Nueve limousines negras volaban hacia el aeropuerto de Budapest. De la primera, que lucía el escudo de la Embajada rumana, descendió el garboso Paul Niculescu-Mizil, que presidiera la delegación de su país a la Conferencia de Partidos Comunistas, y de la segunda el diplomático húngaro Zoltan Komocsin, rodeado por ceñudos ayudantes y soñolientos agentes de seguridad. Penetraron en un salón de espera muellemente alfombrado, con una mesa de nogal en el centro, y en ella tazas de café, botellas de coñac, champaña y vino. El rumano y el húngaro levantaron sus copas en un brindis de despedida: poco después, un Antonov-24 desprendía la escalerilla y se hundía en la pálida madrugada.
Atrás quedaban las vacilaciones de un encuentro cuidadosamente planeado para devolver cierta apariencia de unidad al movimiento comunista mundial. Los representantes de 67 partidos se congregaron el 27 de febrero en el hotel Gellert, de Budapest, por primera vez desde 1960, cuando rusos y chinos convinieron una tregua que luego se reveló infructuosa. Esta vez se trataba de una reunión preliminar; la definitiva se celebraría a fin de año. China, Vietnam del Norte, Albania, Yugoslavia, Cuba, no asistieron, así como los partidos de ciertos países no gobernados por comunistas. Otros aceptaron la invitación con el compromiso de que no se atacaría a los ausentes y que nadie quedaba excluido de antemano. Pero a la hora de exigir el cumplimiento de ese compromiso, Rumania se halló sola.
Jefe de la delegación soviética, el ideólogo Mijail Suslov. símbolo desvaído de la "vieja guardia" del Kremlin, lanzó una áspera diatriba contra la herejía maoísta. Y todas las delegaciones —incluida la italiana, que había insinuado su deseo de trabajar por relaciones normales con el Partido chino— repitieron, una tras otra, la arenga de Suslov, sugiriendo, además, que el próximo cónclave se lleve a cabo en Moscú, una humillación adicional que nunca aceptarían los chinos. Aún más ominosamente (a los ojos de los rumanos), Erich Honeeker, de la R. D. Alemana, anatematizó a sus colegas con el viejo argumento de que la lealtad a la URSS es "un criterio decisivo para la adscripción de cada partido al verdadero marxismo-leninismo".
Pero la gota que hizo rebosar el vaso fue la actitud del líder sirio Khaled Bagdache. quien, a propósito de la situación en el Medio Oriente, atacó la política independiente del Gobierno rumano, único, en todo el mundo comunista, que mantiene relaciones con Israel. Inmediatamente Niculescu-Mizil se abalanzó sobre el micrófono: exigió que Bagdache retirase sus términos y pidiese excusas por haberse alejado de las normas de conducta convenidas. Los otros delegados se interpusieron; el sirio convino en borrar del registro su testimonio; pero aquella noche el delegado rumano recibió un telefonazo de su jefe, el Presidente Nicolae Ceaucescu: "La retractación siria no es suficiente". Debía pedir que la reunión se disociara formalmente de esos agravios y prometiera que, en lo sucesivo, no se criticaría a ningún otro partido. "No se trata de lo que dijo Bagdache —explicó en privado un diplomático rumano—; es cuestión de principios: nosotros no juzgamos a otros y no podemos admitir que nadie lo haga." Durante seis horas, en vano, una ristra de disciplinados oradores trató de coaccionar a Niculescu-Mizil.
Por fin, durante diez tensos e históricos minutos, explicó la posición rumana, reunió sus papeles y se marchó.
Es evidente que el furor de Bucarest tiene causas más hondas que el discurso sirio. Ceaucescu no aceptó participar sino con ostensible renuencia; adivinaba que los rusos intentarían forzar otro encuentro con el deliberado propósito de aislar a China; sin duda, quiso averiguar hasta dónde los pujos de independencia son reales en otros partidos que, al menos de palabra, adhieren a la tesis del "policentrismo", expuesta por Palmiro Togliatti en el testamento político que borroneó durante su larga agonía en Yalta. No son reales: la delegación italiana apenas si osó proponer que las sesiones fueran públicas, maniobra que Suslov rechazó por medio de su fiel mayoría. En realidad, los rusos se la habían asegurado mucho antes de llegar a Budapest.
"Esperábamos un intercambio de ideas —protestó la prensa rumana—. No hubo tal cosa. Los sucesivos oradores anunciaban simplemente el momento y el lugar de la nueva reunión. Nuestras peores sospechas se confirmaron."
Salta a la vista, sin embargo, que Rumania, al salir en defensa de los ausentes, no adopta en modo alguno las tesis capitales de la política china. Si a algún Gobierno le cabe el mote de "revisionista" es al de Ceaucescu, cuyos contactos con el Mariscal Tito han alcanzado una perfecta intimidad; sí alguno practica la coexistencia hasta los límites del alarde, es el que mantiene su Embajador en Tel Aviv, trata directamente con Bonn y obtiene el apoyo norteamericano para adjudicarse la presidencia de la Asamblea General de la UN. La única coincidencia entre rumanos y chinos es su abierto repudio a las pretensiones rusas de administrar la verdad comunista.
De Marx a Ceaucescu
Alemán impenitente, por su formación y por su espíritu, Carlos Marx se consideraba un verdadero ciudadano, del mundo; en 1845, a la edad de 27 años, renunció a su ciudadanía prusiana y fue hasta su muerte un apatrida; no asignaba mayor importancia al factor nacional. Para él, "las particularidades y contrastes nacionales de los pueblos se borran de más en más, a medida que prosperan la burguesía, la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad de la producción industrial y las condiciones de vida que resultan de ella. Las limitaciones y particularismos nacionales —añadía en el Manifiesto comunista— se tornan imposibles, y las diversas literaturas nacionales y locales engendran una literatura universal", De todas maneras —indicaba en La ideología alemana— "la gran industria creó una clase cuyos intereses son los mismos en todas las naciones; ella no tiene nacionalidad; es una clase que realmente se liberó del mundo antiguo".
En dos guerras mundiales, esa clase, el proletariado, se dividió según el pabellón que flotaba sobre sus cabezas, en vez de "volver las armas" —como le proponía Lenin, amparado en la neutralidad suiza— contra las respectivas burguesías. Lenin mismo, después de destruir el Imperio zarista y crear un Estado multinacional que ni siquiera lleva el nombre de país alguno, que no era sino la "patria del proletariado", se puso al servicio de los intereses históricos de la Santa Rusia, y bajo Stalin se hizo evidente que el comunismo no era sino la forma específica del nacionalismo ruso. Yugoslavia en 1948, China en la década siguiente, Rumania ahora, siguen el mismo camino; los demás Estados comunistas aún conservan el antifaz.
La monarquía austrohúngara, que aglutinaba la Europa central, se derrumbó en 1918, al cálido soplo de la pasión nacionalista; fue reemplazada, después de la Segunda Guerra Mundial, por la argamasa soviética; hoy esa argamasa se cae en pedazos. La patria del socialismo se esfuma, detrás del socialismo de las patrias, diría de Gaulle.
Curiosamente, este fenómeno, que surgió como protesta contra la dominación soviética, deja a los rusos una salida: nadie sino ellos puede arbitrar los problemas regionales en el Centro y el Este europeos.
Esta inquietud debió de aletear en el espíritu de Niculescu-Mizil y de su colega húngaro, la semana pasada, mientras las nueve limousines volaban hacia el aeropuerto. Rumania, que en 1945 hubo de ceder a los rusos Besarabia y Bucovina, obtuvo sin embargo, a costa de Hungría, el territorio de Transilvania, aún hoy habitado por una impermeable minoría magiar. El 16 de febrero último, en un discurso de Ceaucescu sobre "el desarrollo multiforme de nuestra patria", los observadores extractaron una alusión a "las naciones cohabitantes" de Rumania; elogió particularmente a los húngaros, que tendrían merecidos sus derechos culturales y religiosos. El voluntarioso estadista de 48 años sabe que su constante rebeldía frente a Moscú lo expone al peligro de un "irredentismo" húngaro. Los rusos, para deshacerse de él, pueden sugerir a Janos Kadar, el hombre fuerte de Budapest, que no verían con malos ojos algunas discretas incitaciones al medio millón de húngaros que han quedado detrás de la frontera.
Es apenas una perspectiva. Los húngaros de la madre patria, sabiamente, abrevan su orgullo nacional en un pasado remoto, que no les trae complicaciones con ninguno de sus vecinos. En cuanto al futuro, sueñan con la dicha individual antes que con magnas empresas colectivas. Aunque la reforma en curso ha deteriorado seriamente el nivel de vida —un precio al que se ha resignado Kadar, para modernizar la economía y elevar la productividad—, los campesinos abandonan sus míseros tugurios de la planicie de Alfold e invaden las ciudades en pos de sus ideales burgueses. Cuando se sientan, rígidos y dignos en la terraza del café
Hungaria, que fue el lugar de cita predilecto de la vieja élite, y dan su primera orden al camarero, pasan automáticamente de una condición a otra, su vida cambia para siempre. Este contraste entre el flamante hedonismo magiar y el recio esfuerzo constructivo de la latina Rumania es la impresión más extraña que recibe el viajero a orillas del Danubio. Sí el Kremlin porfíase en invertir los papeles, encontraría doble resistencia.
Su malhumor, con todo, puede manifestarse por medio de sanciones económicas. Los rumanos las soportan hace tiempo. Excluidos de los beneficios del Oleoducto de la Amistad (que conduce petróleo ruso hasta el corazón de Europa, a través de Polonia y Hungría, Checoslovaquia y Alemania Oriental), reacios a las directivas del Comecon (una especie de Mercado Común de los países comunistas), no han vacilado en planificar por su cuenta un vertiginoso desarrollo integral, con meta en ocho millones de toneladas de acero para 1970, asociarse a Yugoslavia en la erección de la gigantesca central hidroeléctrica de las Puertas de Hierro y volcar más de la mitad de su comercio exterior hacia los países capitalistas.
En todo caso, su actitud no disuadirá a la URSS de celebrar en diciembre de 1968 ese Concilio antichino que estima necesario para revalidar sus títulos como "patria del proletariado", Pero muchos de los delegados que le acordaron su voto en Budapest se verán obligados a rendir cuentas al volver a su país, y no es improbable que algunos de ellos falten a la nueva cita.
A fines de semana se creyó que Rumania sería la piedra del escándalo en la conferencia política del Pacto de Varsovia, que se celebra en Sofía. Leonid Breznev, Secretario General del PC ruso, esperaba que se adoptasen "sanciones ejemplares" contra el incómodo aliado. Pero sus planes fueron trastornados por una noticia que cayó sobre la mesa de la conferencia como una bomba: el general Jan Sejna, 40 años, presidente del Comité partidario del Ejército checoslovaco, huyó a los Estados Unidos con todos los secretos de la organización militar del Pacto de Varsovia. La conferencia se clausuró abruptamente el viernes.
PRIMERA PLANA
12 de marzo de 1968
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