sábado, enero 30, 2010

El lado oscuro de la cadena santurrona

De los ritos sublimes que rodearon la muerte de Alfonsín, y de sus eventuales, deseables efectos virtuosos, a la bajeza de esta vieja pieza literaria. En 1980 la revista Gente le daba con asco a Alfonsín por reclamar elecciones. Buena parte de los que hoy ensalzan su prédica y su ética hicieron lo posible por lastimarlo.
Por Eduardo Blaustein


De los ritos sublimes que rodearon la muerte de Alfonsín, y de sus eventuales, deseables efectos virtuosos, a la bajeza de esta vieja pieza literaria.

“A fuerza de oír tantas veces soberanía, democracia, y a fuerza de no haber presenciado sino el fracaso sistemático de esa soberanía popular y de esa democracia, esas palabras no me dicen nada.”

“Usted dijo: ‘Si el general Leopoldo Fortunato Galtieri ha dicho que las urnas electorales están guardadas, nosotros le respondemos que le vayan pasando plumeros porque las llenaremos de votos’.”

Estas palabras seguían así:

“Señor Alfonsín: cuando usted pide la inmediata convocatoria a elecciones, ¿está muy seguro de que las condiciones ideales para esa alternativa están ya dadas? ¿Por qué tanto apresuramiento? Primero construyamos la democracia, ¿no? Recién después pensemos en el voto.”

Al país de esas palabras vendría a gobernar Raúl Alfonsín. Quien en abril de 1980 firmó esta Carta abierta a un político argentino en la revista Gente se llama Renée Sallas. El que escribe es muy burro en lo que refiere al llamado periodismo de espectáculos. Sólo sabe que en esa región Renée Sallas es una reina. Un toque de Google alcanza para dar con una noticia del año pasado: allí aparece destacando en el staff de la revista Susana, presentada “con un cóctel para la prensa y una cena de gala para 200 invitados en el Hotel Alvear”. Para algún setentista descarriado: Susana es la revista de Susana Déjense de Joder con los Derechos Humanos Giménez.

En estos días tristes los medios, han switcheado a un formato a la vez excepcional y conocido: la cadena santurrona nacional. Se apagan las trompetas, cesan las crispaciones, nos ponemos hondos, no hay un solo arrebato en las calles. Desde ya que el fallecimiento de quien fue el más descollante líder político de los últimos 30 años (calificación que no necesariamente se transmite al ejercicio de la presidencia) amerita serenidad e introspección. Eso no se asegura mediante la pura imagen, la subutilización del archivo, el gesto compungido, la política de la corrección. Buena parte de lo que en estos días se dijo en las pantallas se redujo a la sórdida visión prontuarial de la política (“Alfonsín no tenía cuentas en Suiza”, “Alfonsín siempre vivió en el mismo departamento”), al abuso de una expresión que empobrece al caudillo radical y a todos nosotros: padre de la democracia, como si se tratara de un buen Dios que dirige a sus corderos perdidos en la pura inexistencia de la historia. Desde ya que la memoria mediática fue parcial. Desde ya que lo mejor que hizo Alfonsín, el Juicio a las Juntas, hubiera sido imposible sin el empuje de los organismos de derechos humanos, y lo digo a una altura de la vida en que se descree de la matemática de las movilizaciones.

En estos días se ha sostenido la idea de lo mal que valoramos los años de Alfonsín, el hombre honesto, íntegro, el demócrata. Faltaron en los medios contenidos que ayudaran a entender por qué pasó eso, quiénes y desde qué posiciones y desde qué espacios políticos, mediáticos o de poder agredieron o lastimaron. ¿En qué archivos televisivos se perdieron los gastes de Sofovich y Moria Casán contra la patota cultural? ¿Quién le bajó el sonido a las rechiflas en la Sociedad Rural? ¿Y aquel vicario castrense, Miguel Medina, al que Alfonsín salió a retrucar subiéndose al púlpito? ¿Dónde quedaron las imágenes de las misas de Famus en que se gritaba contra la “sinagoga radical” y se pedía “MM, Muchos Más”, por los NN? ¿Y aquellos programas periodísticos en los que se empataban paneles sangrientos entre familiares de desaparecidos y familiares de muertos por la guerrilla? ¿Y el gesto de Mariano Grondona cuando decía que una cosa era hacer un allanamiento y otra grave, muy distinta,… afanarse un reloj? ¿Y cuando Neustadt y Grondona preguntaban qué hacer en caso de dar con un subversivo que supiera dónde iba a estallar la bomba?
Pobre Alfonso que quiso llevar un proyecto socialdemócrata y que hablaba de solidaridad en aquel país de 1983 salido de lo Oscuro y lo pelotudo, el de los torturadores y el de Renée Sallas. Pobre cultura nacional de revistas que pasaron del reino de la pavada, del apoyo a la dictadura, del belicismo populista de Malvinas, a encontrar un filón cuando el Juicio a las Juntas. Lo llamamos el Show del Horror, sangre sin historia.

Esos mismos medios que desde siempre construyeron la cultura de la bajeza, de lo chiquito, del estado de sospecha permanente y ruin, son los que en estos días honran la estatura del estadista. Siempre serruchan temprano, siempre llegan tarde al rescate. El alfonsinismo, con todos sus problemas y carencias, más la resta de un peronismo catatónico y horrible, debió ser gobierno en ese contexto. Porque somos tilingos, pronto importamos de España el destape y el desencanto, ambas expresiones del posfranquismo. De a poco, insidiosa, fue ganando la mierda a la renovación y el cambio. Alguna vez escribí esto: “Después de unos primaverales primeros años, los amores y abundancias discursivas del alfonsinismo se trocaron en impotencia. Bernardo Neustadt emergió triunfante del desencanto mientras el alfonsinismo se retiraba lamiendo sus ‘fracasos comunicacionales’”.

Antropólogos y psicólogos sociales hablan de una suerte de sabiduría ante la muerte cuando las sociedades y los hombres construimos ritos. Alfonsín se ganó en buena ley la despedida de estos días: capillas ardientes y coronas florales, granaderos y cureñas. Queda la paradoja de este rescate para un hombre cuyo gobierno no fue bueno. Alfonsín no pudo parar el dramático retroceso histórico iniciado en 1975.

Ante un hombre inteligente, formado, orador extraordinario y no producto, con alguna cosa de estadista y más de rosquero viejo, caudillo de la recorrida territorial y el comité, de la biografía hecha de abajo y no por la billetera, queda la otra paradoja de estos tiempos: C5N transmitiendo las exequias con la banda sonora del Truman Show. Queda lo de siempre: costará construir una mejor sociedad con los medios que tenemos.

viernes, enero 29, 2010

Los condenados de la tierra



Por Walter Goobar

Pobre Haití, conocido por el resto del mundo como la cuna del vudú –una religión que fue bastardeada por Hollywood–, epicentro luego de la mal llamada peste rosa –el sida–, y campeón invicto de la miseria en América Latina, ahora ha sido escogido por la naturaleza para producir uno de sus más mortíferos escalofríos. El terremoto de 7.3 puntos en la escala de Richter es sólo una pálida muestra de lo que puede ocurrir en el planeta con el cambio climático.
Tras el devastador terremoto del martes, Puerto Príncipe se ha convertido en un cementerio gigantesco en el que los vivos que duermen a la intemperie, se confunden con los muertos.
Con sus contradicciones y desigualdades, con su sobredosis de violencia y de caos, sus tiranos sanguinarios, su elite extraordinariamente insensible, sus políticos corruptos que se intercambian acusaciones de canibalismo, Haití es la parte más oscura y más anarquista del Caribe, más negra incluso que la propia África. Pero también es el país más fascinante y contradictorio del continente.
Haití es un país profundamente dividido, y no precisamente por las grietas que ha dejado el seísmo. Sobre las colinas de Petionville se alzaban hasta esta semana espléndidas casas de tres pisos construidas con materiales de primera calidad y antenas parabólicas apuntando hacia Miami. En esa ciudadela afrancesada, vivían las 630 poderosas familias con las que la tiranía de los Duvalier se repartieron la riqueza del país desde los años ’50. Al pie de esas colinas en la que se alza la ciudadela de los ricos, se encuentra Cité Soleil, una villa miseria construida con chapas y cajas de cartón, que es la contracara de Petionville.
Cuando uno camina por los tortuosos pasajes de este laberinto de chapa, cartón y seres humanos que conforman Cité Soleil, el aire se pone espeso. Lo que allí se respira no son sólo los hedores de la fruta y la comida al sol, ni tampoco el perfume de los escasos árboles de mango y almendro que han sobrevivido a la tala, sino el olor de la miseria.
“Haití es un Estado anárquico y prefeudal, donde pocos consiguen todo y muchos no consiguen nada”, escribe el norteamericano Herbert Gold en su libro titulado La mejor pesadilla sobre la Tierra.
Haití es hoy un país donde, según el mejor estudio disponible, cerca de 75% de la población “vive con menos de 2 dólares al día, y el 56% –cuatro millones y medio de personas– vive con menos de 1 dólar diario”.
En Haití la vejez no es un pecado ni un delito pero la expectativa de vida es de 52 años para los hombres y 55 para las mujeres. Es como si no supieran qué es la vejez porque ningún haitiano llega a la edad necesaria para poder contar de qué se trata.
Incluso antes del terremoto, las dos únicas maneras de sobrevivir que tenían los miles de chicos huérfanos: era convertirse en esclavo de alguna familia pudiente, o prostituirse en las calles de Petionville.
No se sabe, y probablemente nunca se sepa con certeza cuántos seres humanos fueron tragados y sepultados por la furia del terremoto, pero allí rige una máxima que dice que la suerte es la muerte y la muerte es una suerte. Haití fue la primera república negra del mundo, en la que esclavos analfabetos derrotaron en 1803, a las tropas de Napoleón Bonaparte y en 1904 declararon la independencia. Si bien Estados Unidos había conquistado antes su independencia, mantenía medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de tabaco.
Haití suele describirse mecánicamente como “el país más pobre del hemisferio occidental”. Pero esa pobreza es el legado directo del sistema de explotación colonial más brutal de la historia, agravado por decenios de sistemática opresión poscolonial. En septiembre de 1991 el gobierno encabezado por el sacerdote salesiano Jean-Bertrand Aristide, el primer presidente electo por voto popular en toda la historia de Haití, fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Raoul Cédras.
Una de las primeras entrevistas exclusivas con el golpista, la consiguió el autor de esta nota. Aún no había cesado el baño de sangre en las calles y el reportaje se desarrolló en el ahora destruido Palacio Presidencial. Cuando concluyó el cuestionario –formulado en un balbuceante francés de secundario–, el imperturbable y sonriente Cédras estrenó su perfecto español para preguntarme: “¿Qué esperaba encontrar?¿Uno de esos dictadores como los de García Márquez?”.
Al cabo de tres años se comprobó lo que siempre se había intuido: que Cédras y el resto de los golpistas habían estado a sueldo de la CIA y la oligarquía haitiana. En 1994, los Estados Unidos decidieron restituir al derrocado presidente Aristide por medio de una invasión pactada con los golpistas. El país estaba bloqueado por mandato de la ONU y los golpistas cada vez más desesperados.
Durante los días previos a esa invasión light, las bandas parapoliciales sometieron al autor de esta nota y a otros colegas a un simulacro de fusilamiento acusándonos de ser espías norteamericanos porque habíamos entrado por tierra desde República Dominicana ya que todas las comunicaciones estaban cortadas.
Por las noches cenábamos a la luz de las velas y de las balas, porque los parapoliciales aprovechaban los cortes de luz para matar a los dirigentes opositores y amedrentar a los representantes de la ONU, los argentinos Dante Caputo y Leandro Despuy.
Pero el Aristide que retornó custodiado por los norteamericanos ya no era el salesiano rebelde que había tenido la loca ocurrencia de querer un país menos injusto, sino una especie de caricatura de sí mismo. Los Estados Unidos le habían dado permiso para recuperar el gobierno, pero no el poder.
Para borrar las huellas de la participación norteamericana en la dictadura carnicera del general Cédras, los infantes de marina estadounidenses se llevaron 160.000 páginas de los archivos de los servicios secretos haitianos. Por cierto, el jefe de estación de la CIA en Puerto Príncipe también era un argentino.
El segundo gobierno de Aristide fue la última víctima de la perpetua injerencia estadounidense: fue derrocado en 2004 por un golpe cuyo guión se repitió en 2009 en Honduras. Los bailes del vudú siempre son en redondo para indicar el carácter circular y eterno de la vida y de la muerte. Como la trágica y recurrente historia de Haití.