*Ricadro Forster
“El cronista que narra los acontecimientos sin hacer distingos entre los grandes y los pequeños, da cuenta de una verdad, a saber, que para la historia nada de lo que una vez aconteció ha de darse por perdido. Claro que sólo a una humanidad redimida pertenece su pasado de una manera plena. Esto quiere decir que el pasado sólo se hace citable, en todos y cada uno de sus momentos, a la humanidad redimida.” Walter Benjamin
La historia, su interpretación, lo sabemos, no permanece igual a sí misma. Nada más lejos de ella que convertirse en una pieza de museo que nos devuelve siempre una imagen acabada y perfecta. Es por eso que cada generación ejerce sobre el pasado una acción transformadora que se asocia directamente con sus inquietudes, sus prejuicios, su capacidad de recuerdo y, también, sus mecanismos de olvido y selección. Nunca nos enfrentamos de la misma manera con aquellos acontecimientos que dejaron sus marcas en el itinerario de un pueblo. Los giros y los cambios, a veces dramáticos, otros menos visibles, van dejando sus huellas y van orientando el diálogo siempre inconcluso que se establece entre el presente y el pasado. Sabemos, también, que la historia es un ámbito de querellas y litigios y que el modo a través del cual se la presenta define las condiciones de una época y su modo de apropiarse simbólicamente de lo citado. Es por eso que la cita de Walter Benjamin hace referencia a que no da lo mismo si ese pasado es convocado por una generación tocada nuevamente por la cuestión de la igualdad y la emancipación a si es el resultado de la retórica de la dominación, esa que ha ejercido sin piedad la represión sobre la memoria de los débiles y derrotados.
Tratemos de imaginar que el 25 de mayo de 1810 no aconteció en esa fecha sino que, por un instante de ficción y fantasía, ocurrió, por ejemplo, en mayo 1795. Trasladémonos, ahora también con la imaginación, a la Argentina de 1995 y tratemos de proyectar qué tipo de Bicentenario, qué lenguajes y qué interpretaciones hubieran estado a la orden del día en aquella década atravesada de lado a lado por el neoliberalismo, las relaciones carnales, el consumismo desenfrenado y el deseo de saltar el océano para convertirnos en un país del primer mundo. En esa Argentina del menemismo, de la tinellización de la política y del dominio del kitsch sobre las retóricas del espectáculo, seguramente nos hubiéramos encontrado con un paseo del Bicentenario diseñado como si fuera un enorme shopping center y los invitados de honor no hubieran sido los presidentes sudamericanos sino, seguramente, Ronald Reagan y Bush padre (tal vez Clinton, para no ser descorteses, también hubiera sido de la partida e, incluso, hasta la propia Margaret Thatcher). O, tal vez, no se hubiera hecho el desfile a lo largo de la 9 de Julio, ni se hubieran proyectado sobre el Cabildo las escenas relevantes de nuestra historia, sino que se hubiera buscado esa zona de la ciudad, Puerto Madero, expresión del nuevo paradigma urbano de la ciudad privatizada, como ámbito ideal en el que desplegar la estética del menemismo y su idiosincrásica visión del pasado nacional; ese con el que seguramente se hubieran sentido muy a gusto muchos de los que compartieron la reinauguración del Colón junto con un hijo dilecto de aquella época y actual jefe de gobierno de una ciudad que, de un modo insólito para las histerias amarillistas de los cultores del miedo y de la inseguridad, vio de qué modo del Obelisco hacia el sur una multitud se movió libre y festivamente.
Lo público, ámbito de lo despreciado durante esos años, hubiera quedado al margen al mismo tiempo que desde los medios de comunicación privados, como se hizo en el Colón de la inauguración macrista, se hubiera colonizado la totalidad de la cobertura. El Te Deum, por supuesto, hubiera tenido lugar en la catedral metropolitana y desde el púlpito se hubiera llamado, una vez más, a la reconciliación nacional y a cubrir con un piadoso manto de olvido los crímenes de la dictadura. Sujetados por las leyes de la impunidad y maniatados por el indulto a los genocidas, el relato de nuestra historia hubiera prescindido de tan horribles recuerdos para devolvernos la imagen de un país de todos, de militares y civiles, de videlistas y antividelistas (así lo quiere y lo expresó no hace mucho Eduardo Duhalde que, como es sabido, eligió no estar en el país cuando se festejó el verdadero 25 de mayo de 1810). Una Argentina degradada, sin memoria y reconvertida en alumna dilecta del FMI no hubiera festejado de otro modo el Bicentenario que haciendo gala de amnesia histórica y de farandulismo mediático. Como decía Nicolás Casullo, el menemismo, siendo como fue el prostíbulo de las ideas, hubiera estado a la altura de esa calificación, hubiera impulsado un relato invisibilizador del pasado y hubiera convertido en palabras vacías y rapiñadas aquellas que fueron pronunciadas en los días de mayo. Por esas cosas del giro de las épocas nos tocó festejarlo en una Argentina muy diferente que si bien no ha terminado de resolver sus cuestiones más acuciantes, y está lejos, muy lejos, de haber alcanzado esa redención de la que nos hablaba Benjamin, sí ha entrado en otra etapa de su historia y ha comenzado a remover la pesada y brutal herencia de la década menemista, una herencia que comprometía no sólo el presente sino también la memoria de nuestra sociedad.
Se escucha mucho, en estos días posteriores a los multitudinarios festejos, decir que todo fue una enorme casualidad y que poco o nada tuvo que ver esa afluencia masiva, inesperada por su composición, su fervor, su serenidad, su alegría y su madurez, con lo que viene aconteciendo en el país. Nada tuvo que ver lo inaugurado otro 25 de mayo pero de 2003, nada tuvieron que ver medidas clave como la reestatización del sistema jubilatorio, la recuperación del trabajo, de las paritarias, la asignación universal y la ley de medios; tampoco tuvieron ninguna influencia la política de derechos humanos, los juicios a los genocidas habilitados por la derogación de las leyes de impunidad, la reconstrucción paciente y sistemática de los vínculos con los países hermanos de América latina afirmando el destino regional de la Argentina y abandonando radical y terminantemente los devaneos primermundistas y las relaciones carnales de vasallaje con el imperio. Como si hubiera surgido de un repollo se quiere reducir al acontecimiento formidable de millones de compatriotas caminando libremente por una ciudad que fue libre durante cuatro días, participando activa y reflexivamente de desfiles y desafíos artísticos extraordinarios, a un acto de “la gente” que buscó diferenciarse del gobierno y de la política apropiándose del Bicentenario y dirigiéndolo en una dirección alejada de esa historia previa que, de un modo muy fuerte y decisivo, viene cambiando la vida, la cultura, la economía y la política del país.
Incluso escuchamos las palabras delirantes de una connotada política de la oposición que, ante el hecho consumado de la movilización de masas más importante de las últimas décadas y tal vez de la historia, una movilización que atravesó a distintos sectores sociales, sólo atinó a lucubrar la extraña idea de que los pueblos, cuando atraviesan tiempos de crisis, salen masivamente a festejar. Delirios de quienes han querido ver otra Argentina y que, en complicidad con los medios de comunicación hegemónicos, han construido un país virtual y ficticio, un país de la desagregación, de la violencia y de la crispación. Un país, claro, que no estuvo durante las jornadas luminosas del Bicentenario (o que tal vez haya estado bien protegido y muy selecto entre las paredes del Teatro Colón). Con la contundencia de los hechos, con la potencia de los acontecimientos populares, un relato mentiroso y monocorde se quebró en mil pedazos ofreciendo lo que se ocultaba detrás de tanta retórica gastada y obsecuente con los poderosos de siempre.
Muchas cosas han sucedido en estos últimos años, mucha agua ha pasado bajo el puente de una sociedad que atravesó tiempos oscuros y de profunda decadencia; de un país que se había olvidado de sí mismo y que arrojaba a sus hijos a la intemperie o que gozosamente, había hipotecado el futuro de sus hijos a cambio de la quimera primermundista, de los viajes a Miami y de la ficción del uno a uno. De amplios sectores que habían extraviado sus raíces, sus vínculos de infancia, sus afectos para soñar con escapar a cualquier parte del mundo con tal de no seguir un minuto más en esta tierra de infortunios. Frase favoritas dichas sin pudor ni rubor para referirse a “este” país o, peor todavía, aquella otra que ante cualquier dificultad nos lanzaba aquello de “qué país de mierda”. Tal vez, en estos días memorables de mayo algo de la memoria, de esos filamentos que unen lo vivido con lo deseado, lo propio con lo colectivo, la infancia con las travesías de la nación, ha rehabilitado la palabra “patria”. Pero no para referirla a su monocorde envilecimiento patrioterista y autoritario, sino para situarla nuevamente en el territorio de la infancia, de los amigos, del barrio, de la pertenencia y del arraigo; en la vivencia de lo compartido y de lo público recuperado como territorialidad de la libertad, la participación y el reconocimiento. Es en este sentido que los argentinos hemos resignificado aquel lejano mayo de 1810, lo hemos vuelto a colocar en el andarivel de los sueños de emancipación. Y es también nuestra manera de reinterpretar la historia y de hacerla citable para ese otro tiempo en el que el pasado de la esperanza, ese que se desplegó en el interior de los ideales revolucionarios de mayo, se reencuentre con las demandas y las ilusiones de un presente que vuelve a aprender lo que significan ciertos acontecimientos y lo que puede el regreso de las multitudes a las calles y las avenidas de la historia.
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