¿Se hunden los barcos hasta el fondo del mar o llega un momento en que la
presión les impide seguir bajando?
presión les impide seguir bajando?
Un objeto se hunde en el agua si es más denso que ella. La densidad del agua es de un gramo por centímetro cúbico, y las sustancias como la piedra o los metales son mucho más densos que eso. Los barcos, aunque están construidos de grandes masas de acero, flotan porque en su interior encierran grandes espacios de aire. La densidad media del acero y demás materiales de construcción más el volumen de aire dentro del barco es menor que la del agua. Si por accidente, entra agua en el barco, la densidad media de los materiales de construcción más el agua del interior es mayor que la del agua, y el barco se hunde.
A medida que se hunde, va experimentando presiones cada vez mayores. En la superficie del océano, la presión (debida a la atmósfera) es de 1.034 gramos por centímetro cuadrado de superficie. Diez metros más abajo, el peso de esa columna de agua añade otros 1.034 gramos por centímetro cuadrado a la presión, y lo mismo para cada uno de los diez metros siguientes. La presión en el fondo del lugar más profundo del océano que se conoce es de mil cien veces la presión atmosférica, lo que equivale a más de una tonelada por centímetro cuadrado. Tales presiones no tienen, sin embargo, ningún efecto sobre el empuje hacia arriba que experimenta un objeto al hundirse. La presión actúa en todas las direcciones por igual, hacia abajo, hacia arriba y lateralmente, de manera que el objeto sigue hundiéndose, sin hacer ningún caso del aumento de presión. Pero hay otro factor. La presión comprime el agua y aumenta así su densidad. ¿No podría ser que, como consecuencia de ese aumento de presión, el agua se hiciese tan densa que el objeto dejara de hundirse y quedará flotando en las profundidades del mar? ¡No! El efecto de compresión es muy pequeño. Incluso a una presión de 1 tonelada por centímetro cuadrado, la densidad del agua aumenta sólo de 1 a unos 1,05 gramos por centímetro cúbico. Un sólido que tuviera una densidad de 1,02 gramos por centímetro cúbico se hundiría, efectivamente en el agua, pero quedaría flotando a unos cinco kilómetros de profundidad. Los materiales de construcción ordinarios, sin embargo, tienen densidades muy superiores a 1,05. La densidad del aluminio es 2,7 y la del acero 7,8 gramos por centímetro cúbico. Los barcos metálicos se hundirían hasta el fondo de los abismos más profundos sin la menor posibilidad de flotar. Pero supongamos que el océano fuese más profundo aún. ¿Llegaría un momento en que una barra de aluminio por poner un ejemplo, alcanzase una profundidad máxima? La respuesta sigue siendo, ¡no! Si los océanos tuviesen una profundidad de 68 kilómetros (en lugar de unos 11 como máximo), la presión en el fondo alcanzaría unas 7 toneladas por centímetro cuadrado y la densidad del agua 1,3 gramos por centímetro cúbico. Pero para entonces el agua ya no sería líquida, sino que se convertiría en una sustancia sólida llamada “hielo VI”. (El hielo VI es más denso que el agua, mientras que el hielo I, el hielo ordinario, es menos denso.) Por consiguiente, el aluminio o cualquier otra sustancia de densidad mayor que 1,3 gramos por centímetro cúbico descenderían hasta cualquier profundidad oceánica mientras el agua siguiese siendo líquida, y en último término iría a posarse sobre una superficie sólida que podría ser el fondo marino o ese hielo VI. El agua ordinaria nunca puede hacerse suficientemente densa para hacer flotar al aluminio y mucho menos al acero.
A medida que se hunde, va experimentando presiones cada vez mayores. En la superficie del océano, la presión (debida a la atmósfera) es de 1.034 gramos por centímetro cuadrado de superficie. Diez metros más abajo, el peso de esa columna de agua añade otros 1.034 gramos por centímetro cuadrado a la presión, y lo mismo para cada uno de los diez metros siguientes. La presión en el fondo del lugar más profundo del océano que se conoce es de mil cien veces la presión atmosférica, lo que equivale a más de una tonelada por centímetro cuadrado. Tales presiones no tienen, sin embargo, ningún efecto sobre el empuje hacia arriba que experimenta un objeto al hundirse. La presión actúa en todas las direcciones por igual, hacia abajo, hacia arriba y lateralmente, de manera que el objeto sigue hundiéndose, sin hacer ningún caso del aumento de presión. Pero hay otro factor. La presión comprime el agua y aumenta así su densidad. ¿No podría ser que, como consecuencia de ese aumento de presión, el agua se hiciese tan densa que el objeto dejara de hundirse y quedará flotando en las profundidades del mar? ¡No! El efecto de compresión es muy pequeño. Incluso a una presión de 1 tonelada por centímetro cuadrado, la densidad del agua aumenta sólo de 1 a unos 1,05 gramos por centímetro cúbico. Un sólido que tuviera una densidad de 1,02 gramos por centímetro cúbico se hundiría, efectivamente en el agua, pero quedaría flotando a unos cinco kilómetros de profundidad. Los materiales de construcción ordinarios, sin embargo, tienen densidades muy superiores a 1,05. La densidad del aluminio es 2,7 y la del acero 7,8 gramos por centímetro cúbico. Los barcos metálicos se hundirían hasta el fondo de los abismos más profundos sin la menor posibilidad de flotar. Pero supongamos que el océano fuese más profundo aún. ¿Llegaría un momento en que una barra de aluminio por poner un ejemplo, alcanzase una profundidad máxima? La respuesta sigue siendo, ¡no! Si los océanos tuviesen una profundidad de 68 kilómetros (en lugar de unos 11 como máximo), la presión en el fondo alcanzaría unas 7 toneladas por centímetro cuadrado y la densidad del agua 1,3 gramos por centímetro cúbico. Pero para entonces el agua ya no sería líquida, sino que se convertiría en una sustancia sólida llamada “hielo VI”. (El hielo VI es más denso que el agua, mientras que el hielo I, el hielo ordinario, es menos denso.) Por consiguiente, el aluminio o cualquier otra sustancia de densidad mayor que 1,3 gramos por centímetro cúbico descenderían hasta cualquier profundidad oceánica mientras el agua siguiese siendo líquida, y en último término iría a posarse sobre una superficie sólida que podría ser el fondo marino o ese hielo VI. El agua ordinaria nunca puede hacerse suficientemente densa para hacer flotar al aluminio y mucho menos al acero.
¿Qué dice el teorema de Gödel? ¿Demuestra que la verdad es inalcanzable?
Desde los tiempos de Euclides, hace ya dos mil doscientos años, los matemáticos han intentado partir de ciertos enunciados llamados “axiomas” y deducir luego de ellos toda clase de conclusiones útiles. En ciertos aspectos es casi como un juego, con dos reglas. En primer lugar, los axiomas tienen que ser los menos posibles. En segundo lugar, los axiomas tienen que ser consistentes. Tiene que ser imposible deducir dos conclusiones que se contradigan mutuamente.
Cualquier libro de geometría de bachillerato comienza con un conjunto de axiomas:
• por dos puntos cualesquiera sólo se puede trazar una recta
• el total es la suma de las partes, etc.
Durante mucho tiempo se supuso que los axiomas de Euclides eran los únicos que podían constituir una geometría consistente y que por eso eran “verdaderos”. Pero en el siglo XIX se demostró que modificando de cierta manera los axiomas de Euclides se podían construir geometrías diferentes, “no euclidianas”. Cada una de estas geometrías difería de las otras, pero todas ellas eran consistentes. A partir de entonces no tenía ya sentido preguntar cuál de ellas era “verdadera”. En lugar, de ello había que preguntar cuál era útil.De hecho, son muchos los conjuntos de axiomas a partir de los cuales se podría construir un sistema matemático consistente: todos ellos distintos y todos ellos consistentes. En ninguno de esos sistemas matemáticos tendría que ser posible deducir, a partir de sus axiomas, que algo es a la vez así y no así, porque entonces las matemáticas no serían consistentes, habría que desecharlas. ¿Pero qué ocurre si establecemos un enunciado y comprobamos que no podemos demostrar que es o así o no así? Supongamos que digo: “El enunciado que estoy haciendo es falso.” ¿Es falso? Si es falso, entonces es falso que esté diciendo algo falso y tengo que estar diciendo algo verdadero. Pero si estoy diciendo algo verdadero, entonces es cierto que estoy diciendo algo falso y sería verdad que estoy diciendo algo falso. Podría estar yendo de un lado para otro indefinidamente. Es imposible demostrar que lo que he dicho es o así o no así. Supongamos que ajustamos los axiomas de la lógica a fin de eliminar la posibilidad de hacer enunciados de ese tipo. ¿Podríamos encontrar otro modo de hacer enunciados del tipo “ni así ni no así”? En 1931 el matemático austriaco Kurt Gödel presentó una demostración válida que para cualquier conjunto de axiomas siempre es posible hacer enunciados que, a partir de esos axiomas, no puede demostrarse ni que son así ni que no son así. En ese sentido, es imposible elaborar jamás un conjunto de axiomas a partir de los cuales se pueda deducir un sistema matemático completo. ¿Quiere decir esto que nunca podremos encontrar la “verdad”? ¡Ni hablar! Primero: el que un sistema matemático no sea completo no quiere decir que lo que contiene sea “falso”. El sistema puede seguir siendo muy útil, siempre que no intentemos utilizarlo más allá de sus límites. Segundo: el teorema de Gödel sólo se aplica a sistemas deductivos del tipo que se utiliza en matemáticas. Pero la deducción no es el único modo de descubrir la “verdad”. No hay axiomas que nos permitan deducir las dimensiones del sistema solar. Estas últimas fueron obtenidas mediante observaciones y medidas, otro camino hacia la “verdad”.
Cualquier libro de geometría de bachillerato comienza con un conjunto de axiomas:
• por dos puntos cualesquiera sólo se puede trazar una recta
• el total es la suma de las partes, etc.
Durante mucho tiempo se supuso que los axiomas de Euclides eran los únicos que podían constituir una geometría consistente y que por eso eran “verdaderos”. Pero en el siglo XIX se demostró que modificando de cierta manera los axiomas de Euclides se podían construir geometrías diferentes, “no euclidianas”. Cada una de estas geometrías difería de las otras, pero todas ellas eran consistentes. A partir de entonces no tenía ya sentido preguntar cuál de ellas era “verdadera”. En lugar, de ello había que preguntar cuál era útil.De hecho, son muchos los conjuntos de axiomas a partir de los cuales se podría construir un sistema matemático consistente: todos ellos distintos y todos ellos consistentes. En ninguno de esos sistemas matemáticos tendría que ser posible deducir, a partir de sus axiomas, que algo es a la vez así y no así, porque entonces las matemáticas no serían consistentes, habría que desecharlas. ¿Pero qué ocurre si establecemos un enunciado y comprobamos que no podemos demostrar que es o así o no así? Supongamos que digo: “El enunciado que estoy haciendo es falso.” ¿Es falso? Si es falso, entonces es falso que esté diciendo algo falso y tengo que estar diciendo algo verdadero. Pero si estoy diciendo algo verdadero, entonces es cierto que estoy diciendo algo falso y sería verdad que estoy diciendo algo falso. Podría estar yendo de un lado para otro indefinidamente. Es imposible demostrar que lo que he dicho es o así o no así. Supongamos que ajustamos los axiomas de la lógica a fin de eliminar la posibilidad de hacer enunciados de ese tipo. ¿Podríamos encontrar otro modo de hacer enunciados del tipo “ni así ni no así”? En 1931 el matemático austriaco Kurt Gödel presentó una demostración válida que para cualquier conjunto de axiomas siempre es posible hacer enunciados que, a partir de esos axiomas, no puede demostrarse ni que son así ni que no son así. En ese sentido, es imposible elaborar jamás un conjunto de axiomas a partir de los cuales se pueda deducir un sistema matemático completo. ¿Quiere decir esto que nunca podremos encontrar la “verdad”? ¡Ni hablar! Primero: el que un sistema matemático no sea completo no quiere decir que lo que contiene sea “falso”. El sistema puede seguir siendo muy útil, siempre que no intentemos utilizarlo más allá de sus límites. Segundo: el teorema de Gödel sólo se aplica a sistemas deductivos del tipo que se utiliza en matemáticas. Pero la deducción no es el único modo de descubrir la “verdad”. No hay axiomas que nos permitan deducir las dimensiones del sistema solar. Estas últimas fueron obtenidas mediante observaciones y medidas, otro camino hacia la “verdad”.
¿Qué son los números primos y por qué les interesan a los matemáticos?
Un número primo es un número que no puede expresarse como producto de dos números distintos de sí mismo y uno. El 15 = 3 × 5, con lo cual 15 no es un número primo; 12 = 6 × 2 = 4 × 3, con lo cual 12 tampoco es un número primo. En cambio 13 = 13 × 1 y no es el producto de ningún otro par de números, por lo cual 13 es un número primo. Hay números de los que no hay manera de decir a simple vista si son primos o no. Hay ciertos tipos, en cambio, de los cuales se puede decir inmediatamente que no son primos. Cualquier número, por largo que sea, que termine en 2, 4, 5, 6, 8 ó 0 o cuyos dígitos sumen un número divisible por 3, no es primo. Sin embargo, un número que acabe en 1, 3, 7 ó 9 y cuyos dígitos sumen un número no divisible por 3, puede que sea primo, pero puede que no. No hay ninguna fórmula que nos lo diga. Hay que ensayar y ver si se puede escribir como producto de dos números más pequeños.
Una manera de encontrar números primos consiste en escribir todos los números del 2 al más alto posible, por ejemplo el 10.000. El primero es 2, que es primo. Lo dejamos donde está y recorremos toda la lista tachando uno de cada dos números, con lo cual eliminamos todos los números divisibles por dos, que no son primos. De los que quedan, el número más pequeño después del 2 es el 3. Este es el siguiente primo. Dejándolo donde está, tachamos a partir de él uno de cada tres números, deshaciéndonos así de todos los divisibles por 3. El siguiente número sin tachar es el 5, por lo cual tachamos uno de cada cinco números a partir de él. El siguiente es el 7, uno de cada siete; luego el 11, uno de cada once; luego el 13..., etc. Podría pensarse que después de tachar y tachar números llegará un momento en que todos los números mayores que uno dado estarán tachados y que por tanto no quedará ningún número primo superior a un cierto número primo máximo. En realidad no es así. Por mucho que subamos en los millones y billones, siempre quedan números primos que han escapado a todas las tachaduras. El matemático griego Euclides ya en el año 300 a. C. demostró que por mucho que subamos siempre tiene que haber números primos superiores a esos. Tomemos los seis primeros números primos y multipliquémoslos: 2 × 3 × 5 × 7 × 11 × 13 = 30.030. Sumando 1 obtenemos 30.031. Este número no es divisible por 2, 3, 5, 7, 11 ni 13, puesto que al dividir siempre dará un resto de 1. Si 30.031 no se puede dividir por ningún número excepto él mismo, es que es primo. Si se puede, entonces los números de los cuales es producto tienen que ser superiores a 13. De hecho 30.031 = 59 × 509. Esto mismo lo podemos hacer para el primer centenar de números primos, para el primer billón o para cualquier número. Si calculamos el producto y sumamos 1, el número final o bien es un número primo o bien es el producto de números primos mayores que los que hemos incluido en la lista. Por mucho que subamos siempre habrá números primos aún mayores, con lo cual el número de números primos es infinito. De cuando en cuando aparecen parejas de números impares consecutivos, ambos primos: 5, 7; 11, 13; 17, 19; 29, 31; 41, 43. Tales parejas de primos aparecen por doquier hasta donde los matemáticos han podido comprobar. ¿Es infinito el número de tales parejas de primos? Nadie lo sabe. Los matemáticos, creen que sí, pero nunca lo han podido probar. Por eso están interesados en los números primos. Los números primos presentan problemas aparentemente inocentes pero que son muy difíciles de resolver, y los matemáticos no pueden resistir el desafío. ¿Qué utilidad tiene eso? Ninguna; pero eso precisamente parece aumentar el interés.
Una manera de encontrar números primos consiste en escribir todos los números del 2 al más alto posible, por ejemplo el 10.000. El primero es 2, que es primo. Lo dejamos donde está y recorremos toda la lista tachando uno de cada dos números, con lo cual eliminamos todos los números divisibles por dos, que no son primos. De los que quedan, el número más pequeño después del 2 es el 3. Este es el siguiente primo. Dejándolo donde está, tachamos a partir de él uno de cada tres números, deshaciéndonos así de todos los divisibles por 3. El siguiente número sin tachar es el 5, por lo cual tachamos uno de cada cinco números a partir de él. El siguiente es el 7, uno de cada siete; luego el 11, uno de cada once; luego el 13..., etc. Podría pensarse que después de tachar y tachar números llegará un momento en que todos los números mayores que uno dado estarán tachados y que por tanto no quedará ningún número primo superior a un cierto número primo máximo. En realidad no es así. Por mucho que subamos en los millones y billones, siempre quedan números primos que han escapado a todas las tachaduras. El matemático griego Euclides ya en el año 300 a. C. demostró que por mucho que subamos siempre tiene que haber números primos superiores a esos. Tomemos los seis primeros números primos y multipliquémoslos: 2 × 3 × 5 × 7 × 11 × 13 = 30.030. Sumando 1 obtenemos 30.031. Este número no es divisible por 2, 3, 5, 7, 11 ni 13, puesto que al dividir siempre dará un resto de 1. Si 30.031 no se puede dividir por ningún número excepto él mismo, es que es primo. Si se puede, entonces los números de los cuales es producto tienen que ser superiores a 13. De hecho 30.031 = 59 × 509. Esto mismo lo podemos hacer para el primer centenar de números primos, para el primer billón o para cualquier número. Si calculamos el producto y sumamos 1, el número final o bien es un número primo o bien es el producto de números primos mayores que los que hemos incluido en la lista. Por mucho que subamos siempre habrá números primos aún mayores, con lo cual el número de números primos es infinito. De cuando en cuando aparecen parejas de números impares consecutivos, ambos primos: 5, 7; 11, 13; 17, 19; 29, 31; 41, 43. Tales parejas de primos aparecen por doquier hasta donde los matemáticos han podido comprobar. ¿Es infinito el número de tales parejas de primos? Nadie lo sabe. Los matemáticos, creen que sí, pero nunca lo han podido probar. Por eso están interesados en los números primos. Los números primos presentan problemas aparentemente inocentes pero que son muy difíciles de resolver, y los matemáticos no pueden resistir el desafío. ¿Qué utilidad tiene eso? Ninguna; pero eso precisamente parece aumentar el interés.
Se dice que un centímetro cúbico de una estrella de neutrones pesa miles de
millones de toneladas. ¿Cómo es posible?
millones de toneladas. ¿Cómo es posible?
Un átomo tiene aproximadamente 10-8 centímetros de diámetro. En los sólidos y líquidos ordinarios los átomos están muy juntos, casi en contacto mutuo. La densidad de los sólidos y líquidos ordinarios depende por tanto del tamaño exacto de los átomos, del grado de empaquetamiento y del peso de los distintos átomos. De los sólidos ordinarios, el menos denso es el hidrógeno solidificado, con una densidad de 0,076 gramos por centímetro cúbico. El más denso es un metal raro, el osmio, con una densidad de 22,48 gramos por centímetro cúbico. Si los átomos fuesen bolas macizas e incomprensibles, el osmio sería el material más denso posible y un centímetro cúbico de materia jamás podría pesar ni un kilogramo, y mucho menos toneladas. Pero los átomos no son macizos. El físico neozelandés Ernest Rutherford demostró ya en 1909 que los átomos eran en su mayor parte espacio vacío. La corteza exterior de los átomos contiene sólo electrones ligerísimos, mientras que el 99,9% de la masa del átomo está concentrada en una estructura diminuta situada en el centro: el núcleo atómico. El núcleo atómico tiene un diámetro de unos 10-13 centímetros (aproximadamente 1/100.000 del propio átomo). Si los átomos de una esfera de materia se pudieran estrujar hasta el punto de desplazar todos los electrones y dejar a los núcleos atómicos en contacto mutuo, el diámetro de la esfera disminuiría hasta 1/100.000 de su tamaño anterior. De modo análogo, sí se pudiera comprimir la Tierra hasta dejarla reducida a un balón de núcleos atómicos, toda su materia quedaría reducida a una esfera de unos 130 metros de diámetro. En esas mismas condiciones, el Sol mediría 13,7 kilómetros de diámetro. Y si pudiéramos convertir toda la materia conocida del universo en núcleos atómicos en contacto, obtendríamos una esfera de sólo algunos cientos de millones de kilómetros de diámetro, que cabría cómodamente dentro del cinturón de asteroides del sistema solar.
El calor y la presión que reinan en el centro de las estrellas rompen la estructura atómica y permiten que los núcleos atómicos empiecen a empaquetarse unos junto a otros. Las densidades en el centro del Sol son mucho más altas que la del osmio, pero como los núcleos atómicos se mueven de un lado a otro sin impedimento alguno, el material sigue siendo un gas. Hay estrellas que se componen casi por entero de tales átomos destrozados. La compañera de la estrella Sirio es una “enana blanca” no mayor que el planeta Urano, y sin embargo tiene una masa parecida a la del Sol. Los núcleos atómicos se componen de protones y neutrones. Todos los protones tienen cargas eléctricas positivas y se repelen entre sí, de modo que en un lugar dado no se pueden reunir más de un centenar de ellos. Los neutrones, por el contrario, no tienen carga y en condiciones adecuadas es posible empaquetar un sinfín de ellos para formar una “estrella de neutrones”. Los pulsares, según se cree, son estrellas de neutrones. Si el Sol se convirtiera en una estrella de neutrones, toda su masa quedaría concentrada en una pelota cuyo diámetro sería 1/100.000 del actual y su volumen (1/100.000)3 ó 1/1.000.000.000.000.000 (una milbillónésima) del actual. Su densidad sería por tanto 1.000.000.000.000.000 (mil billones) de veces superior a la que tiene ahora. La densidad global del Sol hoy día es de 1,4 gramos por centímetro cúbico. Si fuese una estrella de neutrones, su densidad sería de 1.400.000.000.000.000 gramos por centímetro cúbico. Es decir, un centímetro cúbico de una estrella de neutrones puede llegar a pesar 1.400.000.000 (mil cuatrocientos millones) de toneladas.
El calor y la presión que reinan en el centro de las estrellas rompen la estructura atómica y permiten que los núcleos atómicos empiecen a empaquetarse unos junto a otros. Las densidades en el centro del Sol son mucho más altas que la del osmio, pero como los núcleos atómicos se mueven de un lado a otro sin impedimento alguno, el material sigue siendo un gas. Hay estrellas que se componen casi por entero de tales átomos destrozados. La compañera de la estrella Sirio es una “enana blanca” no mayor que el planeta Urano, y sin embargo tiene una masa parecida a la del Sol. Los núcleos atómicos se componen de protones y neutrones. Todos los protones tienen cargas eléctricas positivas y se repelen entre sí, de modo que en un lugar dado no se pueden reunir más de un centenar de ellos. Los neutrones, por el contrario, no tienen carga y en condiciones adecuadas es posible empaquetar un sinfín de ellos para formar una “estrella de neutrones”. Los pulsares, según se cree, son estrellas de neutrones. Si el Sol se convirtiera en una estrella de neutrones, toda su masa quedaría concentrada en una pelota cuyo diámetro sería 1/100.000 del actual y su volumen (1/100.000)3 ó 1/1.000.000.000.000.000 (una milbillónésima) del actual. Su densidad sería por tanto 1.000.000.000.000.000 (mil billones) de veces superior a la que tiene ahora. La densidad global del Sol hoy día es de 1,4 gramos por centímetro cúbico. Si fuese una estrella de neutrones, su densidad sería de 1.400.000.000.000.000 gramos por centímetro cúbico. Es decir, un centímetro cúbico de una estrella de neutrones puede llegar a pesar 1.400.000.000 (mil cuatrocientos millones) de toneladas.
¿Qué es un agujero negro?
Para entender lo que es un agujero negro empecemos por una estrella como el Sol. El Sol tiene un diámetro de 1.390.000 kilómetros y una masa 330.000 veces superior a la de la Tierra. Teniendo en cuenta esa masa y la distancia de la superficie al centro se demuestra que cualquier objeto colocado sobre la superficie del Sol estaría sometido a una atracción gravitatoria 28 veces superior a la gravedad terrestre en la superficie. Una estrella corriente conserva su tamaño normal gracias al equilibrio entre una altísima temperatura central, que tiende a expandir la sustancia estelar, y la gigantesca atracción gravitatoria, que tiende a contraerla y estrujarla. Si en un momento dado la temperatura interna desciende, la gravitación se hará dueña de la situación. La estrella comienza a contraerse y a lo largo de ese proceso la estructura atómica del interior se desintegra. En lugar de átomos habrá ahora electrones, protones y neutrones sueltos. La estrella sigue contrayéndose hasta el momento en que la repulsión mutua de los electrones contrarresta cualquier contracción ulterior. La estrella es ahora una “enana blanca”. Si una estrella como el Sol sufriera este colapso que conduce al estado de enana blanca, toda su masa quedaría reducida a una esfera de unos 16.000 kilómetros de diámetro, y su gravedad superficial (con la misma masa pero a una distancia mucho menor del centro) sería 210.000 veces superior a la de la Tierra. En determinadas condiciones la atracción gravitatoria se hace demasiado fuerte para ser contrarrestada por la repulsión electrónica. La estrella se contrae de nuevo, obligando a los electrones y protones a combinarse para formar neutrones y forzando también a estos últimos a apelotonarse en estrecho contacto. La estructura neutrónica contrarresta entonces cualquier ulterior contracción y lo que tenemos es una “estrella de neutrones”, que podría albergar toda la masa de nuestro sol en una esfera de sólo 16 kilómetros de diámetro. La gravedad superficial sería 210.000.000.000 veces superior a la de la Tierra. En ciertas condiciones, la gravitación puede superar incluso la resistencia de la estructura neutrónica. En ese caso ya no hay nada que pueda oponerse al colapso. La estrella puede contraerse hasta un volumen cero y la gravedad superficial aumentar hacia el infinito. Según la teoría de la relatividad, la luz emitida por una estrella pierde algo de su energía al avanzar contra el campo gravitatorio de la estrella. Cuanto más intenso es el campo, tanto mayor es la pérdida de energía, lo cual ha sido comprobado experimentalmente en el espacio y en el laboratorio. La luz emitida por una estrella ordinaria como el Sol pierde muy poca energía. La emitida por una enana blanca, algo más; y la emitida por una estrella de neutrones aún más. A lo largo del proceso de colapso de la estrella de neutrones llega un momento en que la luz que emana de la superficie pierde toda su energía y no puede escapar .Un objeto sometido a una compresión mayor que la de las estrellas de neutrones tendría un campo gravitatorio tan intenso, que cualquier cosa que se aproximara a él quedaría atrapada y no podría volver a salir. Es como si el objeto atrapado hubiera caído en un agujero infinitamente hondo y no cesase nunca de caer. Y como ni siquiera la luz puede escapar, el objeto comprimido será negro. Literalmente, un “agujero negro”. Hoy día los astrónomos están buscando pruebas de la existencia de agujeros negros en distintos lugares del universo.
¿Que es la cuarta dimension?
La palabra “dimensión” viene de un término latino que significa “medir completamente”. Vayamos, pues, con algunas medidas. Supongamos que tienes una línea recta y que quieres marcar sobre ella un punto fijo X, de manera que cualquier otra persona pueda encontrarlo con sólo leer tu descripción. Para empezar, haces una señal en cualquier lugar de la línea y la llamas “cero”. Mides luego y compruebas que X está exactamente a dos pulgadas de la marca del cero. Si está a uno de los lados, convienes en llamar a esa distancia + 2; si está al otro, - 2. El punto queda así localizado con un solo número, siempre que los demás acepten esas “convenciones”: dónde está la marca del cero, y qué lado es más y cuál menos. Como para localizar un punto sobre una línea sólo se necesita un número, la línea, o cualquier trozo de ella es “uni-dimensional” (“un solo número para medir completamente”). Pero supón que tienes una gran hoja de papel y que quieres localizar en ella un punto fijo X. Empiezas en la marca del cero y compruebas que está a cinco pulgadas... ¿pero en qué dirección? Lo que puedes hacer es descomponer la distancia en dos direcciones. Tres pulgadas al norte y cuatro al este. Sí llamamos al norte más y al sur menos y al este más y al oeste menos, podrás localizar el punto con dos números: +3, +4. O también puedes decir que está a cinco pulgadas del cero y a un ángulo de 36,87º de la línea este-oeste. De nuevo dos números: 5 y 36,87º. Hagas lo que hagas, siempre necesitarás dos números para localizar un punto fijo en un plano. Un plano, o cualquier trozo de él, es bidimensional.
Supón ahora que lo que tienes es un espacio como el interior de una habitación. Un punto fijo X lo podrías localizar diciendo que está a cinco pulgadas, por ejemplo, al norte de la marca cero, dos pulgadas al éste de ella y 15 pulgadas por encima de ella. O también dando una distancia y dos ángulos. Hagas lo que hagas, siempre necesitarás tres números para localizar un punto fijo en el interior de una habitación (o en el interior del universo). La habitación, o el universo, son, por tanto, tridimensionales. Supongamos que hubiese un espacio de naturaleza tal, que se necesitaran cuatro números, o cinco, o dieciocho, para localizar un punto fijo en él. Sería un espacio cuatridimensional, o de cinco dimensiones, o de dieciocho dimensiones. Tales espacios no existen en el universo ordinario, pero los matemáticos sí pueden concebir estos “hiperespacios” y calcular qué propiedades tendrían las correspondientes figuras matemáticas. E incluso llegan a calcular las propiedades que se cumplirían para cualquier espacio dimensional: lo que se llama “geometría n-dimensional”. Pero, ¿y si lo que estamos manejando son puntos, no fijos, sino variables en el tiempo? Si queremos localizar la posición de un mosquito que está volando en una habitación,tendremos que dar los tres números que ya conocemos: norte-sur, este-oeste y arriba abajo. Pero luego tendríamos que añadir un cuarto número que representara el tiempo, porque el mosquito habrá ocupado esa posición espacial sólo durante un instante, y ese instante hay que identificarlo. Lo mismo vale para todo cuanto hay en el universo. Tenemos el espacio, que es tridimensional, y hay que añadir el tiempo para obtener un “espacio-tiempo” cuatridimensional. Pero dándole un tratamiento diferente que a las tres “dimensiones espaciales”. En ciertas ecuaciones clave en las que los símbolos de las tres dimensiones espaciales tienen signo positivo, el símbolo del tiempo lo lleva negativo. Por tanto, no debemos decir que el tiempo es la cuarta dimensión. Es sólo una cuarta dimensión, diferente de las otras tres.
Supón ahora que lo que tienes es un espacio como el interior de una habitación. Un punto fijo X lo podrías localizar diciendo que está a cinco pulgadas, por ejemplo, al norte de la marca cero, dos pulgadas al éste de ella y 15 pulgadas por encima de ella. O también dando una distancia y dos ángulos. Hagas lo que hagas, siempre necesitarás tres números para localizar un punto fijo en el interior de una habitación (o en el interior del universo). La habitación, o el universo, son, por tanto, tridimensionales. Supongamos que hubiese un espacio de naturaleza tal, que se necesitaran cuatro números, o cinco, o dieciocho, para localizar un punto fijo en él. Sería un espacio cuatridimensional, o de cinco dimensiones, o de dieciocho dimensiones. Tales espacios no existen en el universo ordinario, pero los matemáticos sí pueden concebir estos “hiperespacios” y calcular qué propiedades tendrían las correspondientes figuras matemáticas. E incluso llegan a calcular las propiedades que se cumplirían para cualquier espacio dimensional: lo que se llama “geometría n-dimensional”. Pero, ¿y si lo que estamos manejando son puntos, no fijos, sino variables en el tiempo? Si queremos localizar la posición de un mosquito que está volando en una habitación,tendremos que dar los tres números que ya conocemos: norte-sur, este-oeste y arriba abajo. Pero luego tendríamos que añadir un cuarto número que representara el tiempo, porque el mosquito habrá ocupado esa posición espacial sólo durante un instante, y ese instante hay que identificarlo. Lo mismo vale para todo cuanto hay en el universo. Tenemos el espacio, que es tridimensional, y hay que añadir el tiempo para obtener un “espacio-tiempo” cuatridimensional. Pero dándole un tratamiento diferente que a las tres “dimensiones espaciales”. En ciertas ecuaciones clave en las que los símbolos de las tres dimensiones espaciales tienen signo positivo, el símbolo del tiempo lo lleva negativo. Por tanto, no debemos decir que el tiempo es la cuarta dimensión. Es sólo una cuarta dimensión, diferente de las otras tres.
¿Que es, en pocas palabras, la teoria de la relatividad de Einstein
Según las leyes del movimiento establecidas por primera vez con detalle por Isaac Newton hacia 1680 - 1689, dos o más movimientos se suman de acuerdo con las reglas de la aritmética elemental. Supongamos que un tren pasa a nuestro lado a 20 kilómetros por hora y que un niño tira desde el tren una pelota a 20 kilómetros por hora en la dirección del movimiento del tren. Para el niño, que se mueve junto con el tren, la pelota se mueve a 20 kilómetros por hora. Pero para nosotros, el movimiento del tren y el de la pelota se suman, de modo que la pelota se moverá a la velocidad de 40 kilómetros por hora. Como ves, no se puede hablar de la velocidad de la pelota a secas. Lo que cuenta es su velocidad con respecto a un observador particular. Cualquier teoría del movimiento que intente explicar la manera en que las velocidades (y fenómenos afines) parecen variar de un observador a otro sería una “teoría de la relatividad”. La teoría de la relatividad de Einstein nació del siguiente hecho: lo que funciona para pelotas tiradas desde un tren no funciona para la luz. En principio podría hacerse que la luz se propagara, o bien a favor del movimiento terrestre, o bien en contra de él. En el primer caso parecería viajar más rápido que en el segundo (de la misma manera que un avión viaja más aprisa, en relación con el suelo, cuando lleva viento de cola que cuando lo lleva de cara). Sin embargo, medidas muy cuidadosas demostraron que la velocidad de la luz nunca variaba, fuese cual fuese la naturaleza del movimiento de la fuente que emitía la luz. Einstein dijo entonces: supongamos que cuando se mide la velocidad de la luz en el vacío, siempre resulta el mismo valor (unos 299.793 kilómetros por segundo), en cualesquiera circunstancias. ¿Cómo podemos disponer las leyes del universo para explicar esto? Einstein encontró que para explicar la constancia de la velocidad de la luz había que aceptar una serie de fenómenos inesperados. Halló que los objetos tenían que acortarse en la dirección del movimiento, tanto más cuanto mayor fuese su velocidad, hasta llegar finalmente a una longitud nula en el límite de la velocidad de la luz; que la masa de los objetos en movimiento tenía que aumentar con la velocidad, hasta hacerse infinita en el límite de la velocidad de la luz; que el paso del tiempo en un objeto en movimiento era cada vez más lento a medida que aumentaba la velocidad, hasta llegar a pararse en dicho límite; que la masa era equivalente a una cierta cantidad de energía y viceversa. Todo esto lo elaboró en 1905 en la forma de la “teoría especial de la relatividad”, que se ocupaba de cuerpos con velocidad constante. En 1915 extrajo consecuencias aún más sutiles para objetos con velocidad variable, incluyendo una descripción del comportamiento de los efectos gravitatorios. Era la “teoría general de la relatividad” Los cambios predichos por Einstein sólo son notables a grandes velocidades. Tales velocidades han sido observadas entre las partículas subatómicas, viéndose que los cambios predichos por Einstein se daban realmente, y con gran exactitud. Es más, sí la teoría de la relatividad de Einstein fuese incorrecta, los aceleradores de partículas no podrían funcionar, las bombas atómicas no explotarían y habría ciertas observaciones astronómicas imposibles de hacer. Pero a las velocidades corrientes, los cambios predichos son tan pequeños que pueden ignorarse. En estas circunstancias rige la aritmética elemental de las leyes de Newton; y como estamos acostumbrados al funcionamiento de estas leyes, nos parecen ya de “sentido común”, mientras que la ley de Einstein se nos antoja “extraña”.
¿Qué es el principio de incertidumbre de Heisenberg?
Antes de explicar la cuestión de la incertidumbre, empecemos por preguntar: ¿qué es la certidumbre? Cuando uno sabe algo de fijo y exactamente acerca de un objeto, tiene certidumbre sobre ese dato, sea cual fuere. ¿Y cómo llega uno a saber una cosa? De un modo o de otro, no hay más remedio que interaccionar con el objeto. Hay que pesarlo para averiguar su peso, golpearlo para ver cómo es de duro, o quizá simplemente mirarlo para ver dónde está. Pero grande o pequeña, tiene que haber interacción. Pues bien, esta interacción introduce siempre algún cambio en la propiedad que estamos tratando de determinar. O digámoslo así: el aprender algo modifica ese algo por el mismo hecho de aprenderlo, de modo que, a fin de cuentas, no lo hemos aprendido exactamente. Supongamos, por ejemplo, que queremos medir la temperatura del agua caliente de un baño. Metemos un termómetro y medimos la temperatura del agua. Pero el termómetro está frío, y su presencia en el agua la enfría una chispa. Lo que obtenemos sigue siendo una buena aproximación de la temperatura, pero no exactamente hasta la billonésima de grado. El termómetro ha modificado de manera casi imperceptible la temperatura que estaba midiendo. O supongamos que queremos medir la presión de un neumático. Para ello utilizamos una especie de barrita que es empujada hacia afuera por una cierta cantidad del aire que antes estaba en el neumático. Pero el hecho que se escape este poco de aire significa que la presión ha disminuido un poco por el mismo acto de medirla. ¿Es posible inventar aparatos de medida tan diminutos, sensibles e indirectos que no introduzcan ningún cambio en la propiedad medida? El físico alemán Werner Heisenberg llegó, en 1927, a la conclusión que no. La pequeñez de un dispositivo de medida tiene un límite. Podría ser tan pequeño como una partículasubatómica, pero no más. Podría utilizar tan sólo un cuanto de energía, pero no menos. Una sola partícula y un solo cuanto de energía son suficientes para introducir ciertos cambios. Y aunque nos limitemos a mirar una cosa para verla, la percibimos gracias a los fotones de luz que rebotan en el objeto, y eso introduce ya un cambio. Tales cambios son harto diminutos, y en la vida corriente de hecho los ignoramos; pero los cambios siguen estando ahí. E imaginemos lo que ocurre cuando los objetos que estarnos manejando son diminutos y cualquier cambio, por diminuto que sea, adquiere su importancia. Si lo que queremos, por ejemplo, es determinar la posición de un electrón, tendríamos que hacer rebotar un cuanto de luz en él, o mejor un fotón de rayos gamma, para “verlo”. Y ese fotón, al chocar, desplazaría por completo al electrón. Heisenberg logró demostrar que es imposible idear ningún método para determinar exacta y simultáneamente la posición y el momento de un objeto. Cuanto mayor es la precisión con que determinamos la posición, menor es la del momento, y viceversa. Heisenberg calculó la magnitud de esa inexactitud o “incertidumbre” de dichas propiedades, y ese es su “principio de incertidumbre”. El principio implica una cierta “granulación” del universo. Si ampliamos una fotografía de un periódico, llega un momento en que lo único que vemos son pequeños granos o puntos y perdemos todo detalle. Lo mismo ocurre si miramos el universo demasiado cerca. Hay quienes se sienten decepcionados por esta circunstancia y lo toman como una confesión de eterna ignorancia. Ni mucho menos. Lo que nos interesa saber es cómo funciona el universo, y el principio de incertidumbre es un factor clave de su funcionamiento. La granulación está ahí, y eso es todo. Heisenberg nos lo ha mostrado y los físicos se lo agradecen.
En la bomba atómica se convierte materia en energía. ¿Es posible hacer lo contrario y convertir energía en materia?
Sí que es posible convertir energía en materia, pero hacerlo en grandes cantidades resulta poco práctico. Veamos por qué. Según la teoría especial de la relatividad de Einstein, tenemos que e = mc2 donde e representa la energía, medida en ergios, m representa la masa en gramos y c es la velocidad de la luz en centímetros por segundo. La luz se propaga en el vacío a una velocidad muy próxima a los 30.000 millones (3 × 1010) de centímetros por segundo. La cantidad c2 representa el producto c × c, es decir, 3 × 1010×3 × 1010 ó 9 × 1020Por tanto, c .2 es igual a 900.000.000.000.000.000.000. Así pues, una masa de un gramo puede convertirse, en teoría en 9 x 1020 ergios de energía. El ergio es una unidad muy pequeña de energía. La kilocaloría, de nombre quizá mucho más conocido, es igual a unos 42.000 millones de ergios. Un gramo de materia, convertido a energía, daría 2,2 × 1010 (22.000 millones) de kilocalorías. Una persona puede sobrevivir cómodamente con 2.500 kilocalorías al día, obtenidas de los alimentos ingeridos. Con la energía que representa un solo gramo de materia tendríamos reservas para unos 24.110 años, que no es poco para la vida de un hombre. O expresémoslo de otro modo: si fuese posible convertir en energía eléctrica la energía representada por un solo gramo de materia bastaría para tener luciendo continuamente una bombilla de 100 vatios durante unos 28.200 años. O bien: la energía que representa un solo gramo de materia equivale a la que se obtendría de quemar unos 32 millones de litros de gasolina. Nada tiene de extraño, por tanto, que las bombas nucleares, donde se convierten en energía cantidades apreciables de materia, desaten tanta destrucción. La conversión opera en ambos sentidos. La materia se puede convertir en energía, y la energía en materia. Esto último puede hacerse en cualquier momento en el laboratorio. Una partícula muy energética, un fotón de rayos gamma, puede convertirse en un electrón y un positrón sin grandes dificultades. Con ello se invierte el proceso, convirtiéndose energía en materia. Ahora bien la materia formada se reduce a dos partículas ligerísimas, de masa casi despreciable. ¿Podrá utilizarse el mismo principio para formar una cantidad mayor de materia, lo suficiente para que resulte visible?¡Ah! Pero la aritmética es implacable. Si un gramo de materia puede convertirse en una cantidad de energía igual a la que produce la combustión de 32 millones de litros de gasolina, entonces hará falta toda esa energía para fabricar un solo gramo de materia. Aun cuando alguien estuviese dispuesto a hacer el experimento y correr con el gasto de reunir toda esa energía (y quizás varias veces más, a fin de cubrir pérdidas inevitables) para formar un gramo de materia, no lo conseguiría. Sería imposible producir y concentrar toda esa energía en un volumen suficientemente pequeño para producir de golpe un gramo de materia. Así pues, la conversión es posible en teoría, pero completamente inviable en la práctica. En cuanto a la materia del universo, se supone, desde luego, que se produjo a partir de energía, pero en unas condiciones que sería imposible reproducir hoy día en el laboratorio.
¿Por qué la Luna muestra siempre la misma cara hacia la Tierra?
La atracción gravitatoria de la Luna sobre la Tierra hace subir el nivel del océano a ambos lados de nuestro planeta y crea así dos abultamientos. A medida que la Tierra gira de oeste a este, estos dos bultos, de los cuales uno mira siempre hacia la Luna y el otro en dirección contraria, se desplazan de este a oeste alrededor de la Tierra.
Al efectuar este desplazamiento, los dos bultos rozan contra el fondo de los mares poco profundos como el de Bering o el de Irlanda. Tal rozamiento convierte energía de rotación en calor, y este consumo de la energía de rotación terrestre hace que el movimiento de rotación de la Tierra alrededor de su eje vaya disminuyendo poco a poco. Las marcas actúan como un freno sobre la rotación de la Tierra, y como consecuencia de ello los días terrestres se van alargando un segundo cada mil años.
Pero no es sólo el agua del océano lo que sube de nivel en respuesta a la gravedad lunar. La corteza sólida de la Tierra también acusa el efecto, aunque en medida menos notable. El resultado son dos pequeños abultamientos rocosos que van girando alrededor de la Tierra, el uno mirando hacia la Luna y el otro en la cara opuesta de nuestro planeta. Durante este desplazamiento, el rozamiento de una capa rocosa contra otra va minando también la energía de rotación terrestre. (Los bultos, claro está, no se mueven físicamente alrededor del planeta, sino que, a medida que el planeta gira, remiten en un lugar y se forman en otro, según qué porciones de la superficie pasen por debajo de la Luna.)
La Luna no tiene mares ni mareas en el sentido corriente. Sin embargo, la corteza sólida de la Luna acusa la fuerza gravitatoria de la Tierra, y no hay que olvidar que ésta es ochenta veces más grande que la de la Luna. El abultamiento provocado en la superficie lunar es mucho mayor que el de la superficie terrestre. Por tanto, si la Luna rotase en un período de veinticuatro horas, estaría sometida a un rozamiento muchísimo mayor que la Tierra. Además, como nuestro satélite tiene una masa mucho menor que la Tierra, su energía total de rotación sería ya de entrada, para períodos de rotación iguales, mucho menor.
Así, pues, la Luna, con una reserva inicial de energía muy pequeña, socavada rápidamente por los grandes bultos provocados por la Tierra, tuvo que sufrir una disminución relativamente rápida de su período de rotación. Hace seguramente muchos millones de años debió de decelerarse hasta el punto que el día lunar se igualó con el mes lunar. De ahí en adelante, la Luna siempre mostraría la misma cara hacia la Tierra.
Esto, a su vez, congela los abultamientos en una posición fija. Uno de ellos mira hacía la Tierra desde el centro mismo de la cara lunar que nosotros vemos, mientras que el otro apunta en la dirección contraria desde el centro mismo de la cara que no vemos. Puesto que las dos caras no cambian de posición a medida que la Luna gira alrededor de la Tierra, los bultos no experimentan ningún nuevo cambio ni tampoco se produce rozamiento alguno que altere el período de rotación del satélite. La Luna continuará mostrándonos la misma cara indefinidamente; lo cual, como veis, no es ninguna coincidencia, sino consecuencia inevitable de la gravitación y del rozamiento.
La Luna es un caso relativamente simple. En ciertas condiciones, el rozamiento debido a las mareas puede dar lugar a condiciones de estabilidad más complicadas. Durante unos ochenta años, por ejemplo, se pensó que Mercurio (el planeta más cercano al Sol y el más afectado por la gravedad solar) ofrecía siempre la misma cara al Sol, por el mismo motivo que la Luna ofrece siempre la misma cara a la Tierra. Pero se ha comprobado que, en el caso de Mercurio, los efectos del rozamiento producen un período estable de rotación de 58 días, que es justamente dos tercios de los 88 días que constituyen el período de revolución de Mercurio alrededor del Sol.
Al efectuar este desplazamiento, los dos bultos rozan contra el fondo de los mares poco profundos como el de Bering o el de Irlanda. Tal rozamiento convierte energía de rotación en calor, y este consumo de la energía de rotación terrestre hace que el movimiento de rotación de la Tierra alrededor de su eje vaya disminuyendo poco a poco. Las marcas actúan como un freno sobre la rotación de la Tierra, y como consecuencia de ello los días terrestres se van alargando un segundo cada mil años.
Pero no es sólo el agua del océano lo que sube de nivel en respuesta a la gravedad lunar. La corteza sólida de la Tierra también acusa el efecto, aunque en medida menos notable. El resultado son dos pequeños abultamientos rocosos que van girando alrededor de la Tierra, el uno mirando hacia la Luna y el otro en la cara opuesta de nuestro planeta. Durante este desplazamiento, el rozamiento de una capa rocosa contra otra va minando también la energía de rotación terrestre. (Los bultos, claro está, no se mueven físicamente alrededor del planeta, sino que, a medida que el planeta gira, remiten en un lugar y se forman en otro, según qué porciones de la superficie pasen por debajo de la Luna.)
La Luna no tiene mares ni mareas en el sentido corriente. Sin embargo, la corteza sólida de la Luna acusa la fuerza gravitatoria de la Tierra, y no hay que olvidar que ésta es ochenta veces más grande que la de la Luna. El abultamiento provocado en la superficie lunar es mucho mayor que el de la superficie terrestre. Por tanto, si la Luna rotase en un período de veinticuatro horas, estaría sometida a un rozamiento muchísimo mayor que la Tierra. Además, como nuestro satélite tiene una masa mucho menor que la Tierra, su energía total de rotación sería ya de entrada, para períodos de rotación iguales, mucho menor.
Así, pues, la Luna, con una reserva inicial de energía muy pequeña, socavada rápidamente por los grandes bultos provocados por la Tierra, tuvo que sufrir una disminución relativamente rápida de su período de rotación. Hace seguramente muchos millones de años debió de decelerarse hasta el punto que el día lunar se igualó con el mes lunar. De ahí en adelante, la Luna siempre mostraría la misma cara hacia la Tierra.
Esto, a su vez, congela los abultamientos en una posición fija. Uno de ellos mira hacía la Tierra desde el centro mismo de la cara lunar que nosotros vemos, mientras que el otro apunta en la dirección contraria desde el centro mismo de la cara que no vemos. Puesto que las dos caras no cambian de posición a medida que la Luna gira alrededor de la Tierra, los bultos no experimentan ningún nuevo cambio ni tampoco se produce rozamiento alguno que altere el período de rotación del satélite. La Luna continuará mostrándonos la misma cara indefinidamente; lo cual, como veis, no es ninguna coincidencia, sino consecuencia inevitable de la gravitación y del rozamiento.
La Luna es un caso relativamente simple. En ciertas condiciones, el rozamiento debido a las mareas puede dar lugar a condiciones de estabilidad más complicadas. Durante unos ochenta años, por ejemplo, se pensó que Mercurio (el planeta más cercano al Sol y el más afectado por la gravedad solar) ofrecía siempre la misma cara al Sol, por el mismo motivo que la Luna ofrece siempre la misma cara a la Tierra. Pero se ha comprobado que, en el caso de Mercurio, los efectos del rozamiento producen un período estable de rotación de 58 días, que es justamente dos tercios de los 88 días que constituyen el período de revolución de Mercurio alrededor del Sol.
¿De dónde vino la sustancia del universo? ¿Qué hay más allá del borde del universo?
http://cosmo-fisica.blogspot.es/img/universo.jpg
La respuesta a la primera pregunta es simplemente que nadie lo sabe.
La ciencia no garantiza una respuesta a todo. Lo único que ofrece es un sistema para obtener respuestas una vez que se tiene suficiente información. Hasta ahora no disponemos de la clase de información que nos podría decir de dónde vino la sustancia del universo.
Pero especulemos un poco. A mí, por mi parte, se me ha ocurrido que podría haber algo llamado “energía negativa” que fuese igual que la “energía positiva” ordinaria pero con la particularidad que cantidades iguales de ambas se unirían para dar nada como resultado (igual que + 1 y - 1 sumados dan 0).Y al revés: lo que antes era nada podría cambiar de pronto y convertirse en una pompa de “energía positiva” y otra pompa igual de “energía negativa”. De ser así, la pompa de “energía positiva” quizá se convirtiese en el universo que conocemos, mientras que en algún otro lado existiría el correspondiente “universo negativo”.
¿Pero por qué lo que antes era nada se convirtió de pronto en dos pompas de energía opuesta?
¿Y por qué no?
Si 0 = (+ 1) + (- 1), entonces algo que es cero podría convertirse igual de bien en + 1 y - 1. Acaso sea que en un mar infinito de nada se estén formando constantemente pompas de energía positiva y negativa de igual tamaño, para luego, después de sufrir una serie de cambios evolutivos, recombinarse y desaparecer. Estamos en una de esas pompas, en el período de tiempo entre la nada y la nada, y pensando sobre ello.
Pero todo esto no es más que especulación. Los científicos no han descubierto hasta ahora nada que se parezca a esa “energía negativa” ni tienen ninguna razón para suponer que exista; hasta entonces mi idea carecerá de valor.
¿Y qué hay más allí del universo? Supongamos que contesto: no-universo.
El lector dirá que eso no significa nada, y quizá esté en lo cierto. Por otro lado, hay muchas preguntas que no tienen respuesta sensata (por ejemplo, “¿qué altura tiene arriba?”), y estas preguntas son “preguntas sin sentido”.
Pero pensemos de todos modos sobre ello.
Imagínese el lector convertido en una hormiga muy inteligente que viviese en medio del continente norteamericano. A lo largo de una vida entera de viaje habría cubierto kilómetros y kilómetros cuadrados de superficie terrestre y con ayuda de unos prismáticos inventados por él mismo vería miles y miles de kilómetros más. Naturalmente, supondría que la tierra continuaba sin fin.
Pero la hormiga podría también preguntarse si la tierra se acaba en algún lugar. Y entonces se plantearía una pregunta embarazosa: “Sí la tierra se acaba, ¿qué habrá más allá?”
Recuérdese bien: la única experiencia está relacionada con la tierra. La hormiga nunca ha visto el océano, ni tiene la noción de océano, ni puede imaginarse más que tierra. ¿No tendría que decir: “Si la tierra de hecho se acaba, al otro lado tiene que haber no-tierra, sea lo que fuese eso”, y no estaría en lo cierto?
Pues bien, si el universo se define como la suma total de la materia y energía y todo el espacio que llenan, entonces, en el supuesto que el universo tenga un fin, tiene que haber no-materia y no-energía inmersas en el no-espacio al otro lado. Dicho brevemente, no-universo sea lo que fuere eso.
Y si el universo nació como una pompa de energía positiva formada, junto con otra de energía negativa, a partir de nada, entonces más allá del universo hay nada, o lo que quizá sea lo mismo, no-universo.
La ciencia no garantiza una respuesta a todo. Lo único que ofrece es un sistema para obtener respuestas una vez que se tiene suficiente información. Hasta ahora no disponemos de la clase de información que nos podría decir de dónde vino la sustancia del universo.
Pero especulemos un poco. A mí, por mi parte, se me ha ocurrido que podría haber algo llamado “energía negativa” que fuese igual que la “energía positiva” ordinaria pero con la particularidad que cantidades iguales de ambas se unirían para dar nada como resultado (igual que + 1 y - 1 sumados dan 0).Y al revés: lo que antes era nada podría cambiar de pronto y convertirse en una pompa de “energía positiva” y otra pompa igual de “energía negativa”. De ser así, la pompa de “energía positiva” quizá se convirtiese en el universo que conocemos, mientras que en algún otro lado existiría el correspondiente “universo negativo”.
¿Pero por qué lo que antes era nada se convirtió de pronto en dos pompas de energía opuesta?
¿Y por qué no?
Si 0 = (+ 1) + (- 1), entonces algo que es cero podría convertirse igual de bien en + 1 y - 1. Acaso sea que en un mar infinito de nada se estén formando constantemente pompas de energía positiva y negativa de igual tamaño, para luego, después de sufrir una serie de cambios evolutivos, recombinarse y desaparecer. Estamos en una de esas pompas, en el período de tiempo entre la nada y la nada, y pensando sobre ello.
Pero todo esto no es más que especulación. Los científicos no han descubierto hasta ahora nada que se parezca a esa “energía negativa” ni tienen ninguna razón para suponer que exista; hasta entonces mi idea carecerá de valor.
¿Y qué hay más allí del universo? Supongamos que contesto: no-universo.
El lector dirá que eso no significa nada, y quizá esté en lo cierto. Por otro lado, hay muchas preguntas que no tienen respuesta sensata (por ejemplo, “¿qué altura tiene arriba?”), y estas preguntas son “preguntas sin sentido”.
Pero pensemos de todos modos sobre ello.
Imagínese el lector convertido en una hormiga muy inteligente que viviese en medio del continente norteamericano. A lo largo de una vida entera de viaje habría cubierto kilómetros y kilómetros cuadrados de superficie terrestre y con ayuda de unos prismáticos inventados por él mismo vería miles y miles de kilómetros más. Naturalmente, supondría que la tierra continuaba sin fin.
Pero la hormiga podría también preguntarse si la tierra se acaba en algún lugar. Y entonces se plantearía una pregunta embarazosa: “Sí la tierra se acaba, ¿qué habrá más allá?”
Recuérdese bien: la única experiencia está relacionada con la tierra. La hormiga nunca ha visto el océano, ni tiene la noción de océano, ni puede imaginarse más que tierra. ¿No tendría que decir: “Si la tierra de hecho se acaba, al otro lado tiene que haber no-tierra, sea lo que fuese eso”, y no estaría en lo cierto?
Pues bien, si el universo se define como la suma total de la materia y energía y todo el espacio que llenan, entonces, en el supuesto que el universo tenga un fin, tiene que haber no-materia y no-energía inmersas en el no-espacio al otro lado. Dicho brevemente, no-universo sea lo que fuere eso.
Y si el universo nació como una pompa de energía positiva formada, junto con otra de energía negativa, a partir de nada, entonces más allá del universo hay nada, o lo que quizá sea lo mismo, no-universo.
El tiempo, ¿es una ilusión o existe realmente? ¿Cómo habría que describirlo?
El tiempo, para empezar, es un asunto psicológico; es una sensación de duración. Uno come, y al cabo de un rato vuelve a tener hambre. Es de día, y al cabo de un rato se hace de noche.
La cuestión de qué es esta sensación de duración, de qué es lo que hace que uno sea consciente que algo ocurre "al cabo de un rato", forma parte del problema del mecanismo de la mente en general, problema que aún no está resuelto.
Tarde o temprano, todos nos damos cuenta que esa sensación de duración varía con las circunstancias. Una jornada de trabajo parece mucho más larga que un día con la persona amada; y una hora en una conferencia aburrida, mucho más larga que una hora con los naipes. Lo cual podría significar que lo que llamamos un "día" o una "hora" es más largo unas veces que otras. Pero cuidado con la trampa. Un período que a uno le parece corto quizá se le antoje largo a otro, y ni desmesuradamente corto ni largo a un tercero.
Para que este sentido de la duración resulte útil a un grupo de gente es preciso encontrar un método para medir su longitud que sea universal y no personal. Si un grupo acuerda reunirse "dentro de seis semanas exactamente", sería absurdo dejar que cada cual se presentara en el lugar de la cita cuando, en algún rincón de su interior, sienta que han pasado, seis semanas. Mejor será que se pongan todos de acuerdo en contar cuarenta y dos períodos de luz-oscuridad y presentarse entonces, sin hacer caso de lo que diga el sentido de la duración.
En el momento que elegimos un fenómeno físico objetivo como medio para sustituir el sentido innato de la duración por un sistema de contar, tenemos algo a lo que podemos llamar "tiempo". En ese sentido, no debemos intentar definir el tiempo como esto o aquello, sino sólo como un sistema de medida.
Las primeras medidas del tiempo estaban basadas en fenómenos astronómicos periódicos: la repetición del mediodía (el Sol en la posición más alta) marcaba el día; la repetición de la Luna nueva marcaba el mes; la repetición del equinoccio vernal (el Sol de mediodía sobre el ecuador después de la estación fría) marcaba el año. Dividiendo el día en unidades iguales obtenemos las horas, los minutos y los segundos.
Estas unidades menores de tiempo no podían medirse con exactitud sin utilizar un movimiento periódico más rápido que la repetición del mediodía. El uso de la oscilación regular de un péndulo o de un diapasón introdujo en el siglo XVII los modernos relojes. Fue entonces cuando la medida del tiempo empezó a adquirir una precisión aceptable. Hoy día se utilizan las vibraciones de los átomos para una precisión aún mayor.
Pero ¿quién nos asegura que estos fenómenos periódicos son realmente "regulares"? ¿No serán tan poco de fiar como nuestro sentido de la duración?
Puede que sí, pero es que hay varios métodos independientes de medir el tiempo y los podemos comparar entre sí. Si alguno o varios de ellos son completamente irregulares, dicha comparación lo pondrá de manifiesto. Y aunque todos ellos sean irregulares, es sumamente improbable que lo sean de la misma forma. Si, por el contrario, todos los métodos de medir el tiempo coinciden con gran aproximación, como de hecho ocurre, la única conclusión que cabe es que los distintos fenómenos periódicos que usamos son todos ellos esencialmente regulares. (Aunque no perfectamente regulares. La longitud del día, por ejemplo, varía ligeramente.)
Las medidas físicas miden el "tiempo físico". Hay organismos, entre ellos. El hombre, que tienen métodos de engranarse en fenómenos periódicos (como despertarse y dormirse) aun sin referencia a cambios exteriores (como el día y la noche). Pero este "tiempo biológico" no es, ni con mucho tan regular como el tiempo físico.
Y también está, claro es, el sentido de duración o "tiempo psicológico". Aun teniendo un reloj delante de las narices, una jornada de trabajo sigue pareciéndonos más larga que un día con la persona amada.
La cuestión de qué es esta sensación de duración, de qué es lo que hace que uno sea consciente que algo ocurre "al cabo de un rato", forma parte del problema del mecanismo de la mente en general, problema que aún no está resuelto.
Tarde o temprano, todos nos damos cuenta que esa sensación de duración varía con las circunstancias. Una jornada de trabajo parece mucho más larga que un día con la persona amada; y una hora en una conferencia aburrida, mucho más larga que una hora con los naipes. Lo cual podría significar que lo que llamamos un "día" o una "hora" es más largo unas veces que otras. Pero cuidado con la trampa. Un período que a uno le parece corto quizá se le antoje largo a otro, y ni desmesuradamente corto ni largo a un tercero.
Para que este sentido de la duración resulte útil a un grupo de gente es preciso encontrar un método para medir su longitud que sea universal y no personal. Si un grupo acuerda reunirse "dentro de seis semanas exactamente", sería absurdo dejar que cada cual se presentara en el lugar de la cita cuando, en algún rincón de su interior, sienta que han pasado, seis semanas. Mejor será que se pongan todos de acuerdo en contar cuarenta y dos períodos de luz-oscuridad y presentarse entonces, sin hacer caso de lo que diga el sentido de la duración.
En el momento que elegimos un fenómeno físico objetivo como medio para sustituir el sentido innato de la duración por un sistema de contar, tenemos algo a lo que podemos llamar "tiempo". En ese sentido, no debemos intentar definir el tiempo como esto o aquello, sino sólo como un sistema de medida.
Las primeras medidas del tiempo estaban basadas en fenómenos astronómicos periódicos: la repetición del mediodía (el Sol en la posición más alta) marcaba el día; la repetición de la Luna nueva marcaba el mes; la repetición del equinoccio vernal (el Sol de mediodía sobre el ecuador después de la estación fría) marcaba el año. Dividiendo el día en unidades iguales obtenemos las horas, los minutos y los segundos.
Estas unidades menores de tiempo no podían medirse con exactitud sin utilizar un movimiento periódico más rápido que la repetición del mediodía. El uso de la oscilación regular de un péndulo o de un diapasón introdujo en el siglo XVII los modernos relojes. Fue entonces cuando la medida del tiempo empezó a adquirir una precisión aceptable. Hoy día se utilizan las vibraciones de los átomos para una precisión aún mayor.
Pero ¿quién nos asegura que estos fenómenos periódicos son realmente "regulares"? ¿No serán tan poco de fiar como nuestro sentido de la duración?
Puede que sí, pero es que hay varios métodos independientes de medir el tiempo y los podemos comparar entre sí. Si alguno o varios de ellos son completamente irregulares, dicha comparación lo pondrá de manifiesto. Y aunque todos ellos sean irregulares, es sumamente improbable que lo sean de la misma forma. Si, por el contrario, todos los métodos de medir el tiempo coinciden con gran aproximación, como de hecho ocurre, la única conclusión que cabe es que los distintos fenómenos periódicos que usamos son todos ellos esencialmente regulares. (Aunque no perfectamente regulares. La longitud del día, por ejemplo, varía ligeramente.)
Las medidas físicas miden el "tiempo físico". Hay organismos, entre ellos. El hombre, que tienen métodos de engranarse en fenómenos periódicos (como despertarse y dormirse) aun sin referencia a cambios exteriores (como el día y la noche). Pero este "tiempo biológico" no es, ni con mucho tan regular como el tiempo físico.
Y también está, claro es, el sentido de duración o "tiempo psicológico". Aun teniendo un reloj delante de las narices, una jornada de trabajo sigue pareciéndonos más larga que un día con la persona amada.
Si no hay nada más rápido que la luz, ¿qué son los taquiones, que al parecer se mueven más deprisa que ella?
La teoría especial de la relatividad de Einstein dice que es imposible hacer que ningún objeto de nuestro universo se mueva a una velocidad mayor que la de la luz en el vacío. Haría falta una cantidad infinita de energía para comunicarle una velocidad igual a la de luz, y la cantidad “plus quam infinita” necesaria para pasar de ese punto sería impensable.
Pero supongamos que un objeto estuviese moviéndose ya más deprisa que la luz.
La luz se propaga a 299.793 kilómetros por segundo. Pero, ¿qué ocurriría si un objeto de un kilogramo de peso y de un centímetro de longitud se estuviera moviendo a 423.971 kilómetros por segundo? Utilizando las ecuaciones de Einstein comprobamos que el objeto tendría entonces una masa de - kilogramos y una longitud de + centímetros.
O dicho con otras palabras: cualquier objeto que se mueva más deprisa que la luz tendría que tener una masa y una longitud expresadas en lo que los matemáticos llaman “números imaginarios” (véase pregunta 6). Y como no conocemos ninguna manera de visualizar masas ni longitudes expresadas en números imaginarios, lo inmediato es suponer que tales cosas, al ser impensables, no existen.
Pero en el año 1967, Gerald Feinberg, de la Universidad Columbia, se preguntó si era justo proceder así. (Feinberg no fue el primero que sugirió la partícula; el mérito es de O. M. Bilaniuk y E. C. G. Sudarshan. Pero fue Feinberg quien divulgó la idea.) Pudiera ser, se dijo, que una masa y una longitud “imaginarias” fuesen simplemente un modo de describir un objeto con gravedad negativa (pongamos por caso): un objeto que, dentro de nuestro universo, repele a la materia en lugar de atraerla gravitatoriamente.
Feinberg llamó “taquiones” a estas partículas más rápidas que la luz y de masa y longitud imaginarias; la palabra viene de otra que en griego significa “rápido”. Si concedemos la existencia de estos taquiones, ¿podrán cumplir los requisitos de las ecuaciones de Einstein?
Aparentemente, sí. No hay inconveniente alguno en imaginar un universo entero de taquiones que se muevan más deprisa que la luz pero que sigan cumpliendo los requisitos de la relatividad. Sin embargo, en lo que toca a la energía y a la velocidad, la situación es opuesta a lo que estamos acostumbrados.
En nuestro universo, el “universo lento”, un cuerpo inmóvil tiene energía nula; a medida que adquiere energía va moviéndose cada vez más deprisa, y cuando la energía se hace infinita el cuerpo va a la velocidad de la luz. En el “universo rápido”, un taquión de energía nula se mueve a velocidad infinita, y cuanta más energía adquiere más despacio va; cuando la energía se hace infinita, la velocidad se reduce a la de la luz.
En nuestro universo lento ningún cuerpo puede moverse más deprisa que la luz bajo ninguna circunstancia. En el universo rápido, un taquión no puede moverse más despacio que la luz en ninguna circunstancia. La velocidad de la luz es la frontera entre ambos universos y no puede ser cruzada.
Pero los taquiones ¿realmente existen? Nada nos impide decidir que es posible que exista un universo rápido que no viole la teoría de Einstein, pero el que sea posible no quiere decir que sea.
Una posible manera de detectar el universo rápido se basa en la consideración que un taquión, al atravesar un vacío con velocidad superior a la de la luz, tiene que dejar tras sí un rastro de luz potencialmente detectable. Naturalmente, la mayoría de los taquiones irían muy, muy deprisa, millones de veces más deprisa que la luz (igual que los objetos corrientes se mueven muy despacio, a una millonésima de la velocidad de la luz).
Los taquiones ordinarios y sus relámpagos de luz pasarían a nuestro lado mucho antes que nos pudiésemos percatar de su presencia. Tan sólo aquellos pocos de energía muy alta pasarían con velocidades próximas a la de la luz. Y aún así, recorrerían un kilómetro en algo así como 1/300.000 de segundo, de modo que detectarlos exigiría una operación harto delicada.
Pero supongamos que un objeto estuviese moviéndose ya más deprisa que la luz.
La luz se propaga a 299.793 kilómetros por segundo. Pero, ¿qué ocurriría si un objeto de un kilogramo de peso y de un centímetro de longitud se estuviera moviendo a 423.971 kilómetros por segundo? Utilizando las ecuaciones de Einstein comprobamos que el objeto tendría entonces una masa de - kilogramos y una longitud de + centímetros.
O dicho con otras palabras: cualquier objeto que se mueva más deprisa que la luz tendría que tener una masa y una longitud expresadas en lo que los matemáticos llaman “números imaginarios” (véase pregunta 6). Y como no conocemos ninguna manera de visualizar masas ni longitudes expresadas en números imaginarios, lo inmediato es suponer que tales cosas, al ser impensables, no existen.
Pero en el año 1967, Gerald Feinberg, de la Universidad Columbia, se preguntó si era justo proceder así. (Feinberg no fue el primero que sugirió la partícula; el mérito es de O. M. Bilaniuk y E. C. G. Sudarshan. Pero fue Feinberg quien divulgó la idea.) Pudiera ser, se dijo, que una masa y una longitud “imaginarias” fuesen simplemente un modo de describir un objeto con gravedad negativa (pongamos por caso): un objeto que, dentro de nuestro universo, repele a la materia en lugar de atraerla gravitatoriamente.
Feinberg llamó “taquiones” a estas partículas más rápidas que la luz y de masa y longitud imaginarias; la palabra viene de otra que en griego significa “rápido”. Si concedemos la existencia de estos taquiones, ¿podrán cumplir los requisitos de las ecuaciones de Einstein?
Aparentemente, sí. No hay inconveniente alguno en imaginar un universo entero de taquiones que se muevan más deprisa que la luz pero que sigan cumpliendo los requisitos de la relatividad. Sin embargo, en lo que toca a la energía y a la velocidad, la situación es opuesta a lo que estamos acostumbrados.
En nuestro universo, el “universo lento”, un cuerpo inmóvil tiene energía nula; a medida que adquiere energía va moviéndose cada vez más deprisa, y cuando la energía se hace infinita el cuerpo va a la velocidad de la luz. En el “universo rápido”, un taquión de energía nula se mueve a velocidad infinita, y cuanta más energía adquiere más despacio va; cuando la energía se hace infinita, la velocidad se reduce a la de la luz.
En nuestro universo lento ningún cuerpo puede moverse más deprisa que la luz bajo ninguna circunstancia. En el universo rápido, un taquión no puede moverse más despacio que la luz en ninguna circunstancia. La velocidad de la luz es la frontera entre ambos universos y no puede ser cruzada.
Pero los taquiones ¿realmente existen? Nada nos impide decidir que es posible que exista un universo rápido que no viole la teoría de Einstein, pero el que sea posible no quiere decir que sea.
Una posible manera de detectar el universo rápido se basa en la consideración que un taquión, al atravesar un vacío con velocidad superior a la de la luz, tiene que dejar tras sí un rastro de luz potencialmente detectable. Naturalmente, la mayoría de los taquiones irían muy, muy deprisa, millones de veces más deprisa que la luz (igual que los objetos corrientes se mueven muy despacio, a una millonésima de la velocidad de la luz).
Los taquiones ordinarios y sus relámpagos de luz pasarían a nuestro lado mucho antes que nos pudiésemos percatar de su presencia. Tan sólo aquellos pocos de energía muy alta pasarían con velocidades próximas a la de la luz. Y aún así, recorrerían un kilómetro en algo así como 1/300.000 de segundo, de modo que detectarlos exigiría una operación harto delicada.
¿Qué tienen de noble los gases nobles?
Los elementos que reaccionan difícilmente o que no reaccionan en absoluto con otros elementos se denominan "inertes". El nitrógeno y el platino son ejemplos de elementos inertes.
En la última década del siglo pasado se descubrieron en la atmósfera una serie de gases que no parecían intervenir en ninguna reacción química. Estos nuevos gases, helio, neón, argón, criptón, xenón y radón, son más inertes que cualquier otro elemento y se agrupan bajo el nombre de "gases inertes".
Los elementos inertes reciben a veces el calificativo de "nobles" porque esa resistencia a reaccionar con otros elementos recordaba un poco a la altanería de la aristocracia. El oro y el platino son ejemplo de "metales nobles", y por la misma razón se llamaba a veces "gases nobles" a los gases inertes. Hasta 1962 el nombre más común era el de "gases inertes", quizá porque lo de nobles parecía poco apropiado en sociedades democráticas.
La razón que los gases inertes sean inertes es que el conjunto de electrones de cada uno de sus átomos está distribuido en capas especialmente estables. La más exterior, en concreto, tiene ocho electrones. Así la distribución electrónica del neón es (2, 8) y la del argón (2, 8, 8). Como la adición o sustracción de electrones rompe esta distribución estable, no pueden producirse cambios electrónicos. Lo cual significa que no se pueden producir reacciones químicas y que esos elementos son inertes.
Ahora bien, el grado de inercia depende de la fuerza con que el núcleo, cargado positivamente y situado en el centro del átomo, sujeta a los ocho electrones de la capa exterior. Cuantas más capas electrónicas haya entre la exterior y el centro, más débil será la atracción del núcleo central.
Quiere esto decir que el gas inerte más complejo es también el menos inerte. El gas inerte de estructura atómica más complicada es el radón. Sus átomos tienen una distribución electrónica de (2, 8, 18, 32, 18, 8). El radón, sin embargo, está sólo constituido por, isótopos radiactivos y es un elemento con el que difícilmente se pueden hacer experimentos químicos. El siguiente en orden de complejidad es el xenón, que es estable. Sus átomos tienen una distribución electrónica de (2, 8, 18, 18, 8).
Los electrones más exteriores de los átomos de xenón y radón están bastante alejados del núcleo y, por consiguiente, muy sueltos. En presencia de átomos que tienen una gran apetencia de electrones, son cedidos rápidamente. El átomo con mayor apetencia de electrones es el flúor, y así fue como en 1962 el químico canadiense Neil Bartlett consiguió formar compuestos de xenón y flúor.
Desde entonces se ha conseguido formar también compuestos de radón y criptón. Por eso los químicos rehuyen el nombre de "gases inertes", porque, a fin de cuentas, esos átomos no son completamente inertes. Hoy día se ha impuesto la denominación de "gases nobles" y existe toda una rama de la química que se ocupa de los "compuestos de gases nobles".
Naturalmente, cuanto más pequeño es el átomo de un gas noble, más inerte es, y. no se ha encontrado nada que sea capaz de arrancarles algún electrón. El argón, cuya distribución electrónica es (2, 8, 8), y el neón, con (2, 8), siguen siendo completamente inertes. Y el más inerte de todos es el helio, cuyos átomos contienen una sola capa electrónica con dos electrones (que es lo máximo que puede alojar esa primera capa).
En la última década del siglo pasado se descubrieron en la atmósfera una serie de gases que no parecían intervenir en ninguna reacción química. Estos nuevos gases, helio, neón, argón, criptón, xenón y radón, son más inertes que cualquier otro elemento y se agrupan bajo el nombre de "gases inertes".
Los elementos inertes reciben a veces el calificativo de "nobles" porque esa resistencia a reaccionar con otros elementos recordaba un poco a la altanería de la aristocracia. El oro y el platino son ejemplo de "metales nobles", y por la misma razón se llamaba a veces "gases nobles" a los gases inertes. Hasta 1962 el nombre más común era el de "gases inertes", quizá porque lo de nobles parecía poco apropiado en sociedades democráticas.
La razón que los gases inertes sean inertes es que el conjunto de electrones de cada uno de sus átomos está distribuido en capas especialmente estables. La más exterior, en concreto, tiene ocho electrones. Así la distribución electrónica del neón es (2, 8) y la del argón (2, 8, 8). Como la adición o sustracción de electrones rompe esta distribución estable, no pueden producirse cambios electrónicos. Lo cual significa que no se pueden producir reacciones químicas y que esos elementos son inertes.
Ahora bien, el grado de inercia depende de la fuerza con que el núcleo, cargado positivamente y situado en el centro del átomo, sujeta a los ocho electrones de la capa exterior. Cuantas más capas electrónicas haya entre la exterior y el centro, más débil será la atracción del núcleo central.
Quiere esto decir que el gas inerte más complejo es también el menos inerte. El gas inerte de estructura atómica más complicada es el radón. Sus átomos tienen una distribución electrónica de (2, 8, 18, 32, 18, 8). El radón, sin embargo, está sólo constituido por, isótopos radiactivos y es un elemento con el que difícilmente se pueden hacer experimentos químicos. El siguiente en orden de complejidad es el xenón, que es estable. Sus átomos tienen una distribución electrónica de (2, 8, 18, 18, 8).
Los electrones más exteriores de los átomos de xenón y radón están bastante alejados del núcleo y, por consiguiente, muy sueltos. En presencia de átomos que tienen una gran apetencia de electrones, son cedidos rápidamente. El átomo con mayor apetencia de electrones es el flúor, y así fue como en 1962 el químico canadiense Neil Bartlett consiguió formar compuestos de xenón y flúor.
Desde entonces se ha conseguido formar también compuestos de radón y criptón. Por eso los químicos rehuyen el nombre de "gases inertes", porque, a fin de cuentas, esos átomos no son completamente inertes. Hoy día se ha impuesto la denominación de "gases nobles" y existe toda una rama de la química que se ocupa de los "compuestos de gases nobles".
Naturalmente, cuanto más pequeño es el átomo de un gas noble, más inerte es, y. no se ha encontrado nada que sea capaz de arrancarles algún electrón. El argón, cuya distribución electrónica es (2, 8, 8), y el neón, con (2, 8), siguen siendo completamente inertes. Y el más inerte de todos es el helio, cuyos átomos contienen una sola capa electrónica con dos electrones (que es lo máximo que puede alojar esa primera capa).
La maquinaria de la división celular es extraordinariamente complicada. El proceso consta de numerosos pasos en los que la membrana nuclear desaparece, el centrosoma se divide, los cromosomas forman réplicas de sí mismos, son capturados en la red en la red formada por los centrosomas divididos y se reparten en lados opuestos de la célula. Luego se forma una nueva membrana nuclear a ambos lados, mientras la célula se constriñe por el medio y se divide en dos.
¿Por qué las células de la sangre se reponen cada pocos meses, mientras que la mayoría de las células del cerebro duran toda la vida?
Los cambios químicos involucrados en todo esto son, sin duda alguna, mucho más complicados todavía. Sólo en los últimos años se han empezado a vislumbrar algunos de ellos. No tenemos ni la más ligera idea, por ejemplo de cuál es el cambio químico que hace que la célula deje de dividirse cuando ya no hace falta que lo haga. Si supiéramos la respuesta, podríamos resolver el problema del cáncer, que es un desorden en el crecimiento celular, una incapacidad de las células para dejar de dividirse.
Una criatura tan compleja como el hombre tiene (y debe tener) células extraordinariamente especializadas. Las células pueden realizar ciertas funciones que todas las demás pueden también realizar, pero es que en cada caso llevan su cometido hasta el extremo. Las células musculares han desarrollado una eficacia extrema en contraerse, las nerviosas en conducir impulsos eléctricos, las renales en permitir que pasen sólo ciertas sustancias y no otras. La maquinaria dedicada en esas células a la función especializada es tanta, que no hay lugar para los mecanismos de la división celular. Estas células, y todas las que poseen un cierto grado de especialización, tienen que prescindir de la división.
En términos generales podemos decir que una vez que un organismo ha alcanzado pleno desarrollo, ya no hay necesidad de un mayor tamaño, ni necesidad, por tanto, de más células.
Sin embargo, hay algunas que están sometidas a un continuo desgaste. Las células de la piel están en constante contacto con el mundo exterior, las de la membrana intestinal rozan con los alimentos y los glóbulos rojos chocan contra las paredes de los capilares. En todos estos casos, el rozamiento y demás avatares se cobran su tributo. En el caso de la piel y de las membranas intestinales, las células de las capas más profundas tienen que seguir siendo capaces de dividirse, a fin de reponer las células desprendidas por otras nuevas. De hecho, las células superficiales de la piel mueren antes de desprenderse, de modo que la capa exterior constituye una película muerta de protección, dura y resistente. Allí donde el rozamiento es especialmente grande, la capa muerta llega a formar callo.
Los glóbulos rojos de la sangre carecen de núcleo y, por consiguiente, de esa maquinaria, de división celular que está invariablemente concentrada en los núcleos. Pero en muchos lugares del cuerpo, sobre todo en la médula de ciertos huesos, hay células provistas de núcleos que se pueden dividir y formar células hijas; éstas a su vez, pierden gradualmente el núcleo y se convierten glóbulos rojos.
Algunas células que normalmente no se dividen una vez alcanzado el pleno desarrollo pueden, sin embargo hacerlo cuando hace falta una reparación. Un hueso, por ejemplo, que hace mucho que ha dejado de crecer, puede volver a hacerlo si sufre una rotura; crecerá lo justo para reparar la fractura y luego parará. (¡Qué lástima que las células nerviosas no puedan hacer lo propio!)
La vida de una célula concreta hasta ser reemplazada depende normalmente de la naturaleza y la intensidad de las tensiones a que está expuesta, por lo cual es muy difícil dar datos exactos. (Se ha comprobado qué la piel exterior de la planta de una rata queda completamente reemplazada, en ciertas condiciones, en dos semanas.) Una excepción son los glóbulos rojos, que están sometidos a un desgaste continuo e invariable. Los glóbulos rojos del hombre tienen una vida predecible de unos ciento veinticinco días.
Una criatura tan compleja como el hombre tiene (y debe tener) células extraordinariamente especializadas. Las células pueden realizar ciertas funciones que todas las demás pueden también realizar, pero es que en cada caso llevan su cometido hasta el extremo. Las células musculares han desarrollado una eficacia extrema en contraerse, las nerviosas en conducir impulsos eléctricos, las renales en permitir que pasen sólo ciertas sustancias y no otras. La maquinaria dedicada en esas células a la función especializada es tanta, que no hay lugar para los mecanismos de la división celular. Estas células, y todas las que poseen un cierto grado de especialización, tienen que prescindir de la división.
En términos generales podemos decir que una vez que un organismo ha alcanzado pleno desarrollo, ya no hay necesidad de un mayor tamaño, ni necesidad, por tanto, de más células.
Sin embargo, hay algunas que están sometidas a un continuo desgaste. Las células de la piel están en constante contacto con el mundo exterior, las de la membrana intestinal rozan con los alimentos y los glóbulos rojos chocan contra las paredes de los capilares. En todos estos casos, el rozamiento y demás avatares se cobran su tributo. En el caso de la piel y de las membranas intestinales, las células de las capas más profundas tienen que seguir siendo capaces de dividirse, a fin de reponer las células desprendidas por otras nuevas. De hecho, las células superficiales de la piel mueren antes de desprenderse, de modo que la capa exterior constituye una película muerta de protección, dura y resistente. Allí donde el rozamiento es especialmente grande, la capa muerta llega a formar callo.
Los glóbulos rojos de la sangre carecen de núcleo y, por consiguiente, de esa maquinaria, de división celular que está invariablemente concentrada en los núcleos. Pero en muchos lugares del cuerpo, sobre todo en la médula de ciertos huesos, hay células provistas de núcleos que se pueden dividir y formar células hijas; éstas a su vez, pierden gradualmente el núcleo y se convierten glóbulos rojos.
Algunas células que normalmente no se dividen una vez alcanzado el pleno desarrollo pueden, sin embargo hacerlo cuando hace falta una reparación. Un hueso, por ejemplo, que hace mucho que ha dejado de crecer, puede volver a hacerlo si sufre una rotura; crecerá lo justo para reparar la fractura y luego parará. (¡Qué lástima que las células nerviosas no puedan hacer lo propio!)
La vida de una célula concreta hasta ser reemplazada depende normalmente de la naturaleza y la intensidad de las tensiones a que está expuesta, por lo cual es muy difícil dar datos exactos. (Se ha comprobado qué la piel exterior de la planta de una rata queda completamente reemplazada, en ciertas condiciones, en dos semanas.) Una excepción son los glóbulos rojos, que están sometidos a un desgaste continuo e invariable. Los glóbulos rojos del hombre tienen una vida predecible de unos ciento veinticinco días.
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