que de superar el parto llevaría una existencia dolorosa y la haría igualmente dolorosa a sus padres. Es civilizado, para los que no tenemos prejuicios religiosos, propiciar el aborto de un niño fruto de una violación. Pensamos que es un irrespeto grave contra la dignidad de la mujer que ha sufrido semejante vejación, y una forma de quitarle la libertad, al obligarla a dar a luz un bebé que no desea. Es, a todas luces, un acto punible: no el aborto, sino el hecho de impedirlo. El más pobre sentido común descubre estas verdades, siempre que no se tenga el cerebro troquelado por las enseñanzas morales recibidas en la niñez. Más aun, es un crimen de lesa humanidad, y se debe sancionar, el impedir un aborto que signifique el nacimiento de una criatura destinada a soportar sufrimientos insoportables.

La tortura es uno de los crímenes más horrendos, nadie lo discute. Se pregunta uno, ¿no es equivalente a una tortura obligar a una mujer a gestar y criar a un niño con epidermolisis, siempre en carne viva, o con el síndrome de Lesch-Nyhan, lleno de heridas autoinfligidas, situación que le pone los pelos de punta al más fuerte? ¿Se concibe una tortura mayor que la que deben padecer padres e hijo en tan aterradora situación? ¿Dónde están los sentimientos humanitarios de los que se oponen al aborto a tiempo? O, ¿será que la moral de ellos está reñida con la sensibilidad más primitiva? ¿No está al mismo nivel de un torturador aquel que obliga a la madre a dar a luz criaturas con defectos insufribles, cuando son evitables? ¿No es un monstruo aquel ciudadano que se oponga al aborto en estos casos? El código penal está por reformar.

Anotemos, para terminar, que la moral en este planeta les concierne a los humanos, y sus normas deben ser decididas por mutuo consenso. Como esto es imposible, se hacen convenios locales. Así funcionan las normas del código penal. Y las normas éticas se deben fundamentar en la moral que traemos escrita en el genoma, para sobre ella superponer reglas que consideramos razonables y justas. Aquellos que no tenemos el lastre de poseer una religión, decidimos nuestra vida moral por principios racionales, sencillos, dentro de los cuales el “fin muchas veces sí justifica los medios”. Aceptamos que una conducta no debe causar sufrimiento al prójimo, y que una acción que no cause daño a alguien externo a nosotros es asunto personal llevarla a cabo o no. Así mismo, sentimos el deber de propiciar aquellas acciones que disminuyen el sufrimiento del prójimo, como la eutanasia y el aborto en condiciones excepcionales. Amén.


Para terminar, dejo una imagen REAL del desarrollo embrionario, sacada de un libro de embriología.

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