Por Walter Goobar
Pobre Haití, conocido por el resto del mundo como la cuna del vudú –una religión que fue bastardeada por Hollywood–, epicentro luego de la mal llamada peste rosa –el sida–, y campeón invicto de la miseria en América Latina, ahora ha sido escogido por la naturaleza para producir uno de sus más mortíferos escalofríos. El terremoto de 7.3 puntos en la escala de Richter es sólo una pálida muestra de lo que puede ocurrir en el planeta con el cambio climático.
Tras el devastador terremoto del martes, Puerto Príncipe se ha convertido en un cementerio gigantesco en el que los vivos que duermen a la intemperie, se confunden con los muertos.
Con sus contradicciones y desigualdades, con su sobredosis de violencia y de caos, sus tiranos sanguinarios, su elite extraordinariamente insensible, sus políticos corruptos que se intercambian acusaciones de canibalismo, Haití es la parte más oscura y más anarquista del Caribe, más negra incluso que la propia África. Pero también es el país más fascinante y contradictorio del continente.
Haití es un país profundamente dividido, y no precisamente por las grietas que ha dejado el seísmo. Sobre las colinas de Petionville se alzaban hasta esta semana espléndidas casas de tres pisos construidas con materiales de primera calidad y antenas parabólicas apuntando hacia Miami. En esa ciudadela afrancesada, vivían las 630 poderosas familias con las que la tiranía de los Duvalier se repartieron la riqueza del país desde los años ’50. Al pie de esas colinas en la que se alza la ciudadela de los ricos, se encuentra Cité Soleil, una villa miseria construida con chapas y cajas de cartón, que es la contracara de Petionville.
Cuando uno camina por los tortuosos pasajes de este laberinto de chapa, cartón y seres humanos que conforman Cité Soleil, el aire se pone espeso. Lo que allí se respira no son sólo los hedores de la fruta y la comida al sol, ni tampoco el perfume de los escasos árboles de mango y almendro que han sobrevivido a la tala, sino el olor de la miseria.
“Haití es un Estado anárquico y prefeudal, donde pocos consiguen todo y muchos no consiguen nada”, escribe el norteamericano Herbert Gold en su libro titulado La mejor pesadilla sobre la Tierra.
Haití es hoy un país donde, según el mejor estudio disponible, cerca de 75% de la población “vive con menos de 2 dólares al día, y el 56% –cuatro millones y medio de personas– vive con menos de 1 dólar diario”.
En Haití la vejez no es un pecado ni un delito pero la expectativa de vida es de 52 años para los hombres y 55 para las mujeres. Es como si no supieran qué es la vejez porque ningún haitiano llega a la edad necesaria para poder contar de qué se trata.
Incluso antes del terremoto, las dos únicas maneras de sobrevivir que tenían los miles de chicos huérfanos: era convertirse en esclavo de alguna familia pudiente, o prostituirse en las calles de Petionville.
No se sabe, y probablemente nunca se sepa con certeza cuántos seres humanos fueron tragados y sepultados por la furia del terremoto, pero allí rige una máxima que dice que la suerte es la muerte y la muerte es una suerte. Haití fue la primera república negra del mundo, en la que esclavos analfabetos derrotaron en 1803, a las tropas de Napoleón Bonaparte y en 1904 declararon la independencia. Si bien Estados Unidos había conquistado antes su independencia, mantenía medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de tabaco.
Haití suele describirse mecánicamente como “el país más pobre del hemisferio occidental”. Pero esa pobreza es el legado directo del sistema de explotación colonial más brutal de la historia, agravado por decenios de sistemática opresión poscolonial. En septiembre de 1991 el gobierno encabezado por el sacerdote salesiano Jean-Bertrand Aristide, el primer presidente electo por voto popular en toda la historia de Haití, fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Raoul Cédras.
Una de las primeras entrevistas exclusivas con el golpista, la consiguió el autor de esta nota. Aún no había cesado el baño de sangre en las calles y el reportaje se desarrolló en el ahora destruido Palacio Presidencial. Cuando concluyó el cuestionario –formulado en un balbuceante francés de secundario–, el imperturbable y sonriente Cédras estrenó su perfecto español para preguntarme: “¿Qué esperaba encontrar?¿Uno de esos dictadores como los de García Márquez?”.
Al cabo de tres años se comprobó lo que siempre se había intuido: que Cédras y el resto de los golpistas habían estado a sueldo de la CIA y la oligarquía haitiana. En 1994, los Estados Unidos decidieron restituir al derrocado presidente Aristide por medio de una invasión pactada con los golpistas. El país estaba bloqueado por mandato de la ONU y los golpistas cada vez más desesperados.
Durante los días previos a esa invasión light, las bandas parapoliciales sometieron al autor de esta nota y a otros colegas a un simulacro de fusilamiento acusándonos de ser espías norteamericanos porque habíamos entrado por tierra desde República Dominicana ya que todas las comunicaciones estaban cortadas.
Por las noches cenábamos a la luz de las velas y de las balas, porque los parapoliciales aprovechaban los cortes de luz para matar a los dirigentes opositores y amedrentar a los representantes de la ONU, los argentinos Dante Caputo y Leandro Despuy.
Pero el Aristide que retornó custodiado por los norteamericanos ya no era el salesiano rebelde que había tenido la loca ocurrencia de querer un país menos injusto, sino una especie de caricatura de sí mismo. Los Estados Unidos le habían dado permiso para recuperar el gobierno, pero no el poder.
Para borrar las huellas de la participación norteamericana en la dictadura carnicera del general Cédras, los infantes de marina estadounidenses se llevaron 160.000 páginas de los archivos de los servicios secretos haitianos. Por cierto, el jefe de estación de la CIA en Puerto Príncipe también era un argentino.
El segundo gobierno de Aristide fue la última víctima de la perpetua injerencia estadounidense: fue derrocado en 2004 por un golpe cuyo guión se repitió en 2009 en Honduras. Los bailes del vudú siempre son en redondo para indicar el carácter circular y eterno de la vida y de la muerte. Como la trágica y recurrente historia de Haití.
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