En estos tiempos de crisis política (momento decisivo), es importante hacer una descripción de lo que son capaces de hacer ésta "oposición" cuando gobiernan.
HACE 4 AÑOS EL PERIODISTA WILLIAM CASTILLO B. ESCRIBIA
Ahora que Néstor Kirchner acaba de cancelar de un plumazo los 9 mil 500 millones de dólares de la deuda de Argentina con el FMI, y cuando el aparato mediático que controla la opinión pública mundial, ha iniciado una campaña contra el presidente argentino (incluyendo el verbo de Vargas Llosa, siempre presto a las causas de los poderosos), quizá resulte interesante recordar la historia de las turbulentas relaciones de la nación de Borges y Evita, con una de las más poderosas bucrocracias globales, la misma que Joseph Stiglitz llamara “símbolo sin rostro del orden económico mundial”.
En primer lugar, habría que recordar que Argentina no fue invitada a la fiesta de Breton Woods, en 1944, cuando se crearon el FMI y el Banco Mundial, debido sobre todo a su sospechosa “neutralidad” durante la II Guerra Mundial. En 1956, la nación austral ingresó al FMI, y desde entonces ha celebrado no menos de 20 acuerdos de financiamiento de diversas modalidades, algunos de varios años de duración. Gobiernos civiles y militares, sin excepción, recurrieron a sus préstamos para resolver crisis “transitorias”, problemas de balanza de pagos, o para fortalecer las reservas internacionales. Cuando se hablaba de la deuda argentina, el acuerdo con el Fondo llegó a ser prácticamente un asunto de rutina, como quien dice fútbol, y no puede dejar de mencionar al eterno zurdo del Boca Juniors.
Hasta el año 2003, transcurridas cinco décadas de su ingreso, Argentina todavía no levantaba cabeza. La receta fondomonetarista sólo había contribuido a arruinar más el país, llevándose por delante a ministros de economía y presidentes, fuesen éstos milicos, radicales o peronistas. En un país que fue el orgullo industrial de principios de siglo en América Latina, su herencia a los argentinos es la de una pobreza cercana al 50%, períodos de inflación –como en 1989- de hasta 3 mil por ciento anual, y la liquidación de los principales activos del Estado.
Las razones fueron siempre diferentes y los resultados siempre los mismos. En 1957 Argentina firmó un acuerdo con el FMI “para estimular una mayor libertad económica”; igual hizo en 1958 para sostener un plan antiinflacionario; en 1959 para apoyar la balanza de pagos; y en los años 60, 61 y 62 para aumentar las reservas internacionales.
En 1963, el presidente Arturo Illia recurrió al Fondo para contener la inflación. Lo mismo hicieron los militares que lo tumbaron tres años después. La administración peronista, que criticaba la permanencia argentina en el FMI, en 1974 canceló sus obligaciones anticipadamente, algo similar a lo que ha hecho ahora Kirchner. Dos años después, la dictadura de Videla, que derrocó a los peronistas, firmó un acuerdo para sostener el “plan de estabilización”, osea, para liberar los precios y congelar los salarios. Hasta 1980, mientras 17 mil argentinos desaparecían de la faz de la tierra, los bancos comerciales sustituyeron al Fondo como fuente de dinero fresco. En 1981 la deuda externa superaba los 40 mil millones de dólares, pero los mismos banqueros que prestaban el dinero se lo llevaban a través de sus negocios y asociados. La fuga de capitales acabó con las reservas internacionales y el país entro en una virtual cesación de pagos. Humillada y exhausta, luego de la Guerra de Las Malvinas, Argentina nuevamente tocó la puerta del FMI.
Para entonces, el país se había convertido un laboratorio ideal para probar toda suerte de fórmulas macroeconómicas. En 1982, los bancos privados exigieron que se acordara un “programa de ajuste”, que básicamente consistía en despidos laborales, aumento de impuestos, incremento de tarifas de servicios públicos, y reducción del gasto social. Ese mismo año, el FMI concedió dos préstamos, con la promesa de que la receta conduciría a reducir la inflación, bajar el desempleo y mejorar el sector externo. Nada de eso sucedió. Eran los tiempos de la espiral inflacionaria en que los precios en los automercados se voceaban con parlantes porque cambiaban cada hora.
De regreso a la democracia, Argentina trató de limitar los pagos de la deuda a los recursos disponibles, pero los bancos exigieron la firma de un otro acuerdo (stand-by) con el FMI, y en diciembre de 1984, se aprobó un préstamo incluyendo las trajinadas condiciones de ajuste. Si querés plata, apretáte el cinturón, advertía el Fondo.
La influencia del FMI fue tal que condicionó incluso la soberanía política. El Plan Austral de Alfonsín se negoció con el FMI previo a su lanzamiento, en 1985. Dos años más tarde, se firmó otro acuerdo para controlar la inflación y mejorar la balanza de pagos. Pero, como en los casos anteriores, las metas no se alcanzaron, y en 1988 Argentina estaba en moratoria técnica. A pesar de obtener financiamiento del Banco Mundial para profundizar la apertura y sostener el Plan Primavera hasta las elecciones de 1989, Washington cortó de pronto el flujo financiero, desencadenando una serie de devaluaciones y aumentos de precios que llevaron otra vez a la hiperinflación.
En los años 90, al influjo de la globalización, Argentina intensificó sus amores con el FMI (en los 20 años previos a 2003 el país recibió no menos de 30 mil millones de dólares en distintos préstamos y renegociaciones). En 1991, en el marco del Plan Brady, Carlos Menem hizo aprobar la Ley de Convertibilidad, la famosa “caja de conversión” de Domingo Cavallo, respaldado por un acuerdo (derechos de giro) con el FMI; Argentina obtuvo también un convenimiento (llamado de “facilidades extendidas”) entre 1992 y 1995 mientras se tomaba la medicina menemista. Mientras tanto, se desató la fiebre de la privatización que acabó con las aerolíneas, las empresas de energía y gas, de transporte marítimo y terrestre, en fin, todo lo que oliera a Estado. Menem entregó a las fuerzas del mercado a más de 400 empresas públicas, bajo el aplauso del FMI y el regocijo de la comunidad financiera internacional.
En 1998 y 2000 se aprobaron nuevos acuerdos, agregando el compromiso de la flexibilización laboral y el mejoramiento de la competitividad que mantuvo el desempleo histórico en dos dígitos largos. En mayo de 2001, el FMI bendijo el megacanje de 29 mil millones dólares de títulos de la deuda externa argentina, por papeles a más largo plazo, que no hizo más que aumentar la deuda del país en otros 40 mil millones de dólares. A cambio de autorizar el canje, el Fondo exigió poder meter sus narices en las cuentas públicas, a través de un informe diario que producía el Ministerio de Economía. Pero otra vez el plan fracasó, y tras la brutal salida de capitales, poco después Cavallo imponía el “corralito financiero” que dejó secuestrados en los bancos los ahorros de los ciudadanos. Eso terminó con la paciencia de los argentinos y en diciembre de 2001, la indignación popular y las revueltas callejeras echaron al presidente De la Rúa, que pretendía seguir en el poder haciendo nada. Su sucesor Rodríguez Saa se encargó de que los bancos licuaran sus deudas y salieran ilesos de la crisis, mientras miles de argentinos vieron cómo, en cuestión de días, se esfumaba el esfuerzo de toda su vida. El 57,5% de los ciudadanos vivía entonces en situación pobreza y 25% en indigencia, pero el FMI no lloró por ti, Argentina.
Tras cincuenta años de préstamos, recetas y modelos, en nada ha contribuido el FMI a generar crecimiento sostenido, ni a mejorar el bienestar de la población argentina, tal como era el mandato de Breton Woods. Por el contrario, los países industrializados, donde viven los acreedores, los tecno burócratas y otros sacerdotes del mercado, no se someten nunca a dichas recetas ni toman préstamos del Fondo desde los años 80. Como ha dicho Stiglitz, sobre el colapso económico del año 2001, alimentado por la religión fondomonetarista, lo raro no es que los ciudadanos argentinos se amotinaran, sino que sufrieran en silencio durante tanto tiempo.
Ya era hora de sacarse el clavo.
HACE 4 AÑOS EL PERIODISTA WILLIAM CASTILLO B. ESCRIBIA
Ahora que Néstor Kirchner acaba de cancelar de un plumazo los 9 mil 500 millones de dólares de la deuda de Argentina con el FMI, y cuando el aparato mediático que controla la opinión pública mundial, ha iniciado una campaña contra el presidente argentino (incluyendo el verbo de Vargas Llosa, siempre presto a las causas de los poderosos), quizá resulte interesante recordar la historia de las turbulentas relaciones de la nación de Borges y Evita, con una de las más poderosas bucrocracias globales, la misma que Joseph Stiglitz llamara “símbolo sin rostro del orden económico mundial”.
En primer lugar, habría que recordar que Argentina no fue invitada a la fiesta de Breton Woods, en 1944, cuando se crearon el FMI y el Banco Mundial, debido sobre todo a su sospechosa “neutralidad” durante la II Guerra Mundial. En 1956, la nación austral ingresó al FMI, y desde entonces ha celebrado no menos de 20 acuerdos de financiamiento de diversas modalidades, algunos de varios años de duración. Gobiernos civiles y militares, sin excepción, recurrieron a sus préstamos para resolver crisis “transitorias”, problemas de balanza de pagos, o para fortalecer las reservas internacionales. Cuando se hablaba de la deuda argentina, el acuerdo con el Fondo llegó a ser prácticamente un asunto de rutina, como quien dice fútbol, y no puede dejar de mencionar al eterno zurdo del Boca Juniors.
Hasta el año 2003, transcurridas cinco décadas de su ingreso, Argentina todavía no levantaba cabeza. La receta fondomonetarista sólo había contribuido a arruinar más el país, llevándose por delante a ministros de economía y presidentes, fuesen éstos milicos, radicales o peronistas. En un país que fue el orgullo industrial de principios de siglo en América Latina, su herencia a los argentinos es la de una pobreza cercana al 50%, períodos de inflación –como en 1989- de hasta 3 mil por ciento anual, y la liquidación de los principales activos del Estado.
Las razones fueron siempre diferentes y los resultados siempre los mismos. En 1957 Argentina firmó un acuerdo con el FMI “para estimular una mayor libertad económica”; igual hizo en 1958 para sostener un plan antiinflacionario; en 1959 para apoyar la balanza de pagos; y en los años 60, 61 y 62 para aumentar las reservas internacionales.
En 1963, el presidente Arturo Illia recurrió al Fondo para contener la inflación. Lo mismo hicieron los militares que lo tumbaron tres años después. La administración peronista, que criticaba la permanencia argentina en el FMI, en 1974 canceló sus obligaciones anticipadamente, algo similar a lo que ha hecho ahora Kirchner. Dos años después, la dictadura de Videla, que derrocó a los peronistas, firmó un acuerdo para sostener el “plan de estabilización”, osea, para liberar los precios y congelar los salarios. Hasta 1980, mientras 17 mil argentinos desaparecían de la faz de la tierra, los bancos comerciales sustituyeron al Fondo como fuente de dinero fresco. En 1981 la deuda externa superaba los 40 mil millones de dólares, pero los mismos banqueros que prestaban el dinero se lo llevaban a través de sus negocios y asociados. La fuga de capitales acabó con las reservas internacionales y el país entro en una virtual cesación de pagos. Humillada y exhausta, luego de la Guerra de Las Malvinas, Argentina nuevamente tocó la puerta del FMI.
Para entonces, el país se había convertido un laboratorio ideal para probar toda suerte de fórmulas macroeconómicas. En 1982, los bancos privados exigieron que se acordara un “programa de ajuste”, que básicamente consistía en despidos laborales, aumento de impuestos, incremento de tarifas de servicios públicos, y reducción del gasto social. Ese mismo año, el FMI concedió dos préstamos, con la promesa de que la receta conduciría a reducir la inflación, bajar el desempleo y mejorar el sector externo. Nada de eso sucedió. Eran los tiempos de la espiral inflacionaria en que los precios en los automercados se voceaban con parlantes porque cambiaban cada hora.
De regreso a la democracia, Argentina trató de limitar los pagos de la deuda a los recursos disponibles, pero los bancos exigieron la firma de un otro acuerdo (stand-by) con el FMI, y en diciembre de 1984, se aprobó un préstamo incluyendo las trajinadas condiciones de ajuste. Si querés plata, apretáte el cinturón, advertía el Fondo.
La influencia del FMI fue tal que condicionó incluso la soberanía política. El Plan Austral de Alfonsín se negoció con el FMI previo a su lanzamiento, en 1985. Dos años más tarde, se firmó otro acuerdo para controlar la inflación y mejorar la balanza de pagos. Pero, como en los casos anteriores, las metas no se alcanzaron, y en 1988 Argentina estaba en moratoria técnica. A pesar de obtener financiamiento del Banco Mundial para profundizar la apertura y sostener el Plan Primavera hasta las elecciones de 1989, Washington cortó de pronto el flujo financiero, desencadenando una serie de devaluaciones y aumentos de precios que llevaron otra vez a la hiperinflación.
En los años 90, al influjo de la globalización, Argentina intensificó sus amores con el FMI (en los 20 años previos a 2003 el país recibió no menos de 30 mil millones de dólares en distintos préstamos y renegociaciones). En 1991, en el marco del Plan Brady, Carlos Menem hizo aprobar la Ley de Convertibilidad, la famosa “caja de conversión” de Domingo Cavallo, respaldado por un acuerdo (derechos de giro) con el FMI; Argentina obtuvo también un convenimiento (llamado de “facilidades extendidas”) entre 1992 y 1995 mientras se tomaba la medicina menemista. Mientras tanto, se desató la fiebre de la privatización que acabó con las aerolíneas, las empresas de energía y gas, de transporte marítimo y terrestre, en fin, todo lo que oliera a Estado. Menem entregó a las fuerzas del mercado a más de 400 empresas públicas, bajo el aplauso del FMI y el regocijo de la comunidad financiera internacional.
En 1998 y 2000 se aprobaron nuevos acuerdos, agregando el compromiso de la flexibilización laboral y el mejoramiento de la competitividad que mantuvo el desempleo histórico en dos dígitos largos. En mayo de 2001, el FMI bendijo el megacanje de 29 mil millones dólares de títulos de la deuda externa argentina, por papeles a más largo plazo, que no hizo más que aumentar la deuda del país en otros 40 mil millones de dólares. A cambio de autorizar el canje, el Fondo exigió poder meter sus narices en las cuentas públicas, a través de un informe diario que producía el Ministerio de Economía. Pero otra vez el plan fracasó, y tras la brutal salida de capitales, poco después Cavallo imponía el “corralito financiero” que dejó secuestrados en los bancos los ahorros de los ciudadanos. Eso terminó con la paciencia de los argentinos y en diciembre de 2001, la indignación popular y las revueltas callejeras echaron al presidente De la Rúa, que pretendía seguir en el poder haciendo nada. Su sucesor Rodríguez Saa se encargó de que los bancos licuaran sus deudas y salieran ilesos de la crisis, mientras miles de argentinos vieron cómo, en cuestión de días, se esfumaba el esfuerzo de toda su vida. El 57,5% de los ciudadanos vivía entonces en situación pobreza y 25% en indigencia, pero el FMI no lloró por ti, Argentina.
Tras cincuenta años de préstamos, recetas y modelos, en nada ha contribuido el FMI a generar crecimiento sostenido, ni a mejorar el bienestar de la población argentina, tal como era el mandato de Breton Woods. Por el contrario, los países industrializados, donde viven los acreedores, los tecno burócratas y otros sacerdotes del mercado, no se someten nunca a dichas recetas ni toman préstamos del Fondo desde los años 80. Como ha dicho Stiglitz, sobre el colapso económico del año 2001, alimentado por la religión fondomonetarista, lo raro no es que los ciudadanos argentinos se amotinaran, sino que sufrieran en silencio durante tanto tiempo.
Ya era hora de sacarse el clavo.
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