sábado, octubre 03, 2009

Discurso al Congreso Constituyente de Bolivia Simón Bolívar

¡Legisladores! Al ofreceros el Proyecto de Constitución para Bolivia, me siento sobrecogido de confusión y timidez, porque estoy persuadido de mi incapacidad para hacer leyes. Cuando yo considero que la sabiduría de todos los siglos no es suficiente para componer una ley fundamental que sea perfecta, y que el más esclarecido Legislador es la causa inmediata de la infelicidad humana, y la burla, por decirlo así, de su ministerio divino ¿qué deberé deciros del soldado que, nacido entre esclavos y sepultado en los desiertos de su patria, no ha visto más que cautivos con cadenas, y compañeros con armas para romperlas? ¡Yo Legislador…! Vuestro engaño y mi compromiso se disputan la preferencia: no sé quién padezca más en este horrible conflicto; si vosotros por los males que debéis temer de las leyes que me habéis pedido, o yo del oprobio a que me condenáis por vuestra confianza.

He recogido todas mis fuerzas para exponeros mis opiniones sobre el modo de manejar hombres libres, por los principios adoptados entre los pueblos cultos; aunque las lecciones de la experiencia sólo muestran largos periodos de desastres, interrumpidos por relámpagos de ventura. ¿Qué guías podremos seguir a la sombra de tan tenebrosos ejemplos?

¡Legisladores! Vuestro deber os llama a resistir el choque de dos monstruosos enemigos que recíprocamente se combaten, y ambos os atacarán a la vez: la tiranía y la anarquía forman un inmenso océano de opresión, que rodea a una pequeña isla de libertad, embatida perpetuamente por la violencia de las olas y de los huracanes, que la arrastran sin cesar a sumergirla. Mirad el mar que vais a surcar con una frágil barca, cuyo piloto es tan inexperto.

El Proyecto de Constitución para Bolivia está dividido en cuatro Poderes Políticos, habiendo añadido uno más, sin complicar por esto la división clásica de cada uno de los otros. El Electoral ha recibido facultades que no le estaban señaladas en otros Gobiernos que se estiman entre los más liberales. Estas atribuciones se acercan en gran manera a las del sistema federal. Me ha parecido no sólo conveniente y útil, sino también fácil, conceder a los Representantes inmediatos del pueblo los privilegios que más pueden desear los ciudadanos de cada Departamento, Provincia o Cantón. Ningún objeto es más importante a un Ciudadano que la elección de sus Legisladores, Magistrados, Jueces y Pastores. Los Colegios Electorales de cada Provincia representan las necesidades y los intereses de ellas y sirven para quejarse de las infracciones de las leyes, y de los abusos de los Magistrados. Me atrevería a decir con alguna exactitud que esta representación participa de los derechos de que gozan los gobiernos particulares de los Estados federados. De este modo se ha puesto nuevo peso a la balanza contra el Ejecutivo; y el Gobierno ha adquirido más garantías, más popularidad, y nuevos títulos, para que sobresalga entre los más democráticos.

Cada diez Ciudadanos nombran un Elector; y así se encuentra la nación representada por el décimo de sus Ciudadanos. No se exigen sino capacidades, ni se necesita de poseer bienes, para representar la augusta función del Soberano; mas debe saber escribir sus votaciones, firmar su nombre, y leer las leyes. Ha de profesar una ciencia, o un arte que le asegure un alimento honesto. No se le ponen otras exclusiones que las del crimen, de la ociosidad y de la ignorancia absoluta. Saber y honradez, no dinero, es lo que requiere el ejercicio del Poder Público.

El Cuerpo Legislativo tiene una composición que lo hace necesariamente armonioso entre sus partes: no se hallará siempre dividido por falta de un juez árbitro, como sucede donde no hay más que dos Cámaras. Habiendo aquí tres, la discordia entre dos queda resuelta por la tercera; y la cuestión examinada por dos partes contendientes, y un imparcial que la juzga: de ese modo ninguna ley útil queda sin efecto, o por lo menos habrá sido vista una, dos y tres veces, antes de sufrir la negativa. En todos los negocios entre dos contrarios se nombra un tercero para decidir, y ¿no sería absurdo que en los intereses más arduos de la sociedad se desdeñara esta providencia dictada por una necesidad imperiosa? Así las cámaras guardarán entre sí aquellas consideraciones que son indispensables para conservar la unión del todo, que debe deliberar en el silencio de las pasiones y con la calma de la sabiduría. Los Congresos modernos, me dirán, se han compuesto de solas dos secciones. Es porque en Inglaterra, que ha servido de modelo, la nobleza y el pueblo debían representarse en dos Cámaras; y si en Norte América se hizo lo mismo sin haber nobleza, puede suponerse que la costumbre de estar bajo el Gobierno inglés, le inspiró esta imitación. El hecho es, que dos cuerpos deliberantes deben combatir perpetuamente: y por esto Siéyès no quería más que uno. Clásico absurdo.

La primera Cámara es de Tribunos, y goza de la atribución de iniciar las leyes relativas a Hacienda, Paz y Guerra. Ella tiene la inspección inmediata de los ramos que el Ejecutivo administra con menos intervención del Legislativo.

Los Senadores forman los Códigos y Reglamentos eclesiásticos, y velan sobre los Tribunales y el Culto. Toca al Senado escoger los Prefectos, los Jueces del distrito, Gobernadores, Corregidores, y todos los Subalternos del Departamento de Justicia. Propone a la Cámara de Censores los miembros del Tribunal Supremo, los Arzobispos, Obispos, Dignidades y Canónigos. Es del resorte del Senado, cuanto pertenece a la Religión y a las leyes.

Los Censores ejercen una potestad política y moral que tiene alguna semejanza con la del Areópago de Atenas, y de los Censores de Roma. Serán ellos los fiscales contra el Gobierno para celar si la Constitución y los Tratados públicos se observan con religión. He puesto bajo su éjida el Juicio Nacional, que debe decidir de la buena o mala administración del Ejecutivo.

Son los Censores los que protegen la moral, las ciencias, las artes, la instrucción y la imprenta. La más terrible como la más augusta función pertenece a los Censores. Condenan a oprobio eterno a los usurpadores de la autoridad soberana, y a los insignes criminales. Conceden honores públicos a los servicios y a las virtudes de los ciudadanos ilustres. El fiel de la gloria se ha confiado a sus manos: por lo mismo, los Censores deben gozar de una inocencia intacta, y de una vida sin mancha. Si delinquen, serán acusados hasta por faltas leves. A estos Sacerdotes de las leyes he confiado la conservación de nuestras sagradas tablas, porque son ellos los que deben clamar contra sus profanadores.

El presidente de la República viene a ser en nuestra Constitución, como el sol que, firme en su centro, da vida al Universo. Esta suprema Autoridad debe ser perpetua; porque en los sistemas sin jerarquías se necesita más que en otros, un punto fijo alrededor del cual giren los Magistrados y los ciudadanos: los hombres y las cosas. Dadme un punto fijo, decía un antiguo; y moveré el mundo. Para Bolivia, este punto es el Presidente vitalicio. En él estriba todo nuestro orden, sin tener por esto acción. Se le ha cortado la cabeza para que nadie tema sus intenciones, y se le han ligado las manos para que a nadie dañe.

El Presidente de Bolivia participa de las facultades del Ejecutivo Americano, pero con restricciones favorables al pueblo.- su duración es la de los Presidentes de Haití. Yo he tomado para Bolivia el Ejecutivo de la República más democrática del mundo.

La isla de Haití, (permítaseme esta digresión) se hallaba en insurrección permanente: después de haber experimentado el imperio, el reino, la república, todos los gobiernos conocidos y algunos más, se vio forzada a ocurrir al Ilustre Petión para que la salvase. Confiaron en él, y los destinos de Haití no vacilaron más. Nombrado Petión Presidente vitalicio con facultades para elegir el sucesor, ni la muerte de este grande hombre, ni la sucesión del nuevo Presidente, han causado el menor peligro en el Estado: todo ha marchado bajo el digno Boyer, en la calma de un reino legítimo. Prueba triunfante de que un Presidente vitalicio, con derecho para elegir el sucesor, es la inspiración más sublime en el orden republicano.

El Presidente de Bolivia será menos peligroso que el de Haití, siendo el modo de sucesión más seguro para el bien del Estado. Además el Presidente de Bolivia está privado de todas las influencias: no nombra los Magistrados, los Jueces, ni las Dignidades eclesiásticas, por pequeñas que sean. Esta disminución de poder no la ha sufrido todavía ningún gobierno bien constituido: ella añade trabas sobre trabas a la autoridad de un Jefe que hallará siempre a todo el pueblo dominado por los que ejercen las funciones más importantes de la sociedad. Los Sacerdotes mandan en las conciencias, los Jueces en la propiedad, el honor, y la vida, y los Magistrados en todos los actos públicos. No debiendo éstos sino al Pueblo sus dignidades, su gloria y su fortuna, no puede el Presidente esperar complicarlos en sus miras ambiciosas. Si a esta consideración se agregan las que naturalmente nacen de las oposiciones generales que encuentra un Gobierno democrático en todos los momentos de su administración, parece que hay derecho para estar cierto de que la usurpación del Poder público dista más de este Gobierno que de otro ninguno.

¡Legisladores! La libertad de hoy más será indestructible en América. Véase la naturaleza salvaje de este continente, que expele por sí sola el orden monárquico: los desiertos convidan a la independencia. Aquí no hay grandes nobles, grandes eclesiásticos. Nuestras riquezas eran casi nulas, y en el día lo son todavía más. Aunque la Iglesia goza de influencia, está lejos de aspirar al dominio, satisfecha con su conservación. Sin estos apoyos, los tiranos no son permanente; y si algunos ambiciosos se empeñan en levantar imperios, Dessalines, Cristóbal, Iturbide, les dicen lo que deben esperar. No hay poder más difícil de mantener que el de un príncipe nuevo. Bonaparte, vencedor de todos los ejércitos, no logró triunfar de esta regla, más fuerte que los imperios. Y si el gran Napoleón no consiguió mantenerse contra la liga de los republicanos y de los aristócratas ¿quién alcanzará, en América, fundar monarquías, en un suelo incendiado con las brillantes llamas de la libertad, y que devora las tablas que se le ponen para elevar esos cadalsos regios? No, Legisladores: no temáis a los pretendientes a coronas: ellas serán para sus cabezas la espada pendiente sobre Dionisio. Los Príncipes flamantes que se obcequen hasta construir tronos encima de os escombros de la libertad, erigirán túmulos a sus cenizas, que digan a los siglos futuros cómo prefirieron su fatua ambición a la libertad y a la gloria.

Los límites constitucionales del Presidente de Bolivia, son los más estrechos que se conocen: apenas nombrar los empleados de hacienda, paz y guerra: manda el ejército. He aquí sus funciones.

La administración pertenece toda al Ministerio, responsable a los Censores, y sujeta a la vigilancia celosa de todos los Legisladores, Magistrados, Jueces y Ciudadanos. Los aduanistas, y los soldados únicos agentes de este ministerio, no son a la verdad, los más adecuados para captarle la aura popular; así su influencia será nula.

El Vice-Presidente es el Magistrado más encadenado que ha servido el mando: obedece juntamente al Legislativo y al Ejecutivo de un gobierno republicano. Del primero recibe las leyes; del segundo las órdenes: y entre esas dos barreras ha de marchar por un camino angustiado y flanqueado de precipicios. A pesar de tantos inconvenientes, es preferible gobernar de este modo, más bien que con imperio absoluto. Las barreras constitucionales ensanchan una conciencia política, y le dan firme esperanza de encontrar el final que la guíe entre los escollos que la rodean: ellas sirven de apoyo contra los empujes de nuestras pasiones, concertadas con los intereses ajenos.

En el gobierno de los Estados Unidos se ha observado últimamente la práctica de nombrar al primer Ministro para suceder al Presidente. Nada es tan conveniente, en una república, como este método: reúne la ventaja de poner a la cabeza de la administración un sujeto experimentado en el manejo del Estado. Cuando entra a ejercer sus funciones, va formado,, y lleva consigo la aureola de la popularidad, y una práctica consumada. Me he apoderado de esta idea, y la he establecido como ley.

El Presidente de la República nombra al Vice-Presidente, para que administre el estado, y le suceda en el mando. Por esta providencia se evitan las elecciones, que producen el grande azote de las repúblicas, la anarquía, que es el lujo de la tiranía, y el peligro más inmediato y más terrible de los gobiernos populares. Ved de qué modo sucede como en los reinos legítimos, la tremenda crisis de las repúblicas.

El Vice-Presidente debe ser el hombre más puro: la razón es, que si el primer Magistrado no elige un ciudadano muy recto, debe temerle como a enemigo encarnizado; y sospechar hasta de sus secretas ambiciones. Este Vice-Presidente ha de esforzarse a merecer por sus buenos servicios el crédito que necesita para desempeñar las más altas funciones, y esperar la gran recompensa nacional -el mando supremo. El Cuerpo Legislativo y el pueblo exigirán capacidades y talentos de parte de ese Magistrado; y le pedirán una ciega obediencia a las leyes de la libertad.

Siendo la herencia la que perpetúa el régimen monárquico, y lo hace casi general en el mundo: ¿cuanto más útil no es el método que acabo de proponer para la sucesión del Vice-Presidente? ¿Qué fueran los príncipes hereditarios elegidos por el mérito, y no por la suerte; y que en lugar de quedarse en la inacción y en la ignorancia, se pusiesen a la cabeza de la administración? Serían sin duda, Monarcas más esclarecidos y harían la dicha de los pueblos. Si, Legisladores, la monarquía que gobierna la tierra, ha obtenido sus títulos de aprobación de la herencia que la hace estable, y de la unidad que la hace fuerte. Por esto, aunque un príncipe soberano es un niño mimando, enclaustrado en su palacio, educado por la adulación y conducido por todas las pasiones, este príncipe que me atrevería a llamar la ironía del hombre, manda al género humano, porque conserva el orden de las cosas y la subordinación entre los ciudadanos, con un poder firme, y una acción constante. Considerad, Legisladores, que estas grandes ventajas se reúnen en el Presidente vitalicio y Vice-Presidente hereditario.

El Poder Judicial que propongo goza de una independencia absoluta: en ninguna parte tiene tanta. El pueblo presenta los candidatos, y el Legislativo escoge los individuos que han de componer los Tribunales. Si el Poder Judicial no emana de este origen, es imposible que conserve en toda su pureza, la salvaguardia de los derechos individuales. Estos derechos, Legisladores, son los que constituyen la libertad, la igualdad, la seguridad, todas las garantías del orden social. La verdadera constitución liberal está en los códigos civiles y criminales; y la más terrible tiranía la ejercen los Tribunales por el tremendo instrumento de las leyes. De ordinario el Ejecutivo no es más que el depositario de la cosa pública; pero los Tribunales son los árbitros de las cosas propias -de las cosas de los individuos-. El Poder Judicial contiene la medida del bien o del mal de los ciudadanos; y si hay libertad, si hay justicia en la República, son distribuidas por este poder. Poco importa a veces la organización política, con tal que la civil sea perfecta; que las leyes se cumplan religiosamente, y se tengan por inexorables como el destino.

Era de esperarse, conforme a las ideas del día, que prohibiésemos el uso del tormento, de las confesiones; y que cortásemos la prolongación de los pleitos en el intrincado laberinto de las apelaciones.

El territorio de la República se gobierna por Prefectos, Gobernadores, Corregidores, Jueces de Paz y Alcaldes. No he podido entrar en el régimen interior y facultades de estas jurisdicciones; es mi deber, sin embargo, recomendar al Congreso los reglamentos concernientes al servicio de los departamentos y provincias. Tened presente, Legisladores, que las naciones se componen de ciudades y de aldeas; y que del bienestar de éstas se forma la felicidad del Estado. Nunca prestaréis demasiado vuestra atención al buen régimen de los departamentos. Este punto es de predilección en la ciencia legislativa y no obstante es harto desdeñado.

He dividido la fuerza armada en cuatro partes: ejército de línea, escuadra, milicia nacional, y resguardo militar. El destino del ejército es guarnecer la frontera. ¡Dios nos preserve de que vuelva sus armas contra los ciudadanos! Basta la milicia nacional para conservar el orden interno. Bolivia no posee grandes costas, y por o mismo es inútil la marina: debemos, a pesar de esto, obtener algún día uno y otro. El resguardo militar es preferible por todos respectos al de guardas: un servicio semejante es más inmoral que superfluo: por tanto interesa a la República, guarnecer sus fronteras con tropas de línea, y tropas de resguardo contra la guerra del fraude.

He pensado que la constitución de Bolivia debiera reformarse por períodos, según lo exige el movimiento del mundo moral. Los trámites de la reforma se han señalado en los términos que he juzgado más propios del caso.

La responsabilidad de los empleados se señala en la Constitución Boliviana del modo más efectivo. Sin responsabilidad, sin represión, el estado es un caos. Me atrevo a instar con encarecimiento a los Legisladores, para que dicten leyes fuertes y terminantes sobre esta importante materia. Todos hablan de responsabilidad, pero ella se queda en los labios. No hay responsabilidad, Legisladores: Los Magistrados, Jueces y Empleados abusan de sus facultades, porque no se contiene con rigor a los agentes de la administración; siendo entre tanto los ciudadanos víctimas de este abuso. Recomendara yo una ley que prescribiera un método de responsabilidad anual para cada Empleado.

Se han establecido las garantías más perfectas: la libertad civil es la verdadera libertad; las demás son nominales, o de poca influencia con respecto a los ciudadanos. Se ha garantizado la seguridad personal, que es el fin de la sociedad, y de la cual emanan las demás. En cuanto a la propiedad, ella depende del código civil que vuestra sabiduría debiera componer luego, para la dicha de vuestros conciudadanos. He conservado intacta la ley de las leyes -la igualdad: sin ella perecen todas las garantías, todos los derechos. A ella debemos hacer los sacrificios. A sus pies he puesto, cubierta de humillación, a la infame esclavitud

Legisladores, la infracción de todas las leyes es la esclavitud La ley que la conservara, sería la más sacrílega. ¿Qué derecho se alegraría para su conservación? Mírese este delito por todos aspectos, y no me persuado a que haya un solo Boliviano tan depravado, que pretenda legitima la más insigne violación de la dignidad humana. ¡Un hombre poseído por otro! ¡Un hombre propiedad! Una imagen de Dios puesta al yugo como el bruto! Dígasenos ¿dónde están los títulos de los usurpadores del hombre? La Guinea nos los ha mandado, pues el Africa devastada por el fratricidio, no ofrece más que crímenes. Trasplantadas aquí estas reliquias de aquellas tribus africanas, ¿qué ley o potestad será capaz de sancionar el dominio sobre estas víctimas? Transmitir, prorrogar, eternizar este crimen mezclado de suplicios, es el ultraje más chocante. Fundar un principio de posesión sobre la más feroz delincuencia no podría concebirse sin el trastorno de los elementos del derecho, y sin la perversión más absoluta de las nociones del deber. Nadie puede romper el santo dogma de la igualdad. Y ¿habrá esclavitud donde reina la igualdad? Tales contradicciones formarían más bien el vituperio de nuestra razón que el de nuestra justicia: seriamos reputados por más dementes que usurpadores.

Si no hubiera un dios Protector de la inocencia y de la libertad, prefiriera la suerte de un león generoso, dominando en los desiertos y en los bosques, a la de un cautivo al servicio de un infame tirano que, cómplice de sus crímenes, provocara la cólera del Cielo. Pero no: Dios ha destinado el hombre a la libertad: él lo protege para que ejerza la celeste función del albedrío.

¡Legisladores! Haré mención de un artículo que, según mi conciencia, he debido omitir. En una constitución política no debe prescribirse una profesión religiosa; porque según las mejores doctrinas sobre las leyes fundamentales, éstas son las garantías de los derechos políticos y civiles; y como la religión no toca a ninguno de estos derechos, ella es de naturaleza indefinible en el orden social, y pertenece a la moral intelectual. La Religión gobierna al hombre en la casa, en el gabinete, dentro de sí mismo: sólo ella tiene derecho de examinar su conciencia íntima. Las leyes, por el contrario, miran la superficie de las cosas: no gobiernan sino fuera de la casa del ciudadano. Aplicando estas consideraciones ¿podrá un Estado regir la conciencia de los súbditos, velar sobre el cumplimiento de las leyes religiosas, y dar el premio o el castigo, cuando los tribunales están en el Cielo y cuando Dios es el juez? La inquisición solamente sería capaz de reemplazarlos en este mundo. ¿Volverá la inquisición con sus teas incendiarias?.

La Religión es la ley de la conciencia. Toda ley sobre ella la anula porque imponiendo la necesidad al deber, quita el mérito a la fe, que es la base de la Religión. Los preceptos y los dogmas sagrados son útiles, luminosos y de evidencia metafísica; todos debemos profesarlos, mas este deber es moral, no político.

Por otra parte, ¿cuáles son en este mundo los derechos del hombre hacia la Religión? Ellos están en el Cielo; allá el tribunal recompensa el mérito, y hace justicia según el código que ha dictado el Legislador. Siendo todo esto de jurisdicción divina, me parece a primera vista sacrílego y profano mezclar nuestras ordenanzas con los mandamientos del Señor. Prescribir, pues, la Religión, no toca al Legislador; porque éste debe señalar penas a las infracciones de las leyes, para que no sean meros consejos. No habiendo castigos temporales, ni jueces que los apliquen, la ley deja de ser ley.

El desarrollo moral del hombre es la primera intención del Legislador: luego que este desarrollo llega a lograrse el hombre apoya su moral en las verdades reveladas, y profesa de hecho la Religión que es tanto más eficaz, cuanto que la ha adquirido por investigaciones propias. Además, los padres de familia no pueden descuidar el deber religioso hacia sus hijos. Los Pastores espirituales están obligados a enseñar la ciencia del Cielo: ejemplo de los verdaderos discípulos de Jesús, es el maestro más elocuente de su divina moral; pero la moral no se manda, ni el que manda es maestro, ni la fuerza debe emplearse en dar consejos. Dios y sus Ministros son las autoridades de la Religión que obra por medios y órganos exclusivamente espirituales; pero de ningún modo el Cuerpo Nacional, que dirige el poder público a objetos puramente temporales.

Legisladores, al ver ya proclamada la nueva Nación Boliviana, ¡cuan generosas y sublimes consideraciones no deberán elevar vuestras almas! La entrada de un nuevo estado en la sociedad de los demás, es un motivo de júbilo para el género humano, porque se aumenta la gran familia de los pueblo. ¡Cuál, pues, debe ser el de sus fundadores! -Y el mío!!! Viéndome igualado con el más célebre de los antiguos,- El Padre de la Ciudad eterna! Esta gloria pertenece de derecho a los Creadores de las Naciones, que, siendo sus primeros bienhechores, han debido recibir recompensas inmortales; mas la mía, además de inmortal tiene el mérito de ser gratuita por no merecida. ¿Dónde está la república, dónde la ciudad que yo he fundado? Vuestra munificencia, dedicándome una nación, se ha adelantado a todos mis servicios; y es infinitamente superior a cuantos bienes pueden hacernos los hombres.

Mi desesperación se aumenta al contemplar la inmensidad de vuestro premio, porque después de haber agotado los talentos, las virtudes, el genio mismo del más grande de los héroes, todavía sería yo indigno de merecer el hombre que habéis querido daros, ¡el mío!!! ¡Hablaré yo de gratitud, cuando ella no alcanzará jamás a expresar ni débilmente lo que experimento por vuestra bondad que, como la de Dios, pasa todos límites! Sí: sólo Dios tenía potestad para llamar a esa tierra Bolivia… ¿Qué quiere decir Bolivia? Un amor desenfrenado de libertad, que al recibirla vuestro arrobo, no vio nada que fuera igual a su valor. No hallando vuestra embriaguez una demostración adecuada a la vehemencia de sus sentimientos, arrancó vuestro nombre, y dio el mío a todas vuestras generaciones. Esto, que es inaudito en la historia de los siglos, lo es aún más en la de los desprendimientos sublimes. Tal rasgo mostrará a los tiempos que están en el pensamiento del Eterno, lo que anhelabais la posesión de vuestros derechos, que es la posesión de ejercer las virtudes políticas, de adquirir los talentos luminosos, y el goce de ser hombres. Este rasgo, repito, probará que vosotros érais acreedores a obtener la gran bendición del Cielo —la Soberanía del Pueblo— única autoridad legítima de las Naciones.

Legisladores, felices vosotros que presidís los destinos de una República que ha nacido coronada con los laureles de Ayacucho, y que debe perpetuar su existencia dichosa bajo las leyes que dicte vuestra sabiduría, en la calma que ha dejado la tempestad de la Guerra.

Lima, 25 de mayo de 1826.

Simon Bolivar

Bolívar, Simón Caracas, 24.7.1783 – Santa Marta (Colombia) 17.12.1830

Publicado por puentesurargentina en 10/03/2009

Figura cimera e incomparable en la historia americana, tuvo el privilegio de poseer en el más alto grado los dones del hombre de acción y del pensador. Su acción política y militar abarca y domina la historia del continente sur desde el Caribe hasta los Andes del Pacífico. En 20 años de actividad incesante concibe, realiza y dirige la independencia de las que hoy son las Repúblicas de Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia y, consecuencialmente, Panamá. No sólo comanda las acciones de una guerra difícil y empecinada contra el imperio español, sino que crea las formas y las instituciones para una nueva organización de toda Hispanoamérica. Miraba el continente como una unidad y llegó a expresar, en documentos luminosos y todavía plenos de validez, las más vastas y penetrantes concepciones sobre su realidad y sus posibilidades futuras. La novedad y profundidad de su pensamiento estaban servidas por un excepcional don de expresión. Manejaba con maestría consumada y energía expresiva uno de los más brillantes y eficaces lenguajes de su tiempo. Lo que realizó en su no larga existencia es desmesurado; lo que dejó como pensamiento político y visión de futuro americano es incomparable y, en su mayor parte, actual. Más que por todos los exaltados títulos que recibió en vida como general de los ejércitos, jefe supremo, presidente de repúblicas se le conoció como el Libertador y como tal sigue vigente en lo más alto de la conciencia del mundo americano. Para la época de su nacimiento, Caracas era una pequeña ciudad de mediana riqueza, que carecía de palacios y lujos excesivos y no sobrepasaba los 40.000 habitantes. Era una sociedad tradicional; jerarquizada rigurosamente pero, por su cercanía a las Antillas extranjeras, muy abierta al mundo y a las influencias exteriores. Durante la segunda mitad del siglo XVIII se aceleró y extendió notablemente la cultura en las clases altas. Música, estudios, literatura, modales refinados e información sobre las novedades políticas impresionaron a los visitantes extranjeros de esa época. En ese ambiente social se formó el nutrido y brillante conjunto de hombres que realizaron en todas sus formas el proceso de la Independencia y forjaron sus concepciones fundamentales. Perdió a su padre a los 3 años y su madre a los 9. Quedó por algún tiempo al cuidado de su abuelo Feliciano Palacios y de sus tíos maternos, junto con sus 2 hermanas y su hermano Juan Vicente. Huérfano, prometido a una riqueza considerable, heredero presunto de plantaciones extensas, esclavitudes y casas, no tuvo una infancia feliz ni una educación sistemática. Entre sus maestros ocasionales figuraron hombres distinguidos y particularmente, Simón Rodríguez y Andrés Bello. En 1799, muerto el abuelo, resolvieron los tíos enviarlo a España a realizar estudios. Es su primera salida al exterior. Un navío de vela lo lleva por el Caribe a través de México y La Habana para finalmente tocar en Santoña, cerca de San Sebastián. En el Madrid de Carlos IV cuenta con la ayuda de sus tíos Esteban y Carlos Palacios y muy especialmente del marqués de Ustáriz, en cuya casa estuvo alojado por un tiempo. Recibió la educación de un joven de clase alta de la época: lenguas extranjeras, danza, matemáticas, equitación, historia. Conoce a María Teresa Rodríguez del Toro, sobrina del marqués del Toro, se enamora apasionadamente y decide casarse. Viaja a las provincias vascongadas y hace una primera y corta visita a París. El 26 de mayo de 1802, no cumplidos sus 19 años, se casa con María Teresa en Madrid y regresa a Venezuela. Es entonces cuando ocurre la terrible desgracia que va a pesar decisivamente sobre su destino futuro. El 22 de enero de 1803, apenas 8 meses después de su matrimonio, muere su esposa en Caracas. Abatido y desesperado, resuelve volver a Europa en octubre de 1803. Permanece en Madrid poco tiempo y para mayo se halla en París. Permanecerá en Europa por tres años y medio. En París encuentra a su antiguo maestro Simón Rodríguez. Esta es una época decisiva para su formación intelectual y la orientación de su actividad futura. Dolorido y desconcertado por su drama personal, deseoso de olvido se entrega a la vida europea con sedienta pasión. Rodríguez combate con relativo éxito su inclinación a los placeres y lo induce a leer las obras fundamentales de la literatura política y filosófica de la época, especialmente Montesquieu, Rousseau, Voltaire y los grandes enciclopedistas. Es tiempo de grandes novedades en el escenario de las ideas y de la política. El cónsul Bonaparte se encamina a convertirse en el emperador Napoleón. Las guerras napoleónicas cambian el mapa político. Está en juego el dominio del mundo y la posibilidad de un cambio del rumbo de la historia. Están frescas las enseñanzas de la Revolución Francesa. En ese vasto y fascinador teatro el joven Bolívar busca su rumbo. Viaja con Rodríguez en jornadas de reflexión y de descubrimiento. Es entonces cuando se define su decisión de consagrarse a luchar por la independencia de América Hispana. El 15 de agosto de 1805, en Roma, en presencia de Rodríguez, jura consagrar su vida a esta empresa desmesurada y que parecía imposible. A fines de 1806 sale de regreso de Europa rumbo a los Estados Unidos. Entre enero y junio visita las principales ciudades de la flamante república y conoce de cerca personajes y testimonios de su lucha por la libertad. Regresa a Caracas en junio. Parece reintegrarse a su vida normal de criollo rico, a su familia y sus haciendas, pero es evidente que no ha abandonado la decisión tomada en Roma. Se mezcla con algunos grupos que conspiran, particularmente a raíz de la invasión de España por Napoleón y de la creación en la Península de las Juntas de resistencia al usurpador extranjero. Por estas actividades es confinado en 1808, junto con otros jóvenes distinguidos, a sus fincas del Tuy. Allí lo sorprende el 19 de abril de 1810, cercano a cumplir los 27 años. En este punto comienza la vida pública de Bolívar. La Junta de Caracas lo designa para presidir la misión que, junto con Luis López Méndez y Andrés Bello como secretario, se dirige a Londres a explicar la situación y a buscar apoyo del gobierno británico. Es una empresa difícil por la equívoca situación oficial de la Junta, que aparece ostensiblemente como defensora del rey legítimo contra la usurpación francesa y por la cooperación de las fuerzas inglesas en la resistencia española. Es la primera vez que Venezuela actúa por su cuenta ante una potencia extranjera y se logra lo más que era posible para el momento: comprensión del Gabinete de Londres y contactos con personajes influyentes. También se encuentra por primera vez con Francisco de Miranda y lo incita a regresar a Venezuela. Para diciembre está de nuevo en Caracas. Junto con Miranda y otros patriotas coopera en las actividades de la Sociedad Patriótica, que es el centro más activo de propaganda de las ideas de independencia y república. El 3 de julio de 1811 pronuncia allí su primer discurso político. Se incorpora como oficial a las fuerzas que dirige el general Miranda contra la insurrección que ha surgido en Valencia (julio-agosto 1811). Comienza una época de intensa actividad. Está en Caracas cuando ocurre el terremoto de 1812 y pronuncia las temerarias palabras de la plaza de San Jacinto. En la organización que ordena Miranda para enfrentar la ofensiva del capitán de fragata Domingo de Monteverde es designado con el grado de coronel comandante político militar de la plaza de Puerto Cabello. Por causa de una traición se pierde la fortaleza. Este inesperado fracaso, que contribuye a la ruina de la Primera República, lo conturba y desespera y repercutirá profundamente en su conducta ulterior. En la profunda confusión que sigue a la Capitulación de Miranda concurre con otros compañeros de armas a detenerlo en La Guaira. Después de un mes de difícil y amenazada situación logra salir a Curazao el 27 de agosto y en octubre se traslada a Cartagena de Indias. Es a partir de entonces cuando Bolívar comienza a revelar su verdadera dimensión humana. Dos grandes propósitos lleva: «…libertar a la Nueva Granada de la suerte de Venezuela, y redimir a ésta de la que padece…» Se dirige al Congreso neogranadino ofreciendo sus servicios y lanza el primero de sus grandes documentos políticos, el que conocemos con el nombre de Manifiesto de Cartagena. Describe las causas de la pérdida de la República en Venezuela y establece las que van a ser las bases de su pensamiento y su acción. La causa primordial de los males fue, para él, la contradicción insoluble entre la realidad social y la «…fatal adopción del sistema tolerante…», y la estructura federal que él juzgaba débil e impotente para enfrentar los males y salvar la Independencia. Hace sarcasmo de la ceguedad de los magistrados que en lugar de aplicar «…la ciencia práctica del gobierno…», siguieron las enseñanzas de «visionarios» que han «…imaginado repúblicas aéreas…». Alerta a la amenazada Nueva Granada sobre «…los escollos que han hecho sucumbir a Venezuela…» y en un arranque de atrevida visión global propone como «…medida indispensable para la seguridad de la Nueva Granada, la reconquista de Caracas…» Asoman por primera vez conceptos que van a convertirse luego en convicciones fundamentales de Bolívar: la necesidad de un gobierno centralizado y fuerte, la hostilidad hacia los ideólogos partidarios de instituciones imprácticas e inadecuadas, la conciencia de la necesidad de la estrecha unión entre la Nueva Granada y Venezuela y la concepción de la independencia como un proyecto continental. Al servicio de la Nueva Granada entra en acción militar en 1812. En su condición de comandante de la posición de Barranca (pueblo en la margen izquierda del río Magdalena) llevó a cabo una acción contra la posición fortificada de Tenerife, la cual fue tomada el 23 de diciembre. Después tomó por asalto Plato y Zambrano. El 27 de diciembre entró en Mompós y 3 días más tarde tomó por asalto a Guamal y al día siguiente a Banco. Con las acciones de Chiriguaná y Tamalameque concluyeron las operaciones de Bolívar en el bajo Magdalena. El 8 de enero de 1813 entró victorioso en Ocaña. Persiste en su objetivo de invadir a Venezuela y finalmente obtiene autorización el 7 de mayo de 1813 y el 14, inicia la Campaña Admirable. En 3 meses de operación despliega sus condiciones de jefe militar: la rapidez de decisión, la celeridad de los movimientos y la energía sin desfallecimiento para decidir y para actuar. Es entonces cuando lanza la Proclama de Guerra a Muerte en Trujillo (15 junio), en una tentativa extrema de dar un sentido nacional a la guerra; que separara definitivamente a los venezolanos de los españoles. Comprende la necesidad fundamental de hacer de la independencia una causa popular y terminar con lo que, hasta entonces, era más una lucha destructiva entre venezolanos que el esfuerzo de un país por liberarse de una dominación extranjera. El grueso de las fuerzas contra las que había que luchar estaba constituido por hijos de Venezuela. En agosto entra en Caracas como general victorioso y jefe de la nueva situación política. Es el capitán general de los Ejércitos de Nueva Granada y Venezuela, y la Municipalidad le da el título de Libertador en octubre de ese año 1813 y el empleo de capitán general, equivalente a general en jefe. Lo que le aguarda es un año de terribles pruebas y de inmensas dificultades. El país, en su mayoría, parece sostener el régimen tradicional; en las propias filas patriotas cunden la indisciplina y las rivalidades; hay que combatir continuamente en una guerra sin tregua y sin decisión final. No se puede constituir un régimen institucional y tan solo hay como base y guía su autoridad, no siempre reconocida por otros jefes. Surge la figura de José Tomás Boves en los llanos. Al frente de montoneras a caballo, en una guerra profundamente adaptada al medio y al carácter de los llaneros, sin más armas que la lanza y el caballo, sin bagajes ni impedimenta, en movilidad continua y en número creciente invaden el centro, asolan los pueblos y derrotan las fuerzas patriotas. A veces Bolívar logra una victoria que parece cambiar la situación, como en Araure, pero las consecuencias duran poco en aquel estado de disolución general. Se combate continuamente y en todas las formas. Finalmente hay que abandonar a Caracas y emigrar hacia el oriente seguido por una gran parte de la población de la ciudad. En esa heroica e infortunada tentativa que concluye cuando Bolívar desde Carúpano sale casi solo para Cartagena, dejando algunas fuerzas dispersas y mal avenidas que no tienen esperanza de victoria, se ha completado su figura histórica. Su tenacidad, su inabatible energía, su conocimiento del país y de los hombres, su sentido de la oportunidad histórica y su grandiosa visión de conjunto han alcanzado su dimensión definitiva. Con las reliquias del ejército, que ha logrado llevar Urdaneta hasta Nueva Granada, el Libertador lucha de nuevo a las órdenes del gobierno neogranadino. En 8 meses de actividad sin tregua libera a Bogotá, baja por el Magdalena y llega a Cartagena, donde le niegan la ayuda que pide para marchar a libertar a Venezuela. Rivalidades y celos le obstaculizan la acción. El 8 de mayo de 1815 se embarca para Jamaica, en busca de auxilios para emprender una nueva campaña. En Kingston, el 6 de septiembre, publica uno de los más singulares documentos de la historia y del pensamiento de Hispanoamérica. En esa Carta de Jamaica, describe el más completo y deslumbrante panorama de la situación y del futuro del continente. Revela un conocimiento notable de los diferentes aspectos del conjunto de los pueblos americanos, señala sus características propias con aguda percepción y se lanza a trazar las posibilidades de futuro de los distintos países con previsión profética. Considera que el destino continental «…se ha fijado irrevocablemente…», y que, con distinta suerte y cambiantes circunstancias «…está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa…» Describe el triunfo de las armas argentinas en el Alto Perú, Chile «…está lidiando contra sus enemigos…», el Perú ni está tranquilo, ni es capaz de oponerse «…al torrente que amenaza las más de sus provincias…» [...] La «…Nueva Granada que es el corazón de la América obedece a un Gobierno General y Quito es adicto a la causa de la Independencia…» [...] «…En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales que casi la han reducido a una absoluta indigencia, los hombres han sido exterminados pero los que viven combaten con furor en los campos y en los pueblos internos…» [...] «…Los mejicanos serán libres porque han abrazado el partido de la patria…» Las islas de Puerto Rico y Cuba, aún continúan tranquilas, no han de permanecer indiferentes. Contempla el panorama global de la contienda: «…Este cuadro representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud y 900 de latitud en su mayor extensión, en que 16.000.000 de americanos defienden sus derechos o están oprimidos por la nación española…», que ahora resultaba «…impotente para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo…» Espera persuadir al resto de Europa de ayudar a la causa americana en beneficio de sus propios intereses comerciales y en bien del equilibrio internacional. Analiza el pasado histórico, la situación de pasividad de la sociedad del Nuevo Mundo y señala que «…la América no estaba preparada para desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió, por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona…» [...] «…Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos y lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con regularidad…» Señala nuevamente lo inadecuado de las instituciones liberales y federales a la realidad social y la ruina que este desacuerdo ha provocado. Es entonces cuando pasa a señalar las vastas posibilidades del futuro. No cree posible formar del conjunto «…la más grande nación del mundo…»; muchas son las diferencias y las dificultades materiales para integrarse en forma total. Señala entonces la posibilidad de que se formen un conjunto de estados que podrían ser: México, la América Central, donde podría crearse un gran centro mundial, la Nueva Granada unida a Venezuela con el nombre de Colombia. Anuncia la anarquía argentina y prevé la dominación de los militares, anuncia para Chile la posibilidad real de una República: «Chile puede ser libre», espera graves tropiezos en el Perú. Después de analizar las dificultades de una vasta confederación y de señalar las posibilidades de formas diversas y locales de gobierno, afirma para concluir: «Yo diré a usted lo que puede ponernos en actitud de expulsar a los españoles y de fundar un gobierno libre, es la unión». Muy pronto pasa a Haití donde se reúne con numerosos jefes venidos de la derrota. Consigue el apoyo generoso del gobernante del sur de Haití, Alejandro Petión, para preparar una nueva campaña. Allí se le suma también de un modo decisivo, con barcos y dinero, el armador de Curazao, Luis Brión. Con la experiencia acumulada en la larga e infortunada lucha, con una visión más completa del problema social, que se le agudiza con lo que ha conocido del pasado de Haití y con la insistencia de Petión en la necesidad de justicia para los negros, concibe una acción de más contenido popular y revolucionario que pueda lograr el apoyo de las masas. Mantiene intransigentemente la necesidad de la jefatura única. No va a ser fácil hacer reconocer la suya. Hay reservas y hasta rivalidades abiertas de parte de Mariño y algún otro jefe oriental. Al fin se le reconoce y logra partir la expedición llamada de Los Cayos el 31 de marzo de 1816. Llega a Margarita (3 mayo); se le admite solemnemente como jefe supremo, formula la promesa de convocar prontamente un congreso para restablecer el Estado y pasa a Tierra Firme. Combate sin lograr consolidarse en Carúpano, hace una incursión a Ocumare de la Costa de la que debe retirarse; vuelve sobre Güiria y ante las dificultades resuelve regresar a Haití en busca de nuevos recursos. El 18 de diciembre de 1816 se embarca finalmente en la segunda expedición que parte de Haití, llamada Expedición de Jacmel por haber salido de ese puerto. Igual que había ocurrido en la anterior, en esta final y definitiva tentativa para crear una sólida base de operaciones y un gobierno estable en Tierra Firme, Bolívar tropezará con serias dificultades. El ejército expedicionario español del general Pablo Morillo, llegado en mayo de 1815, había dominado casi todo el territorio venezolano y sometido también a la NuevaGranada hacia mediados de 1816. Sólo en la isla de Margarita, en diversos lugares del oriente y en los llanos de Apure y Casanare se mantenía la resistencia patriota; el núcleo más importante era el de las fuerzas que habían desembarcado con Bolívar en Ocumare de la Costa y que a fines de 1816 y comienzos de 1817, bajo la jefatura del general Manuel Piar, se aprestaban a libertar a Guayana. No existe unidad de mando. Ante esa situación Bolívar debe resolver previamente cuestiones fundamentales y antes que todo el reconocimiento eficaz de su jefatura suprema. Al mismo tiempo para acallar celos y suspicacias anuncia clara y oportunamente su propósito de convocar un congreso para organizar la república y debe, por fruto de las lecciones del pasado y de lo que ha visto en Haití, profundizar el contenido social del movimiento por la independencia. Todo esto lo anuncia solemnemente desde Margarita. Con su tenacidad, su aprovechamiento de las circunstancias y la ayuda decisiva de algunos jefes, principalmente de Piar en Guayana y de Páez en las llanuras de occidente, logra cambiar la situación y darle un nuevo empuje a la lucha. La toma de Guayana le asegura una base inexpugnable de operaciones en fácil comunicación con el interior y con el exterior a través del Orinoco. Prepara planes de campaña, organiza el ejército, intenta operaciones sobre el centro y se preocupa por darle profundidad y contenido a la revolución. Inicia la publicación del Correo del Orinoco en Angostura y se convierte en la conciencia doctrinaria de aquella larga lucha y en el mejor instrumento de propaganda y prestigio intelectual, y convoca un Congreso para darle una nueva y definitiva organización al Estado que todavía disputa su derecho a existir en los campos de batalla. En un gesto supremo y trágico de afirmación de la unidad de mando y la disciplina hace fusilar al general Piar, uno de los más distinguidos y meritorios jefes patriotas que había prestado grandes servicios. En febrero de 1819 se instala el Congreso. Ante él, en momento de hacer el simbólico y ejemplar gesto de renunciar al mando, pronuncia el más importante de sus documentos políticos: el Discurso de Angostura. Es un panorama penetrante y sincero de la situación del país y de las perspectivas del futuro. Alerta contra la imitación de instituciones tomadas de otros pueblos de historia y composición diferentes al nuestro. Señala, como una necesidad, la unión con la Nueva Granada y la creación de Colombia. Pide un orden de legalidad y justicia; pero alerta contra la anarquía y el exceso ideológico. Exige la libertad de los esclavos y la garantía de la igualdad. No hay documento comparable en la historia de la independencia continental y en lo esencial, mantiene su validez. Inmediatamente después de constituido el Estado con sus autoridades, de ser elegido presidente y de presentar un proyecto de Constitución, parte para el Apure y de manera rápida y sorpresiva inicia la campaña que, a través de los Andes, lo llevará a enfrentar sorpresivamente las tropas que había dejado Morillo en el virreinato y a derrotarlas decisivamente en Boyacá (7.8.1819). Esta campaña cambia la situación. Libertada la Nueva Granada ha de convertirse en la base para la realización de vastos planes, nunca abandonados: la liberación de Venezuela y la Campaña del Sur que lleve la independencia hasta la linde del virreinato del Perú. El 17 de diciembre, en Angostura, proclama la República de Colombia y es elegido presidente. Con el inmenso prestigio y los recursos que le ha dado la victoria de Boyacá, se desplaza incesantemente para organizar política y militarmente la nueva situación, mientras convoca un Congreso en el Rosario de Cúcuta para la organización constitucional del nuevo Estado. La nueva situación se refleja en la firma de los Tratados de Armisticio y Regularización de la Guerra con las autoridades españolas, que lo colocan nacional e internacionalmente, en una nueva posición de poder y prestigio. Cesa el armisticio. Morillo ha regresado a la Península y queda al mando de las tropas realistas el mariscal de campo Miguel de la Torre. Bolívar organiza cuidadosamente la campaña final en Venezuela. Concentra sus fuerzas en San Carlos y el 24 de junio de 1821 obtiene, en la sabana de Carabobo, la rápida y definitiva victoria que sella la independencia de Venezuela. En los 6 años de lucha y de esfuerzo, desde su vuelta de Haití, ha logrado cambiar radicalmente la situación. Venezuela y Nueva Granada liberadas han constituido a Colombia; cuenta con fuerzas veteranas y recursos para intentar completar en escala continental la inmensa obra de la Independencia. Pero no han cesado las dificultades. Las semillas de anarquía rebrotan, en el Congreso de Cúcuta aparece nuevamente el propósito de los ideólogos liberales de crear una federación débil y casi nominal, existen porciones importantes del territorio aún bajo dominio de fuerzas españolas. Logra en Cúcuta impedir que triunfe el viejo mal del Estado impotente que acabó con la Primera República; pero está muy lejos de quedar satisfecho con los poderes y la posibilidad del gobierno para actuar eficazmente en una situación tan amenazada. El Congreso lo elige presidente de Colombia y vicepresidente al general Francisco de Paula Santander. La estructura del nuevo Estado presentaba serias dificultades para su funcionamiento y contenía en germen la causa de muchas discordias. Venezuela, al igual que los otros países, quedaba dividida en departamentos no vinculados los unos con los otros, que dependían directamente de la capital en Bogotá. En la capital quedaba el vicepresidente Santander en el ejercicio de todas las atribuciones ejecutivas, junto a los órganos centrales del gobierno: Gabinete, Congreso, Justicia, etc., mientras Bolívar, como presidente en campaña, revestido de poderes especiales para ella, se dirigía al Sur. Tres escenarios diferentes se configuraban. El de Venezuela, la retaguardia, mal incorporada a la nueva administración y con resistencias visibles; el de la Nueva Granada, con el asiento del gobierno y con muchos obstáculos para centralizar y regularizar la administración, y el del Sur, en el Ecuador y más tarde en el Perú, con Bolívar a la cabeza del ejército en una lejana y costosa campaña. La Campaña del Sur la va a emprender inmediatamente después de Carabobo. No lo acompañarán los grandes jefes que se han distinguido en la guerra de Venezuela: José Antonio Páez, Santiago Mariño, Rafael Urdaneta, sino hombres nuevos o menos conocidos hasta entonces, Antonio José de Sucre, Juan José Flores, Bartolomé Salom, Manuel Valdés. Un nuevo teatro, muy distinto de aquél en el que hasta entonces se había movido su actividad desde Caracas a Bogotá, va a abrirse en la campaña del Sur. Va a penetrar en la parte central de la costa pacífica y de los Andes, en una realidad geográfica y social muy diferente. La población es predominantemente indígena, formada en las tradiciones de sumisión milenaria del imperio incaico, y sobre ella, a lo largo de los siglos coloniales, se había establecido una oligarquía tradicionalista y señorial. No se había producido allí nada parecido a la guerra popular que se desató en Venezuela; no se había operado cambio importante de las estructuras sociales y el Estado español mantenía grandes recursos, fuerzas militares poderosas y una casta criolla muy adicta a las viejas formas sociales. A Bolívar se le veía como un peligroso revolucionario, representante de una rebelión popular y de formas bárbaras y elementales de poder. Para estas nuevas y extrañas circunstancias cuenta con la preciosa colaboración de un hombre excepcional que es Antonio José de Sucre. Lo ha destacado a Quito y Guayaquil con una reducida presencia militar. Para llevar por tierra el ejército hasta el Ecuador, Bolívar tropieza con la desesperada y tenaz resistencia de los realistas de Pasto, mandados por el coronel Basilio García, que amparados en su áspero terreno oponen una resistencia feroz. Arriesgándose y procediendo con toda energía logra derrotarlos en Bomboná y abrir el paso hacia el sur. En el Perú están las fuerzas argentinas, chilenas y peruanas que comanda el general José de San Martín. Después de alcanzar la libertad de Chile, han logrado invadir la costa del Perú y llegar a Lima. El virrey, con el grueso de sus fuerzas, se repliega a la sierra, donde cuenta con recursos de toda especie para amenazar la frágil independencia proclamada en Lima. Sucre logra una victoria decisiva en la batalla de Pichincha (24. 5.1822) y luego Bolívar, con gesto audaz y previsivo, anexa a Guayaquil. San Martín y él no sólo representaban dos fuerzas diferentes sino, aun más, dos concepciones políticas incompatibles. San Martín veía con temor la amenaza de una revolución social en aquellas tierras y favorecía una forma de independencia negociada con España, que pudiera llegar a conservar la forma monárquica, siguiendo en cierto modo el ejemplo del Brasil. Bolívar representaba una revolución democrática que proclamaba la república, la libertad y la igualdad. En la entrevista que celebran en Guayaquil, el 26 de julio de 1822, se pone de manifiesto esta disparidad de concepciones. San Martín sin recursos suficientes para intentar la lucha contra las fuerzas del virrey en la sierra peruana; sin posibilidad de recibir refuerzos argentinos y chilenos, aspira a que el presidente de Colombia le ofrezca un apoyo militar, que no altere la situación política que ha favorecido en el Perú. No hay entendimiento y el general San Martín, en un gesto de altura y desprendimiento, resuelve retirarse y dejar el campo abierto a la presencia de Bolívar. Lima y la costa, que habían proclamado la independencia, quedan en acefalía y desamparo ante la amenaza del ejército virreinal de la sierra. Es un tiempo de gobiernos nominales e inestables y de pugnas internas. Bolívar llega a Lima y se percata de lo grave y frágil de la situación. Deja a Sucre como su representante y se retira a Trujillo en el norte del Perú. En medio de la anarquía, del fracaso de algunas tentativas de acción guerrera y de turbias componendas para buscar un arreglo con España, la situación se plantea en términos extremos. No se mira otra posibilidad de derrotar las fuerzas españolas que la que ofrece Bolívar. Para la campaña que se le presenta no cuenta con los refuerzos de Bogotá. Con la cooperación de Sucre y con el apoyo de los restos de las fuerzas argentinas, chilenas y peruanas que se le han sumado, emprende una de sus más difíciles y aventuradas empresas militares. En su avance a través de los Andes derrota en la pampa de Junín, el 6 de agosto de 1824, al ejército de operaciones de la sierra que manda el general español José de Canterac. Esta acción debilita y pone a la defensiva al hasta entonces victorioso ejército real del Perú. Bolívar ha entrado en ese momento de lleno a una nueva realidad de la política continental. Se hace sentir su presencia en las fronteras de los grandes Estados del sur: Brasil, Argentina, Chile, Paraguay. La dinámica de la acción militar lo lleva inexorablemente a una concepción política para el continente entero. Lo que se plantea en ese momento no es ya sólo la independencia del Perú, sino la organización futura de toda la América del Sur, con la perspectiva de crear una nueva y poderosa presencia en el panorama del mundo. Mientras más crece el teatro y la magnitud de su empresa más se hacen sentir las incomprensiones y las resistencias en su Colombia. Se le regatean los refuerzos y los recursos; se critica aquella lejana y complicada acción, se piensa que se corren riesgos innecesarios y que se sacrifican bienes inmediatos a un remoto e inaccesible delirio de grandeza. Esta actitud llega hasta el punto de que el Congreso de Bogotá le retira no sólo los poderes extraordinarios como presidente en campaña que le había conferido, sino hasta el mando mismo del ejército (decreto del 9.7.1824). Mientras él se mantiene en la costa organizando un ejército de reserva, Sucre queda con el mando de las fuerzas de la sierra. Después de una serie de hábiles movimientos y marchas los ejércitos del virrey y de Sucre se enfrentan el 9 de diciembre de 1824 en la alta meseta de Ayacucho. La victoria es total y definitiva. Ha concluido con ese triunfo la larga guerra de 14 años que Bolívar ha encabezado y mantenido por la libertad de su América. Lo que Bolívar concibe entonces es la formación de una nueva unidad política por medio de la confederación de un grupo de países americanos que comprenda a México, Centro América, Colombia, el Perú, el Alto Perú, que pronto será Bolivia, y Chile, que pueda constituir una nueva concentración de poder en el mundo y contrapesar la amenaza de la Santa Alianza en Europa y los nuevos y crecientes centros de poderío que se anuncian para el futuro en Estados Unidos y Brasil. Para esto convoca desde Lima, el 7 de diciembre de 1824, el Congreso de Panamá que se reunirá en 1826. Ha escrito: «La ambición de las naciones de Europa lleva el yugo de la esclavitud a las demás partes del mundo, y todas estas partes del mundo debían tratar de establecer el equilibrio entre ellas y Europa para destruir la preponderancia de la última. Yo llamo a esto el equilibrio del Universo y debe entrar en los cálculos de la política americana». No es esto precisamente lo que hace finalmente en su convocatoria el gobierno de Bogotá, que incluye la invitación a todos los países americanos, cambiando el sentido y el alcance de la concepción bolivariana. Es aquél el momento de la culminación de Bolívar. Es a los ojos de todos el hombre más poderoso del continente y el árbitro de los destinos de las naciones recién libertadas. Marcha al Alto Perú en un desfile triunfal; dicta decretos de profundo contenido político y social, elimina de un plumazo la centenaria servidumbre de los indígenas, la mita y el pongaje y crea a Bolivia. Piensa en un momento llegar hasta el Río de la Plata, de donde lo invitan a intervenir como pacificador en las pugnas que enfrentan a Brasil, Uruguay, Argentina y poner término a la tiranía de Gaspar Rodríguez de Francia en el Paraguay. Bolivia, el nuevo Estado que llevará su nombre y que será presidido por el mariscal de Ayacucho, le pide la formulación de un proyecto de constitución. Elabora un texto que refleja fielmente sus preocupaciones de tantos años y su búsqueda de estabilidad para los gobiernos por medio de un presidente vitalicio y un vicepresidente designado por éste, que compartirán las tareas del gobierno. Se proponía, en esta forma, lograr una Confederación de los nuevos Estados libertados por él, desde Colombia hasta el Perú y Bolivia, con un presidente vitalicio, que sería él, para asegurar la unidad de dirección y de propósitos y vicepresidentes locales que dirigieran con sus respectivos congresos la administración de cada nación. Era la manera en que él veía posible crear un vínculo duradero a la sombra del prestigio de su persona y del ejército, pero esto al mismo tiempo servirá para alimentar suspicacias y oposiciones y para estimular las tendencias de los jefes locales hacia un separatismo que pudiera favorecerlos. Entre las miras de Bolívar y las de los prohombres lugareños había muy poco en común. En la misma medida en que se amplía ilimitadamente el campo de su acción aumentan las dificultades para mantener la unidad de dirección y de propósitos. Su inmensa autoridad que ha sido la fuerza decisiva para alcanzar tan vastos resultados, inspira desconfianza y recelos. En cada una de las viejas comarcas históricas en que estuvo dividido el imperio español resurge el particularismo, el deseo de la autonomía propia y la incomprensión inevitable por el vasto designio político bolivariano. Los hombres que alcanzan el poder local a la sombra de la guerra sienten la autoridad de Bolívar como un estorbo. Las primeras y más alarmantes señales de resquebrajamiento aparecen en su nativa Venezuela en el mismo año en que el Congreso de Panamá debía marcar la consolidación de sus ideales. Los descontentos con la unión colombiana rodean a Páez, cuya autoridad ha crecido de manera avasalladora en Venezuela, y aprovechan un incidente surgido con el gobierno de Bogotá para llevar la situación a un grave punto de ruptura y desconocimiento. En la Nueva Granada se ha ido formando un núcleo de resistencia antibolivariana en torno al vicepresidente Santander. Están en contra del sistema de la constitución boliviana y al mismo tiempo esperan que Bolívar aplaste la insubordinación de Páez en Venezuela. Bolívar que había podido soñar con la posibilidad de retirarse después de completada la etapa militar de la Independencia, se encuentra más atado que nunca a la dura obligación de defender su obra. Regresa a Bogotá donde encuentra abiertas señales de discordia y división y vuelve a Venezuela, después de 5 años de ausencia. Será la última visita a su tierra natal. Con el enorme peso de su autoridad y en una delicada mezcla de firmeza y tolerancia, que disgusta a Bogotá, logra apaciguar a Páez y a sus amigos y evitar la ruptura y acaso la guerra civil. La experiencia es dura y le revela la profundidad del mal y las dificultades crecientes para mantener la unión. Allí se inicia la etapa final de su vida, la más trágica e ingrata, en la que verá inexorablemente avanzar la destrucción del gran propósito que lo había movido y en la que tendrá que enfrentarse en muchas formas a hombres que le debían su libertad y que invocaban contra él los mismos principios por los que había luchado toda su vida. Ante el clamor por la reforma de la Constitución, convoca una Convención en Ocaña en 1828. Lejos de alcanzar una reconciliación entre las facciones surge abiertamente una violenta agrupación antibolivariana que no vacila en calificarlo de tirano y de obstáculo a la felicidad de los pueblos. Disuelta la convención y enfrentado abierta y solapadamente por los seguidores de Santander, regresa a Bogotá para asumir la dictadura. Decreta un estatuto con el propósito de defender la estructura política que permite que lo acusen de reaccionario. Por un doloroso proceso, en la misma medida en que tiene que extremar el rigor y la firmeza para contener la disolución, da pábulo para que sus contrincantes lo acusen de déspota y ambicioso. El 25 de septiembre están a punto de asesinarlo en el Palacio de Gobierno. Los que lo recuerdan en esa hora lo pintan perplejo y dolorido. Ha envejecido prematuramente. Las fatigas de los largos años de combate y las viejas dolencias descuidadas muestran sus huellas. En el Perú ha alzado la cabeza la reacción contra él. Amenazan a Bolivia, y José de La Mar, con fuerzas armadas, provoca un pronunciamiento separatista en Guayaquil. En Pasto, José María Obando y José Hilario López se levantan contra el gobierno. Bolívar tiene que ponerse de nuevo a la cabeza de las tropas y dirigirse hacia Guayaquil. Antes de su llegada el mariscal Sucre, que había renunciado la Presidencia boliviana, al frente de las fuerzas locales inflige en Tarqui, el 27 de febrero de 1829, una completa derrota a la invasión peruana. La Mar es derrocado y después de un fatigoso sitio de Guayaquil, Bolívar logra con Agustín Gamarra un armisticio que restablece la paz. Entretanto ha circulado, desde el Consejo de Gobierno de Bogotá, la noticia de negociaciones para el establecimiento de una monarquía en Colombia como solución a los insolubles problemas de la estabilidad. Bolívar, que ha manifestado reiteradamente su voluntad de separarse de toda autoridad, no patrocina la idea, pero el rumor mal intencionado aprovecha la coyuntura para atribuirle la intención de coronarse. El panorama de descomposición parece completarse sin atisbo de salida alguna. Para 1830 se ha convocado un Congreso constituyente en Bogotá para decidir sobre el porvenir de la República. Bolívar aparece resuelto a no continuar en el poder y a no intervenir en las decisiones de la asamblea. El mariscal Sucre preside la reunión. Es, ciertamente, el hombre que él desearía para su sucesor, pero las resistencias locales no hacen posible esta solución. Está en Bogotá en enero de 1830 para la instalación del Congreso. En las palabras que dirige a los diputados se reflejan sus sentimientos de desesperanza y angustia. Avizora un porvenir sombrío y ve amenazada de ruina completa la gran obra que se había propuesto crear. «…La independencia, les dice, es el único bien que hemos alcanzado a costa de todos los demás…» Son horas de tomar desgarradoras decisiones. Sus viejos compañeros, los hombres que tienen más credenciales para exigirle que los oiga, le piden que no abandone el poder y que intente todavía un supremo esfuerzo para salvar su gran proyecto político. Renuncia ante el Congreso y se retira a Cartagena. Allí, el 10 de julio, recibe la horrible noticia del asesinato de Sucre en Berruecos. La última esperanza ha desaparecido. El Congreso reunido en Venezuela, bajo la tutela de Páez, proclama la separación definitiva. En los debates se le injuria y maltrata sin el menor respeto. Se llega a pedir que se le expulse del territorio colombiano como condición previa para cualquier entendimiento futuro. Todavía le impetran que reasuma el poder y ocurren pronunciamientos populares y armados para proclamarlo. Su decisión definitiva está tomada. Escribe cartas y documentos que reflejan dolorosamente su amargura y desengaño. Piensa poder marcharse a Europa a cuidar su maltrecha salud. No lo podrá lograr. El 1 de diciembre está en Santa Marta, el 6 se traslada a la quinta San Pedro Alejandrino. El mal se agrava y para los que lo rodean se hace evidente que no podrá sobrevivir. Hace testamento disponiendo de los escasos bienes que le quedan. Lanza su última proclama, que es un llamado desgarrador a la unión y muere el 17 de diciembre de 1830 a la una y siete minutos de la tarde. Tenía 47 años de edad. En 1842 sus restos fueron trasladados y sepultados en la capilla de la familia Bolívar en la catedral de Caracas. Más tarde, el 28 de octubre de 1876 fueron inhumados en el Panteón Nacional.

Arturo Uslar Pietri

domingo, septiembre 27, 2009

Muammar Muhammad abd as-salam Abu minyar al - Gaddafi








Líder de la Revolución; ex presidente de la junta militar
Nacimiento: Sirte, distrito de Sirte (Surt) , 07 de Junio de 1942

Biografía

1. Un coronel revolucionario e idealista
2. Creador de un modelo político singular: socialismo, Islam y democracia directa
3. Años 70: en busca de la unidad árabe con un discurso radical
4. Años 80: intervencionismo africano, patrocinio del terrorismo y enfrentamiento con Estados Unidos
5. Años 90: inhibición exterior y dificultades domésticas; la oposición al régimen
6. Principio de superación del ostracismo y consolidación de la dictadura; los hijos del líder
7. Nuevo perfil de panafricanista y mediador de conflictos
8. Rehabilitación ante Occidente y la baza energética
9. El cuadragésimo aniversario de un autócrata incombustible


1. Un coronel revolucionario e idealista
Nacido al raso en una tienda de la tribu beduina gaddafa, pastores nómadas del desierto de Sirte, en la región de Tripolitania, y de ascendencia árabe-bereber, su familia era tenía un historial nacionalista. Su abuelo paterno murió combatiendo a los italianos que invadieron el país en 1911 y su padre, conocido como Abu Minyar y fallecido en 1985 a una edad casi centenaria, sufrió sus cárceles antes de ganarse la vida como obrero industrial en Sirte. En 1952 el niño entró en la escuela coránica de Sirte y cuatro años después pasó al liceo o escuela secundaria de Sebha, en la región interior de Fezzan.

La revolución egipcia de 1952 liderada por el general Naguib y el coronel Nasser, que produjo el derrocamiento de la monarquía probritánica del rey Faruk I e instauró la república nacionalista en el país vecino, impresionó vivamente al niño Gaddafi, que apenas superada la década de vida se estrenó como propagandista del nasserismo en Libia. En fecha tan temprana como 1956 constituyó junto con otros adolescentes una célula revolucionaria que ambicionaba la caída del rey Idris as-Sanusi, puesto en el trono por los aliados occidentales en 1951 y visto con antipatía por las nuevas generaciones de nacionalistas libios; propenso a la abulia y con problemas de salud, Idris lamentaba no haber podido dar un heredero de su directa descendencia al trono, siendo el primero en la línea de sucesión uno de sus sobrinos, el príncipe Hasan. Pese a la debilidad y el carácter arcaico de su sistema político, la subdesarrollada Libia vislumbraba un futuro de crecimiento y prosperidad gracias a su riqueza petrolera, descubierta en 1959 y comercializada a partir de 1963.

Joven brillante y capacitado, Gaddafi sobresalió en sus estudios hasta que en 1961, fichado por la policía por sus actividades antimonárquicas, fue expulsado del liceo de Sebha, teniendo que concluir la formación secundaria en una escuela de Misurata, en la costa tripolitana, con la ayuda de un tutor particular. Consiguió matricularse en la Universidad de Bengasi y a la edad de 21 años se graduó en Leyes. Sin embargo, decidió no iniciar la carrera de abogado y a cambio, el mismo año 1963, ingresó en el Colegio Militar de Bengasi, donde encontró un terreno abonado para difundir sus ideas republicanas y de paso zafarse de la policía secreta del rey. A mediados de los años sesenta y siguiendo el ejemplo de su ídolo, Nasser, constituyó en la más estricta clandestinidad con otros compañeros de armas un denominado Movimiento Secreto Unionista de Oficiales Libres.

Su actividad subterránea no afectó en lo más mínimo a su carrera militar, que progresó rápida y lustrosamente. En 1965 recibió con los máximos honores el despacho de teniente y a continuación asistió a unos cursos de perfeccionamiento en el Reino Unido, concretamente en el Royal Armoured Corps Centre de Bovington (Dorset), la Academia de Beaconsfield (Buckinghamshire) y, de acuerdo con reseñas biográficas difundidas luego de hacerse con el poder, en la prestigiosa Royal Military Academy de Sandhurst (Berkshire), si bien esta institución niega hoy haber tenido entre sus alumnos al dirigente libio. Otras fuentes limitan su capacitación en el país europeo al British Army Staff College de Camberley (Surrey). En cualquier caso, lo cierto es que en 1966 se reincorporó al Ejército libio y que en agosto de 1969 ascendió a capitán del cuerpo de señaleros.

Su nombre permaneció en el anonimato hasta que el 1 de septiembre de 1969 tomó parte en el golpe de Estado que derrocó el régimen "reaccionario, atrasado y decadente" de Idris, mientras éste se encontraba en Turquía para una cura de reposo. Los golpistas decidieron actuar justamente en la víspera de la puesta en práctica del instrumento de abdicación firmado por Idris el 4 de agosto anterior, por el cual accedía a entregar el trono al príncipe heredero Hasan, quien de hecho ya venía despachando los asuntos del Reino como un regente de hecho.

Revelado como el cerebro del limpio y fulminante movimiento sedicioso, el capitán Gaddafi, con tan sólo 27 años, se puso al frente de la junta militar de doce miembros, el Consejo del Mando de la Revolución (CMR), y anunció los puntos programáticos del nuevo régimen, que exudaban nasserismo y nacionalismo: la neutralidad exterior; la unidad nacional como paso previo para la consecución de la unidad árabe; la prohibición de los partidos políticos; la evacuación de las bases militares británicas y estadounidenses (exigida a las capitales respectivas el 28 de octubre); y la explotación de la riqueza petrolera nacional en beneficio de todo el pueblo. Asimismo, proclamó la República Árabe Libia –el mismo 1 de septiembre- y se hizo ascender a comandante supremo de las Fuerzas Armadas con el rango de coronel.

El 8 de septiembre fue nombrado un Gobierno con Mahmud Sulayman al-Maghribi, un tecnócrata rescatado de las cárceles de la monarquía, de primer ministro y con mayoría de ministros civiles. Una Proclama Constitucional emitida por el CMR el 11 de diciembre dio respaldo legal al nuevo orden de cosas, si bien el ordenamiento político, falto de soportes institucionales, era a todas luces provisional.

Por lo que respecta a los destronados Sanusi, Gaddafi y sus compañeros de levantamiento no se anduvieron con muchas contemplaciones. El príncipe Hasan y numerosos miembros de la familia real fueron puestos bajo arresto domiciliario, situación que iba a prolongarse durante bastantes años y que para el primero empeoró en noviembre de 1971 al caerle una condena a tres años de prisión. En cuanto a Idris, ido al exilio en Egipto (donde iba a fallecer en 1983 a los 94 años), fue juzgado in absentia por el mismo Tribunal Popular que sentenció a su sobrino y condenado a muerte en rebeldía. Otros destacados cortesanos y ex ministros de la monarquía fueron castigados con diversas penas de prisión. La severidad de las condenas estaba cantada desde el anuncio por el CMR en julio de 1970 de que había abortado una conjura para restablecer la monarquía.

En agosto de 1971 Gaddafi desposeyó de sus cargos a la mayoría de los miembros del CMR, cuyos nombres no fueron desvelados hasta enero de 1970, cuando Maghribi fue despedido y el puesto de primer ministro quedó vacante, y acaparó sus funciones. El régimen revolucionario no tardó, pues, en adquirir una naturaleza básicamente personalista. Entre el 10 de enero y el 16 de julio de 1972 Gaddafi, aunque sin adoptar el título de primer ministro, desempeñó la jefatura del Gobierno, reteniendo a la vez la cartera de Defensa, para asegurarse de la correcta ejecución de sus disposiciones.

El 28 de marzo de 1970, al cabo de unas duras negociaciones y en medio de masivas manifestaciones nacionalistas, el hombre fuerte de Libia consiguió la retirada de los últimos soldados británicos de las facilidades aeronavales próximas a Tobruk (la base de Al Adam) y Bengasi. El 11 de junio siguiente, Estados Unidos evacuó asimismo la gran base aérea de Wheelus, cerca de Trípoli, que fue entregada a los egipcios a cambio de instructores militares y que pasó a denominarse base aérea de Okba Ben Nafi (hoy, aeropuerto internacional de Mitiga).

En el terreno económico, las medidas introducidas por Gaddafi y el CMR no dejaron lugar a dudas sobre su alcance revolucionario. En junio de 1970 fueron nacionalizadas algunas compañías petroleras occidentales y en diciembre se hizo lo mismo con las sociedades bancarias con participación de capitales extranjeros. Todos los bancos sin distinción fueron obligados a poseer un mínimo de un 51% de capital de titularidad libia y a destinar la mayoría de los puestos de sus consejos de administración a ciudadanos libios. De todas maneras, la expropiación de la industria petrolera en manos extranjeras no fue completa, si bien una de las compañías afectadas fue, en diciembre de 1971, la poderosa British Petroleum. Las demás multinacionales, a cambio de conservar su integridad, fueron obligadas a pagar más al Estado por sus derechos de explotación. En septiembre de 1973, finalmente, se anunció la nacionalización del 51% de las propiedades de todas las firmas petroleras. Tras esta última intervención, el Estado libio pasó a controlar el 60% de toda la producción petrolera, porcentaje que subió al 70% en los años siguientes.

Simultáneamente, se adoptó un ambicioso programa de obras públicas, dotación de servicios sociales a la población y extensión de la tierra cultivable a costa del desierto. La campaña nacionalizadora se abatió con especial intensidad sobre las propiedades italianas, que tenían una importante presencia en el sector agropecuario: todos los bienes fueron confiscados y los propios colonos y sus descendientes fueron expulsados a su patria de origen. Lo mismo les sucedió a los pocos judíos que quedaban en el país. En líneas generales, el intervencionismo estatal se orientó al control de las grandes empresas, mientras que la pequeña empresa continuó en manos privadas.

Gaddafi depositó su confianza en el modelo de economía planificada y persiguió el control de la producción petrolera para distribuir equitativamente sus rentas. Gracias a esta gestión patrimonial del hidrocarburo, la sociedad libia, con suma rapidez, pasó a disfrutar de uno de los niveles de vida más elevados del mundo árabe, una condición que, pese a los fuertes vaivenes económicos, se ha mantenido hasta el día de hoy.

El devoto musulmán sunní que Gaddafi era, no obstante profesar una ideología política, el panarabismo, conocida entre otras cosas por su secularismo, sacó a relucir una severa escala de valores en materia de costumbres. El coronel impuso la moralización islámica de las conductas sociales, lo que se tradujo en la proscripción del juego, el consumo de alcohol, los locales de alterne, el pelo largo en los hombres y las vestimentas más asociadas a la cultura popular occidental. Pero, por otra parte, en una aparente contradicción –de las muchas que iban a jalonar su chocante trayectoria-, impulsó vigorosamente la posición en la vida pública de las mujeres, cuyo estatus jurídico, opciones profesionales y posibilidades de promoción social se acercaron a los de los hombres en una medida mayor que en cualquier otro país árabe-musulmán, salvo quizá en el vecino Túnez de Habib Bourguiba.

Este esquema represivo que vigilaba el comportamiento cívico y social de los libios se extendió con fuerza a los ámbitos político y sindical a partir de junio de 1971, cuando el CMR adoptó una serie de medidas encaminadas a silenciar cualquier contestación a las disposiciones del régimen militar. Así, se prohibió el derecho de huelga, se impuso una férrea censura informativa y se codificó la pena de muerte para los delitos tipificados como contrarrevolucionarios, amplia denominación penal que permitía al poder hacer un uso discrecional de sus cortapisas a las libertades. Los reos juzgados por los tribunales populares ya no podían apelar sus sentencias ni ser defendidos por otros abogados que los que designara el Estado. El remedo de Constitución que iba a promulgarse en 1977 omitió una declaración de derechos y libertades, cuando menos un capítulo de garantías. El nacionalismo autoritario entusiasmó en estos primeros años de la revolución a los austeros pobladores del desierto de estirpe beduina y a las empobrecidas masas proletarias de las ciudades, pero no así a los sectores más cosmopolitas y educados de la sociedad, que hubieron de acomodarse al torrente de cambios desencadenado por Gaddafi. Quienes no estaban dispuestos a someterse, emigraron al extranjero.


2. Creador de un modelo político singular: socialismo, Islam y democracia directa

Paradigma del dirigente excéntrico, inquieto e impredecible, amante de los uniformes extravagantes (tanto los militares atiborrados de condecoraciones como, desde su plena madurez, los civiles de usanza beduina aunque no menos aparatosos, luego de que en su juventud se limitara a vestir su uniforme convencional de coronel del Ejército libio) y de las declaraciones incendiarias, Gaddafi no se contentó con implantar una dictadura militar al uso y se reveló como un creador de personalísimas doctrinas políticas.

Inspirándose en la China comunista, el 15 de abril de 1973, en un discurso en Zuwarah, proclamó la Revolución Cultural Libia y el 3 de abril de 1975, una vez liberado de todos los cometidos gubernamentales para concentrarse en el trabajo ideológico y la organización de masas, presentó su Libro Verde (obvia emulación sui géneris del Libro Rojo de Mao Zedong), en el que exponía su original concepción del un Islam politizado que no era ni laico ni integrista, y que aparecía trufado de un socialismo de tipo no marxista que para el autor venía a equivaler a la justicia social. El libro se componía de tres volúmenes, que fueron publicados espaciados en el tiempo hasta 1980: La solución del problema de la democracia: el poder del pueblo; La solución del problema económico: el socialismo; y El fundamento social de la Tercera Teoría Universal.

La ideología verde de Gaddafi convocaba nada menos que al derrocamiento revolucionario de todos los gobiernos del mundo y su sustitución por el "gobierno directo de Alá", fundado en la obediencia de la ley coránica y en el principio islámico de la shura o consulta colectiva de los fieles. La Tercera Teoría Universal, que él oponía tanto al comunismo como al capitalismo, a los que superaba en justicia y eficacia, y que definía como un "socialismo natural", establecía que la fuente de todo derecho y la respuesta a todas las preguntas del hombre estaban en el Corán. De acuerdo con la teoría, el concepto de clases sociales era un artificio de la época colonial extraño al pueblo libio. Un Alto Consejo para la Dirección Nacional fue creado con el fin de inculcar y aplicar en la sociedad los principios de la Tercera Teoría Universal.

Esta filosofía política, extraño híbrido de estatalismo socializante y de religiosidad teocrática pero no clerical, contó con sus partidarios y sus detractores. En 1981, una comisión teológica reunida en La Meca dictaminó el carácter "antiislámico y apóstata" de la Tercera Teoría Universal, luego su artífice se exponía a ser considerado kafir, o no musulmán, por cualquier fiel ortodoxo. Sunní de la escuela malikí, una de las cuatro interpretaciones jurídicas de la rama mayoritaria del Islam y predominante en el Magreb, Gaddafi no hizo en estos años de efervescencia doctrinal ningún intento por disuadir a sus seguidores más devotos de su creencia de que él era nada menos que el Mahdí, el gran caudillo que, según el Profeta, Dios enviará al final de los tiempos para establecer un imperio de justicia islámica sobre la Tierra.

La sharía pasó a prevalecer en el sentido de que todo código legal –empezando por el penal- debía adecuarse a ella, aunque en la práctica su vigencia se ciñó a la regulación de las conductas religiosa y moral, lo que por otro lado no dejaba de afectar a amplias parcelas de la vida de los ciudadanos en un sentido tan restrictivo que bien podía hablarse de fundamentalismo. Ahora bien, años después, Gaddafi, que no creía que la religión tuviera que prevalecer sobre el nacionalismo, iba a dejar claro su rechazo al concepto del Islam fundamentalista. Otra muestra de la intolerancia religiosa del régimen revolucionario fue el decreto de noviembre de 1970, por el que las iglesias católicas quedaban convertidas en mezquitas. Aspecto básico de la Revolución Cultural Libia era la unicidad de la cultura política y religiosa del país: el comunismo, el capitalismo, la democracia liberal, el conservadurismo, el ateísmo y cualquier ideología islamista que no fuera la oficialista (como la profesada por los Hermanos Musulmanes) estaban estrictamente prohibidos.

Para legislar en los aspectos de la vida moderna sobre los que la sharía no se pronunciaba o resultaba inadecuada, Gaddafi puso en marcha un sistema calificado de democracia directa, contrapuesto al sistema representativo clásico importado de Occidente, consistente en asambleas y comités populares superpuestos a tres niveles, local, regional y nacional. Este entramado asambleario, presentado como equivalente a la shura tradicional, sustituyó en la práctica al partido único creado en 1971 de acuerdo con las previsiones de la fusión libio-sirio-egipcia (véase abajo), la Unión Socialista Árabe, que fue finalmente abolido en enero de 1976.

El 2 de marzo de 1977 Gaddafi institucionalizó este singular modelo político con la adopción de una Carta del Poder Popular, o Declaración sobre el Establecimiento de la Autoridad del Pueblo, que reemplazaba a la Proclama Constitucional de 1969 y proclamaba, en su artículo primero, la Jamahiriya Árabe Libia Popular y Socialista. El término jamahiriya era un neologismo acuñado por Gaddafi, que aspiraba a universalizarlo para referirse a un nuevo tipo de Estado, traducible por "Estado de las masas" o, más en extenso, "Estado gobernado por el pueblo". La jamahiriya no era una república, sino una forma de gobierno estatal genuinamente diferente.

El artículo segundo de este sucedáneo de Carta Magna reservaba la condición, justamente, de Constitución de Libia al Corán. El artículo tercero consagraba la "democracia directa" como la base del sistema político de la Jamahiriya Libia. El pueblo "ejercía su autoridad", por encima de limitaciones burocráticas, a través de los congresos populares, los comités populares y los sindicatos. Por encima de los congresos y los comités de base, en los que todos los libios adultos tenían el derecho y el deber de participar, regían el Congreso General Popular, con funciones legislativas y ejecutivas supremas, y el Comité General Popular, con funciones gubernamentales. Estas dos instituciones cimeras del Estado entraron en funciones el mismo 2 de marzo y el CMR quedó oficialmente disuelto. A finales de 1977 se sumaron al andamiaje los primeros comités revolucionarios, nuevo cauce de participación popular en los procesos de deliberación y toma de decisiones.

Gaddafi retuvo en sus manos el poder real en calidad de flamante secretario general del Congreso General Popular, mientras que la secretaría general del Comité General Popular, el puesto equivalente a un primer ministro, fue conferida al primero de los numerosos hombres de paja civiles de que iba a rodearse el coronel, Abdel Ati al-Ubaydi. El 1 de marzo de 1979 Gaddafi no tuvo inconveniente en desprenderse de la secretaría del Congreso General Popular –que cedió a Ubaydi- y en seguir adelante como Líder de la Gran Revolución del Primero de Septiembre de la Jamahiriya Árabe Libia Popular y Socialista. El coronel, una vez exonerado de todos sus cargos institucionales y constitucionales salvo la comandancia suprema de las Fuerzas Armadas, deseaba seguir sirviendo a su país simplemente como Líder (Quaid) de la Revolución para dedicar todo su tiempo a "preservar" aquella.

Los sucesivos secretarios generales del Congreso General Popular funcionaron desde entonces como los jefes nominales del Estado, pero el régimen no perdió su naturaleza esencialmente militar y Gaddafi continuó mandando en la Jamahiriya como el líder absoluto que era.

Definido como místico y puritano, sobrio y sensible, austero e indiferente a los lujos materiales dentro de su ostentación política, Gaddafi aseguraba sentirse satisfecho con su estilo de vida frugal en compañía de su esposa e hijos, lo que incluía ocasionales escapadas al desierto para retomar el estilo de vida de los beduinos, que hallan su sustento en los dátiles, el pan y la leche de camella, para refugiarse en la contemplación y la oración, y para observar las estrellas, hasta el punto de desarrollar un apasionado interés por la astronomía. Sus interlocutores extranjeros de las décadas de los setenta y los ochenta le describieron como un estadista difícil por sus modales bruscos, su tendencia a romper protocolos y sus salidas teatrales, con una visión simplista o ingenua de las relaciones internacionales, pero que tras su fachada de arrogancia y afectación se adivinaba a un hombre inseguro y depresivo.


3. Años 70: en busca de la unidad árabe con un discurso radical

La política exterior de Gaddafi fue desde el principio ardientemente panarabista y rabiosamente antiisraelí. El libio frecuentó a su admirado Nasser, quien, al cabo de su primer encuentro, el 25 de diciembre de 1969 en Trípoli, con motivo de la boda del coronel con una maestra de escuela, le describió como un oficial "escandalosamente puro e inocente". Los líderes árabes más curtidos veían con un paternalismo condescendiente la concepción romántica que de la unidad árabe tenía el esbelto y juvenil coronel libio.

Tras la muerte de Nasser en septiembre de 1970, Gaddafi entabló los mismos calurosos tratos con el nuevo rais egipcio, Anwar as-Sadat. En una primera etapa, la magnífica marcha del eje Trípoli-El Cairo pareció capaz de realizar el sueño geopolítico de Gaddafi. Al ambicioso proyecto de unificación de los estados árabes de la línea radical se sumaron dos dirigentes nacionales que, como Gaddafi, acababan de hacerse con el poder en sus respectivos países: el general baazista sirio Hafez al-Assad y el general sudanés Jafar an-Numeiry, jefes los dos de los consejos revolucionarios de Damasco y Jartum.

El 17 de abril de 1971 Gaddafi orquestó en Bengasi una conferencia para planificar la puesta marcha de una Federación de Repúblicas Árabes (FRA). A la cumbre asistieron Sadat y Assad, pero no Numeiry, que empezó a descolgarse de una empresa panárabe que no casaba bien con su orientación africanista y su conservadurismo soterrado, además de detraerle recursos para la lucha contra su potente oposición interna. En julio siguiente, Gaddafi ayudó a Numeiry a desbaratar un golpe de Estado procomunista al interceptar el avión que conducía a Jartum a sus cabecillas. A partir de aquí, las relaciones libio-sudanesas se fueron deteriorando hasta llegarse a la ruptura del 6 de julio de 1976, ordenada por Numeiry tras zafarse a duras penas de una violenta embestida guerrillera comandada por opositores entrenados y armados por Trípoli.

En septiembre de 1971 Gaddafi, Sadat y Assad firmaron en Damasco el documento que otorgaba carta jurídica a la FRA. La nueva entidad supraestatal fue ratificada en referéndum en los tres países, y Libia y Egipto (no así Siria, donde ya estaba el Baaz), además, constituyeron la Unión Socialista Árabe como el partido único gobernante. La capital de la FRA sería El Cairo y su primer presidente, Sadat. El proceso de fusión estatal en el seno de la Federación debía culminar el 1 de septiembre de 1973. Sin embargo, como tantos proyectos unificadores de países árabes anteriores y posteriores, de los que éste era el más avanzado y consistente, la FRA nunca vería la luz, para consternación y cólera de Gaddafi.

Las cosas empezaron a torcerse a mediados de 1972, cuando Gaddafi se entrometió en la crisis de las relaciones entre Egipto y la URSS, cuya fuerte presencia en la zona veía con profundo recelo, y el sirio Assad, imitando a Numeiry pero por razones diferentes, empezó a recular. Assad, un socialista laico de lo más estricto (amén de druso, una rama sectaria del shiísmo muy heterodoxa), no podía aceptar el rigorismo religioso que el sunní Gaddafi pretendía imponer en la FRA. Además, el dictador sirio no quiso o no pudo seguir el ejemplo de Sadat, muy elogiado por Gaddafi, de sacudirse de la tutela de la URSS, cuyos materialismo ateo y marxismo-leninismo el libio rechazaba con virulencia por considerarlos incompatibles con el ideal panárabe. El distanciamiento sirio-libio se prolongaría durante toda la década.

Gaddafi siguió adelante, pues, con la sola compañía de Sadat en el proyecto de la construcción de la FRA. En agosto de 1972 los dirigentes formularon la Declaración de Bengasi, que confirmaba la fusión de Libia y Egipto para el 1 de septiembre de 1973. En julio de ese año, los titubeos de Sadat empujaron a Gaddafi a convocar una "sagrada e histórica marcha sobre El Cairo" como medida de presión; 40.000 libios respondieron a la llamada de su impaciente dirigente. Gaddafi, incluso, dimitió teatralmente como jefe del CMR para forzar a Egipto a federarse con su país.

Llegado el 1 de septiembre con la mudanza estatal sin hacer, las partes decidieron ralentizar el proceso, que ahora sería por etapas, aunque no precisaron fechas. A estas alturas, el escepticismo y la desconfianza se habían adueñado de las relaciones personales entre Gaddafi y Sadat: el líder libio estaba irritado por las gentilezas del rais egipcio con el depuesto rey Idris, su exiliado huésped, y por su negativa, en febrero anterior, a enviar aviones de combate en ayuda de un avión de línea comercial libio que, tras internarse en el espacio aéreo israelí (en realidad, el territorio egipcio ocupado del Sinaí), fue derribado sin miramientos por cazas de este país, muriendo 108 de sus 113 ocupantes; este trágico incidente, por cierto, encendió hasta el paroxismo el sentimiento antiisraelí en el país magrebí.

En octubre de 1973 estalló la Guerra de Yom Kippur, la ofensiva sorpresa sirio-egipcia contra Israel. La aportación militar de Gaddafi consistió en una brigada acorazada y dos escuadrones de cazabombarderos Mirage III, sólo uno de cuales estaba gobernado por pilotos libios. En El Cairo, causó cierto estupor que quien venía distinguiéndose como el más ardiente defensor de la destrucción del Estado judío no fuera más generoso en la contribución de tropas y armas a la arriesgada operación bélica. Terminada la guerra, Gaddafi, mientras se sumaba con entusiasmo al embargo petrolero árabe a Occidente, acusó a egipcios y sirios de haber emprendido la lucha con un plan de operaciones limitado y sin una verdadera voluntad de victoria. En cuanto a Sadat, se hizo evidente que ya había perdido todo interés en la FRA o cualquier otra empresa del panarabismo, y que sus verdaderas intenciones apuntaban a la normalización de las relaciones con Estados Unidos y la consecución de un tratado de paz con Israel que le permitiera recuperar la península del Sinaí, perdida en la Guerra de los Seis Días de 1967.

Gaddafi nunca perdonó su viraje geopolítico a Sadat, al que comenzó a mirar como un enemigo. En abril de 1974, el asalto con un balance de varios muertos a la Academia Militar de Heliópolis fue visto por todo el mundo como un intento de golpe contra Sadat y la prensa egipcia acusó a Gaddafi de conspirar para el derrocamiento del rais; el coronel libio lo negó tajantemente. En agosto siguiente, Sadat mismo descargó un diluvio de recriminaciones sobre su antiguo asociado.

Las relaciones fueron empeorando, hasta que en 1977, con Sadat listo para emprender negociaciones de paz con Israel bajo la égida de Estados Unidos, se produjo la ruptura total y definitiva. El cisma resultó ser de lo más violento. En abril y mayo, las respectivas embajadas en Trípoli y El Cairo fueron atacadas por muchedumbres enardecidas. En junio, Gaddafi ordenó la expulsión de los 225.000 egipcios que trabajaban y vivían en su país, y lanzó otra "marcha sobre El Cairo" que fue detenida por el Ejército egipcio en la frontera.

El 21 de julio, Gaddafi, furibundo, lanzó a sus tropas en una operación bélica en toda regla que encontró la contundente contraofensiva egipcia. Destacamentos de infantería, carros blindados y las respectivas fuerzas aéreas libraron intensos combates en los que los libios llevaron con diferencia la peor parte, al sufrir unas 400 bajas y perder un centenar de tanques, vehículos blindados y cazas Mirage. El 24 de julio, una mediación urgente de varios dirigentes árabes arregló un alto el fuego que fue respetado. Sadat, quien aseguró que ya no podía soportar por más tiempo al "lunático libio", se avino a no sacar un mayor partido de su clara superioridad militar, pensando que Gaddafi habría aprendido la lección. De esta manera, el temerario líder libio se libró de sufrir una invasión egipcia que seguramente no habría podido detener.

La breve contienda libio-egipcia del verano de 1977, sin embargo, no amordazó al mandamás de la Jamahiriya. La guerra dialéctica siguió añadiendo epítetos explosivos y a principios de diciembre, luego de efectuar Sadat su histórico viaje a Israel y días antes de comenzar en El Cairo la Conferencia de Paz egipcio-israelí, Gaddafi acogió en Trípoli una conferencia de países árabes (además de Libia, Irak, Argelia, Siria, Yemen del Sur y la OLP) de la que salió el llamado Frente de la Firmeza contra Egipto, cuya primera e inmediata represalia fue la ruptura de las relaciones diplomáticas. Cuando en 1981 el sucesor de Nasser cayó asesinado en un magnicidio tendido por oficiales integristas, Gaddafi celebró alborozado la desaparición del "traidor Sadat".

No fue la primera vez que el coronel se erigía en paladín del radicalismo árabe: el 31 de julio de 1971, luego de los sonoros desplantes de 1970 en las cumbres de Rabat y El Cairo, Gaddafi había conseguido promover en Trípoli la ruptura colectiva de relaciones con Jordania por haber aplastado el año anterior (el cruento Septiembre Negro de 1970) a los fedayines palestinos que operaban en su territorio. Sin embargo, ningún país aceptó entonces sus propuestas de hacer la guerra al rey Hussein, contra el que envió unilateralmente unos cientos de voluntarios del lado de la OLP y conspiró para su derrocamiento. En febrero de 1984, el incendio de la Embajada jordana en Trípoli por una turba alentada por las consignas oficiales que anatemizaban el llamamiento de Ammán al mundo árabe para que levantara las sanciones a Egipto, iba a acarrear la fulminante ruptura de las relaciones diplomáticas. Otro de los monarcas prooccidentales y moderados de la región, el saudí Faysal, fue fustigado incansablemente por el libio.

Los tratos con los vecinos marroquí y argelino, cuajados de profundos altibajos, no fueron mucho mejores. Gaddafi, principal proveedor de armas del Frente Polisario en sus orígenes, animó al rey Hasan II arrebatar el Sáhara Occidental a España por la fuerza, y cuando en noviembre de 1975 Rabat movilizó la Marcha Verde aprovechando que el dictador Francisco Franco se estaba muriendo, Trípoli ofreció la participación de ciudadanos libios en esta exitosa campaña de presión a las autoridades de Madrid para que no descolonizaran el Sáhara con arreglo a los requerimientos de la ONU y entregaran el territorio directamente a Marruecos.

En los tratos de Hasan con Gaddafi pesaba el recuerdo de la posible implicación libia –nunca esclarecida- en los intentos golpistas de principios de los años setenta, sobre todo en el de 1972, a los que el monarca sobrevivió milagrosamente, y de las violentas diatribas del coronel contra la monarquía marroquí. El 15 de abril de 1980 Trípoli, alineándose con Argel, reconoció a la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), proclamada cuatro años antes por el Frente Polisario, que libraba una guerra de guerrillas contra el Ejército real.

El 30 de junio de 1983, tras muchos años de mutuo boicot, Gaddafi fue recibido por Hasan en Rabat y el 13 de agosto de 1984 los dirigentes celebraron en Uxda un "encuentro de reconciliación" que resultó muy fructífero: el anfitrión obtuvo de su huésped el cese de los suministros de armas a los independentistas saharauis, y las partes acordaron además la apertura de embajadas permanentes en las respectivas capitales y el arranque de una, hasta hacía bien poco impensable, unión libio-marroquí.

Pero esta unión no era más que una entelequia en la veleidosa política regional. El 29 de agosto de 1986 el monarca alauí declaró abrogado el Tratado de Uxda como represalia por la condena de Gaddafi, conjuntamente con Assad, a su encuentro del mes anterior con el primer ministro israelí Shimon Peres, que había ignorado la cuarentena árabe a Israel. Enfurecido por no haber sido consultado previamente, Gaddafi tachó al rey de "traidor a la nación árabe, al pueblo marroquí y a la causa palestina". Las espadas seguirían en alto hasta 1989.

Para el presidente argelino Houari Bumedián, su más inmediato rival por el liderazgo árabe, Gaddafi era un dirigente inmaduro y exaltado del que no podían esperarse más que acciones aventureras, aunque también podía vérsele como un aliado potencial frente a Marruecos, principal y acérrimo adversario de Argelia. El proyecto de fusión libio-tunecina de enero 1974, anunciado por Gaddafi y Bourguiba al cabo de su reunión en Djerba, encolerizó al coronel argelino hasta el extremo de amenazar a sus vecinos orientales con la guerra. Bumedián no podía tolerar una iniciativa que suponía no tanto una muestra del presunto hegemonismo magrebí del régimen de Trípoli como un éxito de su propaganda panarabista, al hilo del fiasco de la FRA con Egipto.

En marzo de 1974, Bourguiba, atemorizado, dio carpetazo al proyecto que habría dado lugar a la llamada República Árabe Islámica, abriendo una etapa de extrema frialdad en las relaciones libio-tunecinas. En febrero de 1976 Gaddafi apaciguó a Bumedián, al que le quedaban menos de tres años de vida, accediendo a firmar un acuerdo de defensa recíproca. Ocho años después, el inesperado Tratado libio-marroquí de 1984 tuvo mucho de respuesta al Tratado de Fraternidad y Concordia argelino-tunecino de 1983.

Tornadizas y tormentosas fueron, en suma, las relaciones de Gaddafi con todos sus vecinos y teóricos aliados árabes, quienes a lo largo de la década de los setenta se apresuraron a señalarle con el dedo acusador en cuanto desbarataban conspiraciones magnicidas de oscura trama: es lo que hicieron Hasan II en 1971 y 1972, Sadat en 1974, Numeiry en 1976 y Bourguiba, en 1975, tan sólo un año después de irse a pique la República Árabe Islámica.


4. Años 80: intervencionismo africano, patrocinio del terrorismo y enfrentamiento con Estados Unidos

Al comenzar la década de los ochenta, Gaddafi imprimió un notable giro a su política exterior. En su búsqueda de nuevos préstamos para la adquisición de armas, abrió una línea de cooperación con la URSS, que visitó por primera vez a últimos de abril de 1981, devolviendo así la visita realizada por el primer ministro Aléksei Kosygin en 1975. Desde este momento, miles de unidades de lo más granado del arsenal convencional soviético (tanques de la clase T, cazabombarderos MiG, bombarderos Tupolev y aviones de ataque Sujoi) arribaron a Libia en aluvión. La asociación con la URSS compensó con creces el alejamiento, bien que nunca completo, de Francia.

Asimismo, Gaddafi se reconcilió con Siria, con la que había renacido la solidaridad árabe a causa de la defección egipcia y compartía apoyos al Irán shií y revolucionario en su guerra contra Irak, país que, a su vez, no mantuvo relaciones diplomáticas con Libia entre octubre de 1980 y septiembre de 1987. Para rubricar el deshielo de sus tratos, Gaddafi y Assad abordaron una unión libio-siria de la que, transcurrido breve tiempo, nunca más se supo. Por otro lado, el líder libio, un tanto como resultado de su renovada cordialidad con Assad, se enemistó por algún tiempo con el sector oficial de la OLP representado por Yasser Arafat.

En las postrimerías de la década, Gaddafi hizo las paces con tres importantes países árabes: el Marruecos de Hasan II, merced a un intercambio de visitas en 1989, en Casablanca el 13 de mayo y en Trípoli el 1 de septiembre -esta última con motivo del vigésimo aniversario de la Revolución, encuentro al que asistieron varios dirigentes de países amigos, incluido Arafat-, permitiendo poner en marcha la Unión del Magreb Árabe (UMA), cuyos objetivos eran básicamente comerciales; el Egipto de Hosni Mubarak, con quien se reunió el 16 de octubre 1989, cita que supuso su primer desplazamiento a Egipto en 16 años y que preludió la normalización de los vínculos a lo largo 1990; y la Jordania del rey Hussein, con la que restableció las relaciones diplomáticas en junio de 1990 tras seis años de ruptura. Por si fuera poco, el cambio de guardia en junio de 1989 en Sudán, donde el golpe de Estado del general Umar al-Bashir sentó las bases de un régimen híbrido islamista-militar en Jartum, inauguró una nueva era de relaciones con este país.

De esta manera, al iniciarse la década de los noventa, Gaddafi, poniendo un irónico epílogo al desvanecimiento de sus ensoñaciones panarabistas, tenía sus relaciones ampliamente normalizadas con el mundo árabe-musulmán, si bien las efusividades se limitaban a Siria, Sudán e Irán.

En todo este tiempo, Gaddafi compensó el fracaso de sus proyectos de unidad árabe con una multiplicación de su aventurerismo africano, presente desde que en la década anterior se apoyara en la Uganda de Idi Amin Dada, al que visitó en Kampala en marzo de 1974, para extender la "marea verde del Islam" por los estados negros de mayoría cristiana. El panarabismo, que no podía dejar de ser laico, fue reemplazado en la agenda del inquieto líder de la Jamahiriya por el panislamismo.

Entre octubre de 1978 y abril de 1979, cientos de soldados libios, con desastrosos resultados, -por cuanto sufrieron un alto número de muertos, heridos y prisioneros-, plantearon la única resistencia apreciable a la invasión cristiana del Ejército tanzano y los exiliados ugandeses, que terminaron derrocando al musulmán Amin; antes de fijar su exilio definitivo en Arabia Saudí, el expulsado dictador ugandés estuvo un año acogido a la hospitalidad de Libia, que en 1986 jugó un papel fundamental en la conquista militar de Kampala por el opositor Yoweri Museveni.

Gaddafi se dedicó a enviar emisarios, asesores y agentes por doquier. Hasta los años noventa, sus intrigas y apadrinamientos fueron visibles en países como Somalia, Liberia o Burkina Faso, favoreciendo respectivamente al señor de la guerra Muhammad Farah Aydid, al capitán golpista y luego presidente Blaise Compaoré y al notorio criminal internacional de guerra Charles Taylor, el cabecilla guerrillero devenido presidente de su país, por citar algunos casos conocidos. El liberiano Taylor y el sierraleonés Foday Sankoh, líder de la tenebrosa guerrilla del Frente Revolucionario Unido y compinche del primero, comenzaron sus andaduras subversivas recibiendo entrenamiento en campamentos libios.

Pero su mayor implicación fue en la guerra civil de Chad, donde en 1980 intervino militarmente en apoyo de su protegido local, Goukouni Oueddei, y contra el cabecilla profrancés, Hissène Habré, a fin de asegurarse la franja fronteriza de Aouzou, presumiblemente rica en uranio y petróleo, que se había anexionado en 1973 en virtud de una cesión secreta del entonces presidente chadiano, François Tombalbaye. Desde que llegó al poder en 1969, Gaddafi había respaldado activamente la rebelión norteña musulmana del Frente Nacional de Liberación del Chad (FROLINAT), alzada en armas contra el Gobierno sureño cristiano y de la que habían sido miembros tanto Oueddei como Habré.

En noviembre de 1980, Oueddei, presidente desde el año anterior del Gobierno de Unión Nacional de Transición (GUNT), recobró todo el poder en la capital, N’Djamena, gracias exclusivamente al contingente expedicionario libio, que nutrían 4.000 soldados pertrechados con tanques, lanzacohetes, morteros, helicópteros, cazabombarderos y bombarderos de fabricación soviética.

Embriagado por su éxito militar, Gaddafi entró en conversaciones políticas con Oueddei en aras de una "fusión" estatal libio-chadiana que debía ser la primera pieza en el puzzle de una vasta república islámica norteafricana, desde Senegal en el océano Atlántico hasta Sudán en el mar Rojo. La grandiosa declaración perturbó a los gobiernos afectados por el nuevo sueño geopolítico del líder libio, a Francia y al propio Oueddei, que se plegó a las presiones de París y reclamó a su incómodo protector la repatriación de sus soldados. En noviembre de 1981, a regañadientes pero obligado por el ambiente de hostilidad general, Gaddafi ordenó evacuar N’Djamena, permitiendo el despliegue de una Fuerza Interafricana de Paz formada por soldados de Zaire, Senegal y Nigeria.

La retirada de las tropas libias al extremo norte de Chad puso en bandeja la contraofensiva desde Sudán de Habré, que en junio de 1982 entró victoriosamente en la capital y puso en fuga a Oueddei, arrojado de nuevo a los brazos de su valedor norteño. Oueddei, el rebelde, y Habré, el presidente, siguieron combatiéndose con saña con los papeles invertidos, pero los verdaderos realizadores del drama chadiano eran sus respectivos padrinos, Gaddafi y François Mitterrand, que entablaron un durísimo pulso geopolítico en la antigua colonia gala no exento de puntos oscuros y extraños cambalaches. En junio de 1983, cuando el aplastamiento de Oueddei parecía inminente, Gaddafi intervino de nuevo en socorro de su peón. Esta segunda invasión de Chad se apuntó como primer triunfo la captura de la estratégica población de Faya Largeau, capital de la región de Bourkou-Ennedi-Tibesti y en lo sucesivo el cuartel general de las fuerzas libias, que establecieron un verdadero protectorado al norte del paralelo 16.

Los tomas y dacas fueron sucediéndose, pero a la larga se impuso el sofisticado dispositivo militar francés, que consiguió mantener a raya a la infantería libia sin llegar al choque directo en tierra y, tras un frenético intercambio de raids y bombardeos aéreos, neutralizar a su aviación. Un acuerdo de retirada conjunta de tropas adoptado personalmente por Gaddafi y Mitterrand en noviembre de 1984 en Creta con los buenos oficios del primer ministro socialista griego, Andreas Papandreou, fue incumplido por el libio, prolongando de esta manera la guerra.

La contienda chadiana consumía vorazmente los limitados recursos de Libia y el presumible descalabro sobrevino en 1987. En enero, Oueddei, tras denunciar que la ayuda libia a su causa no era en absoluto desinteresada sino que escondía una verdadera agresión a Chad con propósitos anexionistas, consumó con Habré una reconciliación que venía fraguándose desde meses atrás y se revolvió contra Gaddafi. El nuevo frente unido chadiano, con la eficaz protección de la aviación francesa, se lanzó a la reconquista del norte del país, infligiendo a las tropas libias derrota tras derrota. En marzo, Gaddafi encajó la pérdida de Faya Largeau, tremenda derrota que le costó unas 5.000 bajas entre muertos y prisioneros. Todo Bourkou-Ennedi-Tibesti fue liberado y en agosto los chadianos incluso tomaron el control, aunque por poco tiempo, de la propia franja de Aouzou.

El 11 de septiembre de 1987 Gaddafi, derrotado, aceptó el alto el fuego negociado por la Organización para la Unidad Africana (OUA) y la salida de sus quebrantadas huestes de Chad, salvo de Aouzou. El 25 de mayo de 1988 reconoció al régimen de N’Djamena y el 3 de octubre siguiente restableció las relaciones diplomáticas libio-chadianas. El 31 de agosto de 1989, por último, sendas delegaciones de alto nivel acordaron en Argel solventar las diferencias territoriales por medios políticos, dándose un año de plazo antes de someter la cuestión de Aouzou al arbitraje del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. El 13 de febrero de 1994 la corte de la ONU iba a fallar que la soberanía de la franja correspondía a Chad, y Trípoli no tuvo más remedio que evacuar el territorio.

El laudo del Tribunal de La Haya puso un lapidario colofón a la sangrienta saga chadiana de Gaddafi, cuyo balance no podía calificarse más que de completa y absoluta debacle. En este sentido, de nada le sirvieron al líder libio sus untuosas atenciones al nuevo líder de N’Djamena desde diciembre de 1990, Idriss Déby, un coronel rebelde del Ejército chadiano alzado en una exitosa ofensiva guerrillera contra Habré. Como tantos otros hombres fuertes africanos, Déby había recibido cobijo y adiestramiento en Libia.

El prosovietismo, la solidaridad con el Irán jomeinista (un envite que para muchos observadores constituía un auténtico misterio) y el panislamismo africano o "imperialismo verde" de Gaddafi, alarmaron sobremanera a Estados Unidos. El 2 de diciembre de 1979, 2.000 libios, instigados por las autoridades e imitando el proceder de los estudiantes iraníes en Teherán, asaltaron e incendiaron la Embajada estadounidense en Trípoli. La legación estaba sin embajador desde 1972 y con motivo de esta agresión fue clausurada. El 29 de diciembre el Gobierno norteamericano declaraba a Libia "Estado patrocinador del terrorismo".

La malquerencia estadounidense por Gaddafi no se remontaba exactamente hasta el golpe de septiembre de 1969; durante un tiempo aún, y pese al desalojo de la base de Wheelus y de las nacionalizaciones revolucionarias, el coronel libio (al igual que los baazistas irakíes) había sido visto con interés por Washington a causa de su antimarxismo; así, se da por cierto que la CIA le ayudó a desbaratar un complot de personas de su círculo de confianza en diciembre de 1969.

Tras tomar posesión en enero de 1981, la Administración republicana de Ronald Reagan acusó sistemáticamente a la Jamahiriya de dar cobijo a terroristas internacionales, de financiar sus atentados y de sostener campamentos de adiestramiento de grupos revolucionarios y movimientos de liberación de todo el mundo, campaña que, a la luz del número y disparidad de las organizaciones subversivas acogidas a este patrocinio –algunas de las cuales abrazaban ideologías que poco o nada tenían que ver con la imperante en la Jamahiriya Libia-, no parecía seguir ninguna lógica estructurada. Así, los instructores, las armas y el dinero libios afluyeron con generosidad al IRA norirlandés, la ETA vascoespañola, los separatistas musulmanes de Filipinas, el ala paramilitar del Congreso Nacional Africano en Sudáfrica o los Panteras Negras de Estados Unidos, aunque los principales beneficiarios fueron los grupos extremistas palestinos.

En mayo de 1981, como reacción a la recepción de Gaddafi por Brezhnev en Moscú, el Departamento de Estado cerró la "oficina popular" libia en Washington y expulsó de Estados Unidos a todo el personal diplomático del país árabe. En agosto siguiente, Gaddafi, volviendo a dejar a un lado un inveterado escrúpulo ideológico, jugó a fondo la carta filocomunista participando en Adén en una cumbre con dos dictadores marxistas y clientes de Moscú, el etíope Mengistu Haile Mariam y el suryemení Ali Nasser Muhammad. El encuentro alumbró un Tratado Tripartito de Amistad y Cooperación que rebosaba retórica antiimperialista de la Guerra Fría y del enfrentamiento entre los bloques.

Justamente al finalizar la cumbre prosoviética de Adén, el 19 de agosto, la tensión se disparó con el incidente aéreo sobre el golfo de Sirte, en el que dos Sujoi libios fueron derribados por dos F-14 de la VI Flota en el Mediterráneo. Según Trípoli, sus aparatos abrieron fuego primero contra los estadounidenses porque estos, en el curso de un ejercicio naval, estaban sobrevolando ilegalmente el espacio aéreo libio e ignoraron las órdenes de retirada; según Washington, las maniobras tenían lugar sobre aguas internacionales y los F-14 no hicieron más que defenderse de una agresión injustificada. En diciembre de 1981 el Gobierno estadounidense pidió a todos sus ciudadanos que abandonaran Libia y canceló los pasaportes para viajar al país árabe. En marzo de 1982 la escalada subió otro peldaño con la imposición de un boicot a las importaciones de crudo libio y de un embargo a las exportaciones estadounidenses de tecnología industrial.

En marzo de 1984, Gaddafi, dispuesto a tensar la cuerda en su forcejeo con Reagan respondiendo a sus sanciones económicas y sus advertencias militares con alardes y bravuconería, amenazó con permitir la instalación en su país de bases soviéticas; en realidad, el Kremlin, obsesionado con la inminencia de una guerra nuclear con Estados Unidos, mantenía sus reservas para no alimentar la verbosidad arrebatada de un dirigente al que, en realidad, veía con escepticismo por su carácter independiente e imprevisible. Moscú dio asimismo largas a la petición libia de firmar un tratado de amistad y cooperación (como los que disfrutaban Siria e Irak), que habría conllevado una obligación de asistencia defensiva soviética en caso de agresión occidental.

En 1984 el Reino Unido se sumó al acoso rompiendo las relaciones diplomáticas a raíz del mortal disparo recibido por una policía británica desde el interior de la oficina popular libia en Londres mientras vigilaba una manifestación anti Gaddafi organizada por el opositor Frente Nacional para la Salvación de Libia (FNSL). En cuanto a la guerra de Chad, en la que Francia se atribuyó con el beneplácito de Estados Unidos un papel de gendarme frente al expansionismo libio en el área saheliana, fue aprovechada por la superpotencia americana para socavar la capacidad militar de la Jamahiriya con operaciones de apoyo logístico e inteligencia.

Los acontecimientos se precipitaron a finales de 1985. En diciembre, los soviéticos accedieron a instalar en varios puntos de la costa libia baterías de misiles tierra-aire (SAM) de largo alcance, que se añadieron a las unidades de misiles balísticos tácticos Scud. El 27 de de ese mes se produjo el doble ataque terrorista contra los mostradores de las aerolíneas israelí El Al y estadounidense TWA en los aeropuertos de Roma y Viena, con un balance de 19 civiles muertos; Washington imputó la masacre al disidente palestino Abu Nidal y a la inteligencia libia. El secuestro poco antes por un comando del Frente de Liberación de Palestina del buque de pasajeros Achille Lauro dirigió también el foco de la sospecha a Trípoli, aunque esta conexión resultó más incierta. El 7 de enero de 1986, con el argumento de que Libia estaba detrás del dramático recrudecimiento del terrorismo revolucionario contra intereses occidentales e israelíes en Europa, Reagan anunció la ruptura total de las relaciones económicas y comerciales.

En marzo, la penetración de una fuerza de portaaviones en el golfo de Sirte, fuera del límite internacionalmente reconocido de las 12 millas náuticas pero dentro de aguas consideradas nacionales por Trípoli, desencadenó unas furiosas escaramuzas navales que ocasionaron el hundimiento o la destrucción de varias unidades de la Armada libia provistas de lanzamisiles y de sistemas de radares costeros. Gaddafi reclamó al mundo árabe que se atacaran los intereses estadounidenses allá donde se encontraran y el 5 de abril, como respondiendo al llamamiento del líder libio, la discoteca de Berlín Occidental La Belle, frecuentada por soldados de Estados Unidos, fue volada con un explosivo plástico con el resultado de tres muertos, dos de ellos militares norteamericanos, y más de 200 heridos.

Al punto, la Casa Blanca acusó directamente a Gaddafi del atentado y como pruebas presentó unos mensajes de télex interceptados en los que alguien en Libia felicitaba al representante diplomático en Berlín Oriental por el éxito de la operación. Reagan ordenó entonces a la Fuerza Aérea que diera una contundente lección militar a Gaddafi. Así, el 15 de abril de 1986, tres escuadrones despegados de los portaaviones de la VI Flota y de bases en el Reino Unido atacaron con bombas y misiles siete grandes objetivos militares concentrados en Trípoli y Bengasi.

En el raid, breve pero intenso, resultaron destruidos una veintena de aviones libios y un número indeterminado de instalaciones militares. Varios edificios civiles y diplomáticos en Trípoli también fueron alcanzados. Pero más gravedad revistió la muerte de unas 40 personas, 15 de ellas civiles. Gaddafi sufrió la agresión en sus propias carnes: advertido por teléfono por el Gobierno de Mata (o quizá por el Gobierno de Italia, como se ha filtrado recientemente) de que los aviones estaban sobrevolando sin autorización su espacio aéreo y que se dirigían en derechura hacia Trípoli, el dirigente reunió a su familia y se dispuso a abandonar su residencia en el complejo militar de Bab Al Aziziya, al sur de la capital. La operación de puesta a salvo no había concluido cuando comenzaron a caer las primeras bombas. Gaddafi escapó sano y salvo, pero una esquirla mató a su hija adoptiva de 15 años, Hanna, mientras que dos hijos biológicos resultaron heridos. La familia entera quedó en estado de shock. El bombardeo de su cuartel general no podía interpretarse más que como un intento del Gobierno norteamericano de liquidar físicamente a Gaddafi.

El ataque aéreo provocó un amplio rechazo internacional. La Asamblea General de la ONU aprobó una resolución de condena por lo que constituía una violación de la Carta de la ONU y el derecho internacional, mientras que el Movimiento de Países No Alineados, la Liga Árabe y la OUA hicieron suyos los durísimos términos de la reacción oficial Libia.

Gaddafi, aunque aturdido, ardía de ganas de revancha y su primer contragolpe, desencadenado a las pocas horas de ser atacado, fue lanzar dos misiles Scud contra la estación que la Armada estadounidense tenía en la isla italiana de Lampedusa; los artefactos erraron su objetivo y no causaron daños. Tras esta respuesta simbólica, Gaddafi comedió sus exhibiciones de fuerza en el Mediterráneo y rodeó de una mayor discreción su activismo africano, máxime después de la derrota en Chad. En apariencia, el bombardeo de abril había surtido algún efecto. Se habló incluso de un profundo impacto psicológico en Gaddafi, que arrastraba tras de sí toda una rumorología de hombre sensible e impresionable, tras sus formas belicosas y altaneras.

El conflicto libio-estadounidense rebrotó esporádicamente, con nuevos picos de agitación como el encontronazo militar de enero de 1989 sobre el golfo de Sirte, repetición del acaecido en 1981 y que supuso el derribo de dos MiG libios, o la acusación de producir secretamente armas químicas en una planta industrial en Rabta. Pero la tensión puramente militar fue decreciendo, al tiempo que Gaddafi moderaba paulatina y sutilmente sus invectivas antioccidentales. El líder libio se cuidó muy mucho de volver a enfrentarse directamente a la superpotencia americana.

Sin embargo, en la más estricta clandestinidad, el coronel siguió aferrado al terrorismo como arma indirecta e insidiosa de revancha. El 21 de diciembre de 1988 un Boeing 747 de la compañía Pan Am que realizaba la ruta Londres-Nueva York se desintegró en pleno vuelo por el estallido de una bomba; los restos en llamas cayeron sobre la localidad escocesa de Lockerbie y la tragedia costó en total la vida a 270 personas de 21 nacionalidades, si bien la mayoría eran estadounidenses o británicas. En un principio se sospechó de Irán, que habría pagado a Estados Unidos con la misma moneda por el derribo en julio anterior sobre el estrecho de Ormuz de un Airbus de su aerolínea estatal con el resultado de 290 muertos, pero las investigaciones terminaron hallando pruebas concluyentes de la implicación de dos agentes de inteligencia libios, a los que la justicia escocesa acusó formalmente en noviembre de 1991.

La mano criminal de Trípoli se posó también sobre el vuelo de la aerolínea francesa UTA que el 19 de septiembre de 1989, mientras hacía la ruta Brazzaville-N'Djamena-París, quedó truncado por otro artefacto explosivo detonado sobre el desierto del Sáhara, cerca de la localidad nigerina de Teneré: en este segundo siniestro perecieron 170 personas. En esta ocasión, la investigación judicial identificó como presuntos autores intelectuales del atentado a seis funcionarios y agentes libios, uno de los cuales era nada menos que Abdullah Sanusi, cuñado de Gaddafi y vicedirector de los servicios de inteligencia; como hizo con los incriminados en el desastre de Lockerbie, Gaddafi se negó a extraditar a estos acusados a la vez que negaba la tenencia de cualquier responsabilidad en las acciones terroristas.

Por otro lado, en 1987 Gaddafi concedió refugio a Abu Nidal, expulsado de Damasco por Assad, cuya organización siguió perpetrando atentados y asesinatos. Según investigaciones periodísticas, Gaddafi estableció un estrecho vínculo de amistad con el sanguinario y paranoico disidente palestino (considerado por muchos investigadores un agente doble a sueldo del Mossad israelí), hasta que las circunstancias internacionales le aconsejaron deshacerse de él, mandándolo a Irak.


5. Años 90: inhibición exterior y dificultades domésticas; la oposición al régimen

En 1980 los novelistas Dominique Lapierre y Larry Collins caracterizaron a Gaddafi en su best seller de política-ficción El quinto jinete como un iluminado delirante que está a punto de sumir a Nueva York en el apocalipsis nuclear haciendo estallar una bomba de hidrógeno escondida por sus secuaces en Manhattan. Como botones de muestra del grado de demonización que Gaddafi alcanzó en Occidente y en Estados Unidos en particular, pueden servir las afirmaciones que de él hicieron, en 1981 y 1986 respectivamente, el entonces vicepresidente con Reagan, George Bush padre, y Reagan mismo: para ellos, Gaddafi era "un megalómano capaz de desencadenar la tercera guerra mundial con el único fin de aparecer en la primera página de los periódicos" y el "perro loco de Oriente Próximo".

El dictador libio fue uno de los personajes más estridentes, imprevisibles y denostados de la escena internacional durante dos décadas. Diez años antes que el presidente irakí Saddam Hussein y veinte antes que el terrorista saudí Osama bin Laden, el fundador y líder absoluto de la Jamahiriya Libia recibió el papel, interpretado por él, daba la impresión, con verdadero gusto las más de las veces, de pesadilla de Occidente y supervillano internacional.

Pero al estrenar su tercera década en el poder, el cincuentón en ciernes enfrió sus arrebatos de juventud, adquirió una cualidad inédita en él, la paciencia, restringió sus pronunciamientos públicos y, en definitiva, optó por la inhibición. Si en 1973, durante la cuarta guerra árabe-israelí, había mostrado cicatería militar con la excusa de que Sadat no le había puesto al tanto de sus planes bélicos, Gaddafi exhibió una actitud sumamente prudente a lo largo de la crisis internacional provocada por Saddam Hussein en agosto de 1990 con su invasión de Kuwait. Trípoli se abstuvo de apoyar a Irak con expresiones de solidaridad y de hecho le pidió que desocupara el emirato, pero ni condenó la invasión ni aceptó sumar tropas al dispositivo militar panárabe para la defensa de Arabia Saudí, el cual, con Egipto y Siria a la cabeza, fue aprobado por la Liga Árabe en una votación que registró como únicos votos contrarios los de Libia y la OLP.

Como se anticipó arriba, Gaddafi mantuvo rotas las relaciones con Bagdad desde el comienzo de la guerra contra Irán en septiembre de 1980 hasta el 12 de septiembre de 1987. La consolidación del eje Trípoli-Teherán en junio de 1985 con la firma de una "alianza estratégica" pilló a Saddam completamente enfangado en una terrible guerra de desgaste con el enemigo persa. Ni antes ni después existieron grandes simpatías mutuas entre dos dictadores conocidos, entre otras cosas, por sus desmedidos egos. Ahora, cuando los países árabes tenían que posicionarse sobre la agresión de Irak y Kuwait y sobre la vasta ofensiva militar multinacional que, con la autorización de la ONU y el liderazgo de Estados Unidos, aguardaba a Saddam, Gaddafi se escudó tras sus fórmulas terceristas y una ambigua postura antibelicista. Ni con unos ni con otros, no tuvo ambages en desdeñar como "locos" a las dos partes en conflicto.

Con escasa convicción y menor repercusión, el coronel protagonizó un intento de mediación basado en una propuesta de cuatro puntos: la evacuación irakí de Kuwait; el despliegue en el emirato de fuerzas de pacificación de la ONU; la instalación en Arabia Saudí de un dispositivo de seguridad árabe-islámico en lugar de los ejércitos occidentales; y la celebración de una reunión conciliatoria entre Saddam y el rey Fahd, cita que el monarca saudí se apresuró a rechazar. Su "solución árabe" a la crisis del Golfo no fue escuchada, pero, por lo menos, la súbita satanización del dictador irakí le reportó el beneficio de pasar a un tranquilo segundo o tercer plano en el pensamiento de las opiniones públicas occidentales.

Por otro lado, la aportación de Gaddafi al proceso de paz de Oriente Próximo emprendido por palestinos, jordanos, sirios e israelíes tras el final de la Guerra del Golfo en 1991 no fue ni constructiva ni boicoteadora, sino simplemente inexistente: a lo largo del tortuoso proceso, el líder libio, que mantenía intacta su fobia antiisraelí, se limitó a recordar de cuando en cuando su total rechazo a unas negociaciones políticas que le parecían una pérdida de tiempo.

Opacada por su hiperactividad exterior y, en los primeros años, hasta la fundación de la Jamahiriya en 1977, por su ímpetu doctrinario y legislador, la historia de la oposición interna al régimen de Gaddafi ha discurrido rodeada de rumores, secretismo y bastantes certezas, pero parcas en detalles. La larga, muy larga secuencia de complots golpistas, algunos ejecutados pero aplastados, otros desarticulados a tiempo y algunos más sólo insinuados, arrancó inmediatamente después del movimiento revolucionario del 1 de septiembre de 1969.

Ya en diciembre de 1969 Gaddafi, como se apuntó arriba, con la posible ayuda de la CIA, malogró un movimiento en su contra; los presuntos cabecillas, los ministros de Defensa, Adam Said Hawaz, y del Interior, Musa Ahmad, dos tenientes coroneles que no eran miembros del CMR, fueron arrestados y sus carteras idas a manos respectivamente del propio Gaddafi y del segundo oficioso del CMR, el coronel Abdel Salam Jallud, convertido de paso en viceprimer ministro.

Por cierto que Jallud, un año más joven que Gaddafi y amigo suyo desde la infancia, afianzó su posición en julio de 1972 con su ascenso a primer ministro, función que desempeñó hasta la puesta en marcha del Comité General Popular en 1977; durante una década más, el esquivo número dos de la Jamahiriya, retratado por medios internacionales como un pragmático y un realista permeable a la desafección, continuó en la brecha como miembro del Secretariado del Congreso General Popular, organizador de los comités revolucionarios, supervisor del sector petrolero y ejecutor de misiones diplomáticas de alto nivel. Por épocas, fue ministro del Interior, de Economía y de Finanzas, antes de renunciar a todos sus cometidos gubernamentales en 1979. Sus relaciones con Gaddafi fueron como mínimo ambiguas, hasta que el líder, temeroso de su poder e influencia, decidió enfrentársele y apartarlo de la escena.

El segundo sobresalto para Gaddafi sobrevino en julio de 1970, cuando Abdullah Abid Sanusi, un primo lejano del ex rey Idris y otros destacados miembros de un clan aristocrático de Fezzan fueron acusados de conspirar contra la República. Los años 1971 y 1972 estuvieron dominados por los juicios a los principales representantes del antiguo régimen, reos de los cargos de traición y corrupción.

Uno de los más peligrosos levantamientos contra Gaddafi tuvo lugar en 1975, cuando el ministro de Planificación, miembro del CMR y mayor del Ejército Umar Mihayshi, secundado por una treintena de oficiales, encabezó una intentona golpista con un trasfondo de discrepancias sobre la política económica. En 1977 y de nuevo en 1979 el régimen fusiló a varias decenas de miembros de las Fuerzas Armadas. Al mismo tiempo, Gaddafi, cumpliendo su ultimátum para que volvieran a casa con una declaración de arrepentimiento y se entregaran a los comités revolucionarios so pena de ser "liquidados", desató contra la reorganizada comunidad de opositores en el exilio una brutal guerra sucia que dejó un reguero de asesinatos clandestinos en capitales de Europa occidental.

Sin abandonar el espectro civil pero dentro de Libia, el endurecimiento ideológico y policial del régimen, así como las transformaciones socioeconómicas, que penalizaron a las antiguas élites, estimuló actitudes resistentes entre los estudiantes, los intelectuales, ciertos clanes tradicionales, sectores religiosos ortodoxos y algunos círculos profesionales. La abundante represión registrada ya en estos años desmentía a Gaddafi cuando transmitía la idea de que su flamante Jamahiriya era un Estado monolítico.

En la década de los ochenta la oposición a Gaddafi tuvo un rostro insistentemente militar. En agosto de 1980 la revuelta de un destacamento en Tobruk fue aplastada sin contemplaciones; se habló de ejecuciones masivas y de la mano negra de Francia. El 8 de mayo de 1984 se produjo un frustrado asalto contra el recinto fortificado de Bab Al Aziziya; el comando atacante, armado con lanzagranadas y ametralladoras, fue neutralizado por fuerzas lealistas, tropas regulares y milicianos de los comités revolucionarios, antes de poder consumar el magnicidio. El ataque fue reivindicado por el FNSL, uno de los varios grupos de la oposición en el exilio que operaban en aquellos años y que no hacían ascos a la subversión armada y el terrorismo; en su caso, el FNSL gozaba del apoyo de la CIA y tenía su retaguardia en Sudán, aunque, poco después, el derrocamiento de Numeiry en un golpe de Estado dispersó sus efectivos. La disparidad ideológica y programática de los grupos opositores, incapaces de articular un frente unido con un mínimo de efectividad, ahorró a Gaddafi mayores peligros.

Gaddafi respondió a la intentona de 1984 con purgas en las Fuerzas Armadas, una nueva campaña de liquidaciones de exiliados en Europa y, más trascendente para la evolución de su régimen, la apertura de un frente de hostilidad contra Jallud, cuyas autoridad e influencia estaba dispuesto a cercenar. Esta lucha por el poder, que incluyó algún exilio encubierto, críticas abiertas e intentos de alcanzar un modus vivendi, terminó con la derrota de Jallud, que en 1993 fue marginado totalmente de la política y un año más tarde, según medios occidentales, puesto bajo arresto domiciliario, a la vez que su clan tribal, el Migariha, caía en desgracia. Los reveses militares en la guerra de Chad estimularon asimismo el resentimiento y las defecciones en la oficialidad castrense.

Gaddafi siempre salía airoso de los embates internos, pero tras la Guerra del Golfo en 1991 tuvo que hacer frente a una acumulación de problemas bastante inquietante para la estabilidad de su régimen. Por de pronto, la extinción de la URSS le privó de un valioso protector diplomático justo cuando llegaba el momento de rendir cuentas por las fechorías terroristas cometidas en la década anterior.

El 21 de enero de 1992 el Consejo de Seguridad de la ONU condenó expresamente los atentados de Lockerbie y Teneré, y conminó a Trípoli a que "contribuyera a la eliminación del terrorismo internacional" y colaborara plenamente para el establecimiento de responsabilidades por aquellos dos actos terroristas; implícitamente, le exigía que entregara a la justicia escocesa a los dos agentes libios incriminados en la voladura del avión de la Pan Am. Dos meses después, el 31 de marzo, con diez votos a favor, ninguno en contra y cinco abstenciones, la resolución 748 tomaba nota de la inacción del régimen libio y, en consecuencia, le imponía a partir del 15 de abril un paquete de sanciones aéreas y diplomáticas más un embargo de armas. Las sanciones fueron reforzadas por otra resolución aprobada el 11 de noviembre, la 883, centrada en la congelación de haberes financieros.

El castigo era severo, pero, puesto que no tocaba a las exportaciones de petróleo, verdadera savia vital de la Jamahiriya y que tenían como clientes mayoritarios a los propios países occidentales, Gaddafi se libró de un estrangulamiento que pudo haber sido letal. En agosto de 1996 Estados Unidos reforzó unilateralmente las sanciones con el instrumento de la Ley Kennedy-D’Amato, que preveía represalias económicas contra las firmas comerciales, de Estados Unidos o de cualquier otro país, que invirtieran en Libia e Irán, dos rogue states que, denunciaba Washington, fomentaban el terrorismo internacional y la proliferación de armas de destrucción masiva.

El chaparrón internacional sobre Gaddafi coincidió con otra secuencia de movimientos subversivos en los que asomó con nitidez el elemento religioso, sin dejar de manifestarse el militar. Por algún tiempo, sobre Libia revoloteó el fantasma de una gran insurrección armada fundamentalista, al estilo de la que estaba desangrando Argelia. Partidas islamistas sostuvieron serios enfrentamientos con las fuerzas de seguridad, sobre todo en Cirenaica, y Gaddafi se inquietó lo suficiente como para llamar a "exterminar como perros rabiosos" a los integristas que osaran alzarse contra su modelo del Islam.

En octubre de 1993 Gaddafi aplastó una potente tentativa de golpe realizada por una alianza de oficiales y notables tribales; los golpistas pretendían asesinarle a él y a todos sus lugartenientes principales. En julio de 1996 trascendió que unos disturbios en el curso de un partido de fútbol en Trípoli habían degenerado en una especie de revuelta popular contra el régimen. Y el 1 de junio de 1998 unos maquis supuestamente islamistas tendieron en Darnah, entre Bengasi y Tobruk, una emboscada a Gaddafi cuando se dirigía por carretera a Egipto para visitar a Mubarak; los pistoleros ametrallaron la comitiva y, según el grupo que reivindicó la acción, abatieron a cuatro guardaespaldas; otra fuente indicó que Gaddafi salió con bien de la celada gracias a que una valiente joven de su célebre escolta particular, reclutada entre muchachas de probadas virtudes revolucionarias y morales (para entrar en esta selecta y aguerrida guardia femenina había que ser virgen), protegió con su cuerpo a su jefe, perdiendo a cambio la vida. Días después, Gaddafi negó de redondo que se hubieran producido bajas entre sus filas, que a él le hubiesen herido y que se hubiese producido el atentado, tan siquiera.


6. Principio de superación del ostracismo y consolidación de la dictadura; los hijos del líder

Los actos del vigésimo séptimo aniversario de la Revolución, el 1 de septiembre de 1996, congregaron en Trípoli a Mubarak y a Assad, en representación del mundo árabe, y a un ramillete de presidentes del África negra: Compaoré de Burkina Faso, Déby de Chad, Museveni de Uganda, Jerry Rawlings de Ghana, Lansana Conté de Guinea, Alpha Oumar Konaré de Malí e Ibrahim Baré Maïnassara de Níger. Este plantel de estadistas recordó que el líder libio, pese a la marginación internacional, conservaba intacta una red de países amigos, fundamentalmente africanos.

El 24 de agosto de 1998 Estados Unidos y el Reino Unido aceptaron que los acusados de Lockerbie fueran juzgados por un tribunal escocés y con la legislación penal escocesa pero en los Países Bajos, entendido como país neutral. Tres días después, por la resolución 1.192, el Consejo de Seguridad de la ONU decidió que las sanciones serían suspendidas tan pronto como se realizase la entrega de los ciudadanos libios. El 19 de marzo de 1999, al cabo de un prolongado tira y afloja en el que medió positivamente el presidente sudafricano Nelson Mandela, Gaddafi accedió finalmente a someter a los dos hombres al tribunal escocés de La Haya; en caso de ser hallados culpables, los reos ingresarían también en una prisión holandesa. El 5 de abril tuvo lugar la extradición y las sanciones de la ONU quedaron en suspenso, aunque Estados Unidos mantuvo las suyas.

La superación del conflicto con la ONU alivió la carga que la prohibición de las comunicaciones áreas, el embargo de maquinaria de la industria petrolera y la congelación de activos en el extranjero habían supuesto para la economía libia, y por otro lado supuso el final de la cuarentena diplomática de la Unión Europea, que el 18 de mayo de 1998 había acordado con Estados Unidos la salvaguardia de sus inversiones en Libia frente a la ley Kennedy-D’Amato.

El 15 de abril de 1999 una delegación libia acudió como invitada a la III Conferencia Euromediterránea de ministros de Exteriores en Stuttgart, Alemania. El 7 de julio siguiente, el Reino Unido anunció el restablecimiento de las relaciones diplomáticas plenas, tras 15 años de ruptura, luego de acceder Trípoli a colaborar en el esclarecimiento de la muerte de la agente policial en 1984; la Jamahiriya aceptó su "responsabilidad general" en el crimen y el pago de una compensación económica a la familia de la víctima. El 13 de septiembre, los ministros de Exteriores de la UE revocaron las medidas restrictivas tomadas en 1992. Y el 2 de diciembre Gaddafi recibió al primer ministro italiano Massimo D’Alema, en la primera visita de un jefe de Gobierno occidental desde 1992, ocasión que el anfitrión aprovechó para hacer su más clara denuncia del terrorismo hasta la fecha.

El final de las sanciones de la ONU y la UE galvanizó la confianza de Gaddafi en su férula interior. En 2000, el líder abroncó a los miembros del Congreso General Popular por el uso disoluto de la renta petrolera e impulsó una serie de medidas encaminadas a acelerar el incipiente proceso de privatizaciones, descentralizar la administración del Estado, racionalizar la hipertrofiada y derrochadora función pública, y atraer las inversiones extranjeras en el sector energético. El modelo de planificación socialista ya no era aceptable para Gaddafi, que incluso contemplaba la supresión de los subsidios al consumo de energía y los alimentos básicos.

En junio de 2003, un enérgico llamamiento del líder para que se procediera a la "abolición del sector público" y se colocara a la industria petrolera y a la banca bajo un modelo mixto de gestión compartida con participación de "compañías no estatales" provocó la destitución del secretario general del Comité General Popular, Mubarak Abdallah ash-Shamij. Su sustituto, Shokri Ghanem, un experto educado en Estados Unidos y hasta ahora ministro de Economía, recibió del líder luz verde para conferir un impulso decisivo a unas reformas que apuntaban a un horizonte de libre mercado en Libia. De las varias metamorfosis experimentadas por Gaddafi, la económica era probablemente la más importante por el impacto que podría causar en la vida diaria de sus gobernados y en la sociedad en su conjunto.

La reforma económica de tintes liberales estaba en marcha, pero el sistema político seguía tan petrificado como siempre. Sin embargo, en abril de 2004 Gaddafi, por sorpresa, pidió al Congreso General Popular que aboliera las leyes de excepción adoptadas en 1971 y 1972, y prometió estudiar las recomendaciones hechas por Amnistía Internacional luego de que una delegación de la ONG pudiera visitar a presos políticos libios. En marzo de 2005 urgió a la nación a que "permitiera a las libertades florecer", pero se reafirmó en las excelencias de la "genuina democracia" que imperaba en la Jamahiriya. En marzo de 2006 el régimen excarceló y amnistió a 130 presos islamistas.

Por otro lado, el aparente desvanecimiento de los desafíos golpistas y subversivos, por primera vez desde 1969, permitió a un más relajado Gaddafi restar opacidad a su faceta de padre de familia. La prole tenida con la primera mujer y con la segunda cónyuge, Safiyya Ferkash, una miembro de los Sanusi y enfermera de profesión matrimoniada con el coronel cuando sólo tenía 14 años, se estaba haciendo mayor y empezó a adquirir presencia pública y puestos de responsabilidad en las más dispares esferas.

Gaddafi tiene ocho hijos. El primogénito, Muhammad, retoño único del primer matrimonio, no desarrolló en apariencia un interés por la política aunque sí por los negocios, hasta convertirse en el jefe del monopolio estatal de los correos y las telecomunicaciones, la General Post and Telecom Company (GPTC, creada en 1984), al frente de la cual se declaró resuelto a conseguir que cada ciudadano libio tuviera en propiedad un teléfono móvil; para ese fin, en 2004 puso en marcha la operadora de telefonía celular Libyana, que empezó a prestar sus servicios en paralelo a las actividades de Al Madar, una operadora preexistente y propiedad igualmente de la GPTC. Gran aficionado a los deportes, Muhammad practica el fútbol y el submarinismo, y en la actualidad preside también el Comité Olímpico Libio.

Un perfil bastante más conspicuo adquirió el segundo varón y primero de los siete hijos tenidos por Gaddafi con Safiyya, Saif al-Islam Muammar. Nacido en 1972 y formado como arquitecto y economista en Trípoli, Viena y Londres –donde, según parece, llevó un estilo de vida digno de un multimillonario playboy- Saif ha trabajado para entidades del Estado y por su cuenta, como dueño de su propia empresa de ingeniería y construcción. En 1998 creó la Fundación Internacional Gaddafi para Asociaciones Caritativas (GIFCA), una ONG dedicada a la coordinación del trabajo social y las actividades humanitarias y de beneficencia en Libia.

Renombrada en 2003 como Fundación Internacional Gaddafi para la Caridad y el Desarrollo (GICDF), su ONG ha permitido a Saif desplegar un activo rol diplomático y de relaciones públicas en nombre de su padre y el régimen, con intervenciones sonadas en la liberación de rehenes por captores musulmanes y en la negociación de las compensaciones económicas a los familiares de las víctimas de los atentados aéreos, aunque en este terreno no ha dejado de sostener la tesis de la "inocencia" de los compatriotas juzgados y condenados por esos crímenes.

Detrás asimismo del grupo de comunicación privado Al Gad, que cuenta con un canal de televisión, dos emisoras de radio y dos periódicos, Saif al-Islam ha sido retratado con insistencia como un reformista y un modernizador sinceramente preocupado con los problemas sociales y medioambientales de su país, y hasta comprometido con las causas de los Derechos Humanos y la democratización del régimen fundado por su padre, quien en 2006 escuchó en silencio sus críticas al sistema político de la Jamahiriya por, entre otras cosas, tener amordazada a la sociedad civil. El desencantado rapapolvo de Saif se produjo dos años después de asegurar que su padre albergaba el deseo de que "en Libia todo sea democrático, desde la A hasta la Z", y de expresar su confianza en el que el liderazgo político satisficiera los deseos del pueblo libio de "modernizar la economía, reformar el sistema y profundizar la democracia directa".

Considerado durante varios años el más firme candidato a heredar el liderazgo del Estado, en un sistema donde no existe ninguna previsión sucesoria legal ni se ha señalado nunca a un delfín oficial de Gaddafi, que desde la preterición de Jallud manda sobre una plana de altos funcionarios y oficiales cercanos al anonimato, el cosmopolita y sofisticado Saif arrojó un grueso manto de incertidumbre sobre sus opciones de futuro en agosto de 2008, al cabo de sus decisivas actuaciones en los casos de las compensaciones por terrorismo y la liberación de las enfermeras búlgaras acusadas de infectar de sida a sus pacientes. Entonces, anunció su decisión de no intervenir más en los asuntos del Estado, donde ya había concluido las tareas que se había encomendado, y negó expresamente que él fuera un heredero en la sombra. El mentís rechazaba que pudiera pasar en Libia lo que en Siria en 2000, cuando el joven Bashar al-Assad sucedió a su fallecido padre, Hafez al-Assad.

Los hermanos menores de Saif al-Islam no disfrutan de su renombre, aunque algunos de ellos han causado quebraderos de cabeza a Gaddafi por su comportamiento rebelde y pendenciero. El tercer hijo, Al-Saadi, yerno de un antiguo jefe militar de los servicios de inteligencia, se dio a conocer como un entusiasta del fútbol, deporte en el que intentó alcanzar el estrellato como jugador profesional y como alto ejecutivo. Se asegura que los graves incidentes registrados en Trípoli en 1996 en el contexto de un partido de fútbol fueron provocados por los guardaespaldas de Saadi, al disparar contra una multitud de asistentes al encuentro que se puso a abuchearle.

En 2000 Saadi empezó a jugar en la liga de fútbol profesional de su país, en los equipos Al Ahly de Trípoli y Al Ittihad, y fue reclutado para la selección nacional de Libia. En 2003 fichó por el Perugia Calcio, primer jalón de una aventura deportiva en la liga italiana que le permitió vestir también las camisetas del Udinese y la Sampdoria, pero con un balance paupérrimo: en cuatro temporadas, sólo jugó dos partidos y no metió ningún gol; además, en 2003 dio positivo en un control antidopaje cuando seguía siendo suplente en el banquillo del Perugia. Entre 2002 y 2003 fue miembro del consejo de administración de la Juventus de Turín, donde había adquirido un paquete minoritario de acciones del club. Simultáneamente, presidía la Federación Libia de Fútbol. En 2007, agotada la edad para la profesión de futbolista, Saadi se concentró en el mundo de los negocios, dirigiendo la productora de películas World Navigator Entertainment y planificando ambiciosos proyectos urbanísticos.

El cuarto de los Gaddafi, Motassim, emuló a su ascendiente haciendo una carrera militar en la que alcanzó el grado de teniente coronel. En 2002 marchó apresuradamente a Egipto, supuestamente por su connivencia con una oscura conspiración golpista. Perdonado por su padre, retornó a Libia, donde se reincorporó al Ejército y recibió un puesto oficial como consejero de seguridad nacional.

Hannibal al-Gaddafi trabajó en la Compañía Nacional de Transporte Marítimo antes de dar una publicidad negativa al apellido familiar por su escandalosa conducta en varias ciudades europeas, donde ha protagonizado altercados públicos en estado de ebriedad y conducciones temerarias con sus vehículos de lujo; sus guardaespaldas, además, no han tenido reparos en enfrentarse físicamente a los policías dispuestos a prender a su jefe. En mayo de 2005, una violenta pelea con su entonces novia, la modelo Aline Skaf, que estaba embarazada de su primer hijo, en un hotel parisino le valió una condena por agresiones; la justicia francesa le impuso entonces una pena en suspenso de cuatro meses de prisión y una fuerte multa económica.

En julio de 2008 Hannibal y Aline, convertida ya en su esposa, fueron detenidos por la Policía suiza en un hotel de Ginebra acusados de maltratar a unas empleadas domésticas. Hannibal pasó una noche entre rejas y obtuvo la libertad sin cargos tras abonar una fianza de 330.000 euros, pero en Trípoli, Gaddafi montó en cólera y ordenó el embargo de petróleo al país centroeuropeo y el boicot a sus productos, hasta que el Gobierno de Berna no pidiera perdón por los arrestos. El incidente diplomático fue a más, y en abril de 2009 el Gobierno libio terminó presentando contra el Estado helvético una querella civil por violación del derecho consular, uso desproporcionado de la fuerza y trato vejatorio a Hannibal, por lo que reclamaba una indemnización equivalente a la fianza pagada. Trípoli amenazó asimismo con repatriar todos los fondos libios depositados en bancos suizos.

Los hijos menores de Gaddafi son Saif al-Arab, quien en 2007 armó otro escándalo a puñetazo limpio en una discoteca alemana, Jamis, que ejerce de oficial de policía, y Aisha, nacida en 1980. La única hija del coronel, que aparece en algunas fotos luciendo una larga melena rubia, está casada con un oficial del Ejército primo de su padre y está formada como abogada, profesión que ejerció en 2004 como miembro del equipo de defensores legales de Saddam Hussein durante su juicio por crímenes contra la humanidad en Bagdad.


7. Nuevo perfil de panafricanista y mediador de conflictos

El bienio 1998-1999, además del comienzo del deshielo en las relaciones con Occidente, marcó también el retorno triunfal de Gaddafi a la alta política regional, pero no la de Oriente Próximo, escenario que, tras tantas decepciones (la más reciente, la constatación de la escasísima solidaridad árabe durante la condena de la ONU, que la Liga Árabe se avino a acatar), ya no parecía interesarle, si no la del continente negro, donde empezó a esgrimir un vehemente panafricanismo en el sentido más clásico de la noción, despojada ya de veleidades panislamistas y de actitudes belicistas. La nueva visión de Gaddafi de una África supranacional, de una pieza, sin articulaciones geopolíticas por cuestiones de lengua, cultura colonial o religión, así como su talante conciliador y su afán por arreglar conflictos encarnizados en diversos puntos del continente, causaron sorpresa por doquier.

El 6 de febrero de 1998 Gaddafi auspició en Trípoli la creación de una Comunidad de Estados Sahelo-Saharianos (CEN-SAD) con el fin de desarrollar la cooperación económica de la zona y articular, a un plazo largo, un área de libre comercio. Junto con Libia organizaron la CEN-SAD Burkina Faso, Malí, Níger, Chad y Sudán, y Gaddafi, con toda lógica, fue elegido primer presidente de turno de la organización. Transcurrida una década, la Comunidad contaba ya con 28 miembros, esto es, toda la mitad norte de África salvo Argelia, Etiopía y Camerún.

Este desplazamiento hacia el sur de los intereses exteriores libios se hizo a costa de la UMA, que no terminaba de coger ritmo, ni siquiera como foro regular de consultas, debido a la profunda desconfianza que anidaba entre sus dirigentes, con la añeja cuestión saharaui y el problema de la contención del islamismo como telón de fondo. Desde la última cumbre presidencial, la celebrada en Túnez en enero de 1990, la UMA se encontraba "en el congelador", según indicó el propio Gaddafi.

En la XXXV Asamblea (cumbre) ordinaria de Jefes de Estado y de Gobierno de la OUA, celebrada en Argel del 12 al 14 de julio de 1999 y primera a la que asistía desde 1977, Gaddafi intentó mediar entre Eritrea y Etiopía para que pusiesen término a la sangrienta y descabellada guerra que venía enfrentándoles desde hacía más de un año por una disputa fronteriza, pero sin ocultar sus intentos de atraerse a los eritreos, que habían alcanzado la independencia de Etiopía en 1993 con la protección estadounidense, y de conciliarlos de paso con el régimen islamista-militar de Sudán, a su vez escenario de una crudelísima guerra civil que también venía conociendo los intentos pacificadores del dirigente libio.

En Argel se decidió la celebración en Trípoli de una cumbre extraordinaria de la OUA. Transcurrido los días 8 y 9 de septiembre de 1999, el encuentro fue usado por Gaddafi para conmemorar el trigésimo aniversario de la Revolución y para consagrarse como actor de primer orden en la construcción de la unidad africana y la mediación de conflictos. Entonces, Gaddafi pidió el establecimiento, a ejemplo de los europeos y de acuerdo con las previsiones del Tratado de Abuja de 1991, de los elementos aglutinadores de una verdadera unión política, a saber, una comisión ejecutiva, un parlamento, un banco central y un tribunal de justicia. El líder presentó el proyecto como una fórmula para evitar la marginación del continente en las grandes tendencias internacionales y para salvaguardar la integridad y la soberanía de los estados debilitados por los conflictos internos.

En la XXXVI Asamblea ordinaria de la OUA, discurrida en Lomé del 10 al 12 de julio de 2000, la propuesta de Gaddafi de crear unos "estados unidos federales de África" fue aceptada bajo la forma matizada de una Unión Africana (UA), cuya puesta en marcha requería la ratificación del Acta Constitutiva –adoptada el 11 de julio- por al menos dos tercios de los 53 estados miembros de la OUA. En una cumbre extraordinaria celebrada en Sirte el 1 y el 2 de marzo de 2001, los mandatarios proclamaron con unanimidad la próxima creación de la UA.

En julio de 2001, la XXXVII Asamblea ordinaria de la OUA, reunida en Lusaka, Zambia, ultimó los detalles para la implementación del Acta y el establecimiento de los órganos (Asamblea de jefes de Estado y de Gobierno, Parlamento Panafricano, Comisión, Consejo Ejecutivo de ministros, Comité de Representantes Permanentes, Tribunal de Justicia, Consejo de Paz y Seguridad, Consejo Económico, Social y Cultural, etc) de la Unión. Aunque el anfitrión del histórico evento era el presidente zambiano, Frederick Chiluba, de paso último presidente anual de turno de la OUA, el estrellato recayó en Gaddafi, que recibió vítores y el tributo encomiasta del secretario general de la ONU, el ghanés Kofi Annan.

El nacimiento oficial de la UA, el 9 de julio de 2002 en Durban, Sudáfrica, en la primera Sesión Ordinaria de la Asamblea de la organización, distó, empero, de satisfacer plenamente a Gaddafi, que constató el escepticismo de varios presidentes con la visión de que todos los estados africanos fueran a fusionarse en uno sólo en algún momento del futuro. Dos países fundamentales, Sudáfrica y Nigeria, potencias regionales en las áreas centro-occidental y meridional del continente, no ocultaban sus reservas, que a muchos les parecían mero realismo. Otros observadores destacaron la incapacidad de los presentes para discutir seriamente realidades mucho más tangibles y acuciantes, como la devastadora guerra en Congo-Kinshasa, la pandemia de sida o la sequía, azotes que no entendían de fronteras.

En Durban, Gaddafi pactó con el anfitrión de la cumbre y primer presidente de turno de la UA, Thabo Mbeki, una suavización de sus críticas al Nuevo Partenariado para el Desarrollo de África (NEPAD), ambicioso plan multilateral por el que los países del Norte rico se comprometían a multiplicar sus ayudas e inversiones en África en la medida en que los destinatarios fueran eliminando la corrupción, abrazaran las prácticas democráticas y la buena gobernanza, respetaran los Derechos Humanos y no se desviaran del desarrollo sostenible. Tan sólo unas semanas atrás, y precisamente durante la recepción en Trípoli a un Mbeki en visita oficial, Gaddafi había arremetido violentamente contra el NEPAD, tachándolo de "proyecto de colonialistas y racistas". Ahora, dijo aceptar el NEPAD, pero sin imposiciones ni exigencias de los donantes. El libio no se privó de aleccionar a los presentes en su turno de intervención: "¡África para los africanos! ¡Esta tierra es nuestra! ¡Sois los amos de vuestro continente, marcháis hacia la gloria!", les arengó.

Gaddafi recibió también de sus pares africanos el mandato de coordinar el tortuoso proceso de paz en la región de los Grandes Lagos, en la que por propia iniciativa ya venía mediando con algunos resultados. Así, acogió por separado, y luego arregló un encuentro a tres, al presidente de la República Democrática del Congo (ex Zaire), Laurent Kabila (viejo favorecido de la Jamahiriya en sus años de guerrillero contra el régimen de Mobutu Sese Seko), y a su enemigo ugandés, Museveni (quien, como se apuntó arriba, era otro mandamás agradecido a Trípoli). Aunque la inicial presencia de tropas chadianas del lado de Kabila en 1998 fue descrita como una intervención belicista por delegación de Libia, a lo largo de 1999 Gaddafi insistió en el envío de una fuerza panafricana de interposición entre los múltiples contendientes de la embrollada y catastrófica Segunda Guerra del Congo.

El Gaddafi amante de la paz quedó puesto en entredicho a mediados de diciembre de 2002, precisamente cuando todos los países extranjeros con tropas en el Congo habían aceptado retirarse y el diálogo intercongoleño ultimaba un acuerdo global de cese de hostilidades y reparto del poder; entonces, el Gobierno de Kinshasa denunció ante el Consejo de Seguridad de la ONU que fuerzas libias, así como abundante material bélico, habían penetrado en el norte del país en apoyo del grupo rebelde pro-ugandés comandado por Jean-Pierre Bemba. Por lo que se veía, el líder libio continuaba practicando su rancia afición a la intriga transfronteriza y a la urdimbre de caprichosas alianzas con personajes en la picota, que no terminaban de dibujar un cuadro coherente de amigos y enemigos.

Entre mayo de 2001 y diciembre de 2002 la injerencia militar de Trípoli fue directa y sin tapujos en la República Centroafricana, donde un contingente libio de entre 100 y 300 hombres, investido del mandato de la CEN-SAD, defendió y sostuvo en el poder al presidente Ange-Félix Patassé, acosado por una serie de agresivas insurgencias e intentos golpistas; la retirada de los libios de Bangui el 31 diciembre de 2002 (justo días después de su denunciada incursión en el lindante Congo-Kinshasa, lo que puso en evidencia, una vez más, el vínculo contagioso entre los conflictos de estos dos países), selló el destino del Gobierno de Patassé, que en marzo de 2003 fue derrocado por el general rebelde François Bozizé.

En otro escenario bien distinto, Filipinas, en agosto de 2000 el régimen libio jugó fuerte la carta de la rehabilitación ante Occidente con el pago de un millón de dólares en concepto de rescate a la organización islamista separatista de la isla de Jolo, Abu Sayyaf, por cada uno de los doce rehenes, la mayoría turistas europeos, que tenía retenidos desde abril. La operación, vivamente agradecida por las capitales concernidas (París y Berlín), fue realizada por la fundación de Saif al-Islam. Ya en 1996 Gaddafi había mediado con éxito entre el Gobierno filipino y el Frente Moro de Liberación Nacional de Mindanao, otro ejemplo de intervención conciliadora en un país donde antes, al contrario, instigara el conflicto.

En octubre de 2000 Gaddafi recuperó parte del protagonismo perdido en el mundo árabe con su visita al recién entronizado Abdallah II de Jordania en el puerto de Aqaba (en su primer viaje al Reino hachemí en 17 años), al novísimo presidente sirio en Damasco y a la familia real saudí en Riad, un desplazamiento que pocos años antes habría sido inconcebible. Con todo, y sin demérito de las buenas relaciones con Mubarak, se marginó de la cumbre extraordinaria que la Liga Árabe celebró en El Cairo los días 21 y 22 de ese mes para analizar la crítica situación en Palestina, donde arreciaban las violencias de la Segunda Intifada, con el argumento de que los asistentes no estaban dispuestos a adoptar una respuesta enérgica contra Israel.

El portazo de octubre de 2000 fue el preámbulo de desaires mayores y llenos de desprecio. El 24 de octubre de 2002 el Gobierno libio anunció que la Jamahiriya se disponía a abandonar la Liga Árabe. No se facilitó una explicación oficial de tan drástica decisión, aunque funcionarios libios indicaron que la Liga había demostrado reiteradamente su ineficiencia a la hora de lidiar con crisis como el interminable conflicto entre Irak y Estados Unidos y la Segunda Intifada palestina.

Además, Gaddafi había encajado con patente desagrado la histórica oferta de paz lanzada a Israel por el príncipe saudí Abdullah (regente de hecho de Arabia Saudí por la enfermedad de su hermanastro Fahd) en marzo anterior, en una cumbre extraordinaria de la Liga en Beirut cuajada de ausencias, por la que el Estado judío obtendría colectivamente del mundo árabe reconocimiento, seguridad y "relaciones normales", así como el fin de las hostilidades en Palestina, a cambio de la devolución de todos los territorios ocupados en 1967 y la aceptación del Estado palestino con capital en Jerusalén oriental. Tras la cumbre de Beirut, Gaddafi instó a "la calle árabe" a distanciarse de los "inválidos" regímenes de Oriente Próximo.

Finalmente, Libia no se retiró de la Liga Árabe, pero las relaciones con Arabia Saudí se deterioraron hasta hacerse trizas. El 1 de marzo de 2003 Gaddafi y Abdullah sostuvieron un grave altercado en la sesión plenaria de la cumbre que la Liga celebraba en el balneario egipcio de Sharm El Sheij para discutir la inminente invasión anglo-estadounidense de Irak. Hasta que la televisión egipcia cortó la emisión, todo el mundo pudo ver a Gaddafi acusando a los saudíes de haber hecho un "pacto con el diablo" cuando en 1990 invitaron a Estados Unidos a estacionar tropas en su país, y al airado Abdullah, quien, interrumpiendo el parlamento del libio y apuntándole con el dedo, le espetó: "Arabia Saudí no es un agente del colonialismo; no hables de lo que no sabes (…)¿Quién exactamente te llevó a ti al poder? Eres un mentiroso y tu tumba te está esperando". Atendiendo as súplicas egipcias, Gaddafi se quedó hasta el final de la cumbre, pero regresó a Trípoli tan malhumorado que volvió a anunciar sus ganas de romper con la Liga y llamó a consultas al embajador libio en Riad.

En mayo de 2004, durante la cumbre de Túnez, Gaddafi volvió a hacer un desplante a la Liga Árabe al escenificar una de sus espantadas de la sala de sesiones justo cuando tenía la palabra el secretario general de la organización, Amr Moussa, antiguo ministro de Exteriores de Egipto. "¿Cuál es el significado de esta reunión árabe? ¿Cómo puede esta cumbre reunirse mientras dos presidentes árabes están en prisión?", protestó el libio antes de levantarse e irse, en referencia a Saddam Hussein, detenido por los estadounidenses tras su derrocamiento, y a Arafat, cercado por los israelíes en su cuartel de Ramallah.

El 22 de diciembre siguiente, Riad retiró a su embajador en Trípoli y ordenó al representante libio hacer las maletas como consecuencia de las revelaciones hechas por un mando de los servicios secretos libios detenido en Arabia Saudí y por un radical musulmán de Estados Unidos, interrogados por las policías de los respectivos países, sobre su participación en un complot organizado por el régimen libio para asesinar al príncipe Abdullah y del que Gaddafi, según ellos, estaba plenamente al tanto. Es más, la supuesta operación criminal habría sido montada por Gaddafi inmediatamente después de su enfrentamiento con Abdullah en la cumbre de Sharm El Sheij en 2003. Para el Gobierno libio, el asunto del complot no era más que una invención. Tras un año de mutuo boicot, los embajadores retornaron a las capitales en diciembre de 2005.

En marzo de 2005, en la cumbre de la Liga en Argel, el líder libio volvió a dar la nota, desairando esta vez al presidente de la Autoridad Nacional Palestina y líder de la OLP tras la muerte de Arafat, Mahmoud Abbas, al llamar "idiotas" a palestinos e israelíes por su incapacidad para comprender que la solución de su interminable conflicto pasaba por la integración de las dos comunidades en un solo Estado. En 2003 Saif al-Islam se encargó de elaborar el concepto de un Estado binacional árabe y judío secularizado, para el que propuso el pomposo nombre de "República Federal de Tierra Santa". Su padre incorporó la idea a un Libro Blanco, donde se refirió a la hipotética entidad como "Isratina".