La intimidad en Uruguay según J.P. Barrán
Demonio, mundo y carne
Demonio, mundo y carne
HACE YA CASI veinte años, los dos tomos de Historia de la sensibilidad en el Uruguay (1989, 1990) de José Pedro Barrán, generaron un suceso de lectura inédito para una investigación erudita producida por un académico. El historiador creó un vínculo con un círculo amplio de lectores interesados en la historia del país y su cultura, que se mantuvo en sus libros posteriores y persiste en el último. En Intimidad, divorcio y nueva moral en el Uruguay del Novecientos, Barrán retoma un momento de nuestra historia especialmente incitante, repite la fluidez de la escritura, y se atreve a un desenfado que admite como prerrogativa de la vejez. A las preguntas que cada vez se hace el historiador, agrega en este libro la introspección que devela los motivos "íntimos": establece así la temperatura adecuada para el tratamiento del tema.
Barrán se ve en la necesidad de confesar su obsesión personal por la ópera de Richard Wagner Tristán e Isolda para en seguida definir uno de los asuntos a estudiar: cómo y cuándo la pasión ligada al adulterio, "la transgresión moral más imperdonable y transida de culpa del siglo XIX", comenzó a admitirse en la sociedad uruguaya de comienzos del siglo XX. En un sentido más amplio, esto implica la posibilidad de percibir cómo se desplazan los límites de lo permitido y lo prohibido en un grupo social en un tiempo acotado.
Como en libros anteriores, el archivo, en diálogo con las hipótesis de trabajo, se despliega minucioso y envolvente. Genera una explicación y adquiere al mismo tiempo cierta autonomía, porque el lector va entendiendo y se va prendando de algunas historias, de personas y sucesos. Es lo que sucede, por ejemplo, con la "tragedia" o el "doble crimen" del Hotel del Prado: la triste historia del asesinato de Celia Rodríguez Larreta, perpetrado en 1904 por su marido, y la venganza del abogado y conocido "hombre de letras" Teófilo Díaz (Tax). Recuperar el presente del pasado significa volver a lo que sucedió y a lo que pudo haber sucedido, dice el historiador. La misma situación, unos años más tarde -leyes del divorcio aceptadas- pudo no haber tenido el mismo desenlace. Decirlo es una trivialidad, pero comprenderlo en su dimensión humana de historia personal y colectiva es una experiencia importante.
Esta cronista no puede hallar sino lógico -y apasionante- que en un libro sobre la intimidad, el arte sea una fuente de conocimiento privilegiada. La novela, la poesía, el teatro traen al mundo de la "luz", de las sensaciones, de las realidades apreciables y compartidas a los habitantes de la "oscuridad": las obsesiones, los deseos, las culpas, las vergüenzas. La lectura de Barrán actualiza, y por lo tanto circunscribe, algunos de los sentidos de las obras y las ubica en un contexto histórico preciso y conceptualmente acotado. Desde la actual marginalidad de la literatura, resulta removedor leer que Casa de muñecas de Ibsen fue utilizada como argumento en la lucha por la conquista del derecho al divorcio.
El espacio de la intimidad. Para estudiar la intimidad el historiador relativiza el valor explicativo de la contraposición espacial "adentro"/"afuera" en el sentido de propio o ajeno al individuo. "Detrás nuestro -escribe- siempre acecha la sospecha de que lo estrictamente individual carece de significación, es irrelevante por no representativo del todo. Error, ciertos misterios sociales residen y se expresan en nuestro `adentro`, de seguro porque ese `adentro` no es solo nuestro y es menos original de lo que pensamos con orgullo". Piensa que sucesos históricos trascendentes, como el control de la natalidad a comienzos del siglo XX por ejemplo, se resuelven en la esfera de lo íntimo más que de lo público.
Insiste, interpretando otro juego de opuestos, "Noche" y "Día", en algunas obras de arte, en que no se puede deslindar lo exterior de lo interior para explicar la experiencia de los hombres del pasado y del presente. "La Noche a la que se refiere el Tristán de Wagner, Tolstoi en su Diario y Céline en su novela [Viaje al fin de la noche], es el tiempo de los deseos, confesos e inconfesables, de las fantasías generosas y perversas, del amor y los asesinatos del pensamiento -los más siniestros-, en una palabra, de la intimidad. La Historia no solo debe dar cuenta de ella para conocer al hombre de carne y hueso que es su materia prima, sino también para comprender al Día, a lo público, lo colectivo".
Circunscribe lo íntimo diferenciándolo de lo cotidiano y lo privado. "Lo íntimo aludiría inequívocamente, a nuestro entender y el de los hombres del Novecientos, a la interioridad psíquica del sujeto, a sus secretos más que a lo visible, sus angustias, iras, temores y amores, a su mundo de sueños y proyectos; podía ser el lugar del refugio del yo ante las intemperancias del "afuera", pero era también el lugar del conflicto consigo mismo, el otro, la familia o la sociedad".
Barrán revisa, en este libro, la contraposición entre lo bárbaro y lo civilizado planteada en el capítulo X del tomo II de Historia de la sensibilidad en el Uruguay, "Las desvergüenzas del yo". Dice que su supuesto fue erróneo, que "aquellos hombres y mujeres no se exhibían ni mostraban sus historias familiares, simplemente continuaban con la tradición colonial y defendían públicamente, en los tribunales y en los periódicos, su honor, su honra y la decencia presidiendo el `buen nombre` del individuo".
En la perspectiva de una tradición, el "buen nombre" puede pensarse como una herencia, un legado a los descendientes. El apellido de un individuo establece una procedencia, reafirma la existencia de un mundo anterior al nacimiento en el que el sujeto se inscribe. Entre el nombre y el apellido se establece un juego de relaciones que mucho tiene que ver con el espacio de la intimidad y la identidad del sujeto. Suele considerarse que la noción de intimidad tiene un origen en Las Confesiones de Jean-Jacques Rousseau. Según Hannah Arendt (La condición humana) Rousseau fue "el primer explorador claro y en cierto grado incluso teórico de la intimidad". En su caso, dice, "era como si Jean-Jacques se rebelara contra un hombre llamado Rousseau". Es memorable el inicio del Libro Primero (1712-1719) de Las Confesiones: "Emprendo una obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo…". Se imagina (¿Jean-Jacques?) en el Juicio Final argumentando: "He aquí lo que hice, lo que pensé y lo que fui. Con igual franqueza dije lo bueno y lo malo. Nada malo me callé ni me atribuí nada bueno; si me ha sucedido emplear algún adorno insignificante, lo hice solo para llenar un vacío de mi memoria. Pude haber supuesto cierto lo que pudo haberlo sido, mas nunca lo que sabía que era falso. Me he mostrado como fui, despreciable y vil, o bueno, generoso y sublime cuando lo he sido. He descubierto mi alma tal como Tú la has visto, ¡oh Ser Supremo!...". Con el Ser Supremo por testigo, plantea el problema de los límites de la honestidad, pues la voluntad de ser honesto no garantiza el llegar a serlo. Esta inseguridad, esta necesidad de un trabajo consigo mismo para encontrar una verdad personal son descubrimientos importantes para el desarrollo de una moral que reclamará también el derecho al secreto y a la reserva.
Iglesia y "nueva moral". El cristianismo concibió a un hombre "ocupado" por el enemigo. Barrán cita a San Pablo que, "en el siglo I, en su Epístola a los Romanos, expresó la condena extrema de la `carne`. Advirtió nuestra `servidumbre` al cuerpo, y juzgó el acceder a sus deseos como la forma perfecta de la esclavitud mientras la libertad del alma solo podía obtenerse negándolos: `Pues bien sé yo que nada bueno habita en mí, es decir, en mi carne; en efecto, querer el bien lo tengo a mi alcance, mas no el realizarlo, puesto que no hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero. Y si hago lo que no quiero, no soy quien lo obra, sino el pecado que habita en mí`". San Pablo luchó contra el pecado de la carne para conquistarse como ser libre y devoto. El proceso que se abre a mediados del siglo XIX en el Uruguay hará del admitir los reclamos del cuerpo y el deseo el primer paso hacia la manifestación de un sujeto libre.
El "pecado de la carne", tormento de curas y feligreses, postuló a la mujer como principal tentación y al matrimonio "para toda la vida" como una de las formas de contención. Intimidad, divorcio y nueva moral en el Uruguay del Novecientos tiene un apéndice documental en el que se encuentran las "Memorias de Adriana Bustamante", la madre del historiador Raúl Montero Bustamante. "La mujer honrada no tiene historia", escribe, luego de aclararle a su hijo que no espere nada "novelesco ni extraordinario" sino "la simple relación de una hija del hogar, esposa y madre más tarde". Si fuera posible establecer un "grado cero" de la integración y la aceptación de un orden dado, las declaraciones de Adriana podrían estar en ese rango. Hannah Arendt plantea en La condición humana una noción de lo privado que parte de un sentido originario: "privado de…". Dice que lo público para la democracia griega era la posibilidad de realización más alta del sujeto libre. El que tiene solucionadas sus necesidades y puede opinar y ejercer como ciudadano de la polis. También señala que lo privado, en otro sentido, es el lugar de realización de las necesidades; el refugio de la mirada de los otros, el lugar del cuerpo. Las dos acepciones de lo privado parecen seguir siendo pertinentes para explicar la situación de la mujer en el Uruguay durante el siglo XIX.
Pero lo que le interesa al historiador es justamente señalar el cambio: la lucha del individuo por vivir de acuerdo a una moral más deudora de sus convicciones que de una tradición o cualquier orden ya constituido. Barrán da ejemplos de cómo el conflicto, la transgresión y el deseo "de la piel de otro" son creadores de subjetividad. Su investigación postula que desde mediados del siglo XIX en la sociedad uruguaya "el espacio de lo íntimo se hizo más denso en el sujeto, a la vez que creció el individualismo en la sociedad"; el sujeto reclamó el control de su conducta, al mismo tiempo en que la sociedad vivía un proceso de secularización.
"El divorcio y el control de la natalidad aparecerán como los protagonistas tempranos y desafiantes de las novedades éticas en los primeros treinta años del siglo XX uruguayo". Batllistas, anarquistas e intelectuales unieron sus fuerzas contra el poder de la Iglesia y su moral tradicional. El batllismo radical peleó contra "prejuicios" y "lugares comunes". "Ser batllista, socialista o anarquista era algo más que una posición ideológica, exigía determinado tipo de conductas, desde la no concurrencia a la Iglesia al envío de los hijos a escuelas laicas, desde la comprensión de los orígenes sociales del delito y la prostitución…".
En esta perspectiva, la lucha por el divorcio por la sola voluntad de uno de los miembros de la pareja, fue política, social y moral. El minucioso análisis de las tres leyes de divorcio permite seguir un apasionante y apasionado ir y venir de argumentos. La primera ley, del 26 de octubre de 1907, presentada por Carlos Oneto y Viana, mantenía en sus causales el juicio discriminatorio sobre las acciones del hombre y la mujer, pero hizo que se despenalizara el adulterio, pues el código penal consideraba al amante como "co-delincuente". La segunda, del 11 de julio de 1910, eliminó restricciones: uno se podía divorciar cuantas veces deseara y la mujer podía alegar también "malos tratamientos", causal restringida en la anterior solo al marido. La tercera, del 9 de setiembre de 1913, presentada por Ricardo J. Areco agregaba un inciso que decía que también procedería el divorcio por "la sola voluntad de uno solo de los cónyuges". El proyecto de Areco implicaba el triunfo del derecho a una moral personal. Juan Pedro Castro, colorado, liberal, "prudente", lo consideró un exceso: era "salir del terreno verdaderamente humano y colocarse en el absolutamente romántico" en el que solo el "amor" justificaba las uniones; era, y la referencia a Ibsen y su Casa de muñecas de 1879 es obvia, identificarse con "algunos dramaturgos contemporáneos" y su afirmación "`de que cada cual viva su vida` sin respetar los derechos de los demás". Areco enarboló argumentos feministas de defensa de la mujer, que fueron rechazados. Como alternativa, Domingo Arena presentó el divorcio por la sola voluntad de la mujer, que fue aprobado por el senado.
¿Cien años no es nada? Si propiciar una mirada "nueva" sobre la actualidad es un rasgo propio del ensayo, este libro de historia también lo es. La inscripción del yo del investigador, al que "todavía le cuesta expresarse en primera persona", tal vez sea una huella menor de lo ensayístico, pero no es un rasgo menor el juego de contrastes entre algunas conductas, formas de vida, sensibilidades surgidas y asentadas en el Novecientos y nuestro presente cercano e inmediato.
El historiador invita a percibir el "afuera" en una parábola de cien años: 1875-1975. "El 26 de agosto de 1875, Julio Herrera y Obes, en plenos preparativos revolucionarios contra el gobierno surgido de un motín militar, desde un vapor que lo llevaría de Montevideo a Buenos Aires, escribió a su novia, Elvira Reyes: `Yo he sacrificado a la política y a mi país, mi tiempo, mi tranquilidad, mis más tiernas y dulces afecciones…´". En paralelo toma del libro de Clara Aldrighi, La izquierda armada, unas palabras de Carlos Liscano: "Representar dos vidas, no tener futuro, la ausencia de un horizonte, aunque fuese imaginario, la imposibilidad de construir una familia, era duro".
En esa perspectiva larga el historiador percibe la irrupción, en los años sesenta del siglo pasado, de una ética de la militancia, sacrificial y de "entrega" a una causa, como un quiebre de aquella noción de vida amable y más permeable a los deseos que el batllismo había conquistado en las primeras décadas del siglo. En los sesenta, "el practicante del individualismo de las clases medias, aun las acomodadas, sintió (siente) la nostalgia del colectivo, del `afuera`, y respondió a ella integrándose a movimientos que sirvieron de cobijo, resguardo, compañerismo, escape frente a la angustia o la responsabilidad de enfrentar solos el destino. Entonces el joven que se había rebelado contra la moral y las conductas de sus padres, que con insolencia proclamó los derechos de su yo y sus deseos, tornó a rendir culto a las disciplinas de afuera, a los `límites`, bajo las rígidas formas éticas y políticas que asumieron a menudo en el Uruguay ciertas izquierdas, fuesen de signo laico o religioso". El batllismo defendió una "vida fácil y agradable"; hay que esperar a la dictadura, a los economistas neoliberales y a la izquierda militante para que esa noción fuera nuevamente condenada, para que se exaltaran más los deberes que los derechos, explica el historiador.
El otro gran contraste señalado se articula en el contrapunto de mostrarse (hoy) y esconderse (en el Novecientos). El hilo que otorga sentido a estos cambios es "la creciente individualización del sujeto". "Ahora sí, este proclama a su diversidad la forma de ser de la normalidad, y a sí mismo, la fuente legitimadora de la moral".
INTIMIDAD, DIVORCIO Y NUEVA MORAL EN EL URUGUAY DEL NOVECIENTOS, de José Pedro Barrán. Banda Oriental. Montevideo. 382 págs.
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