jueves, enero 22, 2009

para recordar sobre TITO




La Yugoslavia de Tito estaba formada por seis repúblicas y fue construida gracias a su olfato histórico, a su espíritu de resistencia y a su desconfianza hacia los nacionalismos. Sus lemas fueron la autogestión, el no-alineamiento y la descentralización.

En el siglo pasado, las nacionalidades que acababan de despertarse buscaban su ubicación. En el centro y en el sudeste de Europa, unas se encontraban en el imperio otomano, otras en el territorio de los Habsburgo. Algunos eslavos sometidos de esta región soñaban con unirse a sus hermanos montenegrinos, que siempre habían preservado su autonomía, y a los serbios que, tras siglos de opresión, volvían a ser amos de su destino. Fue entonces cuando, en Croacia, Monseñor Strossmayer se erigió en el abogado defensor de una Yugoslavia todavía inexistente. En ese momento, en la doble monarquía austrohúngara los eslovenos dependían de Viena y los croatas de Budapest.

La idea se abría paso lentamente. Quizás no hubiese tenido ninguna continuidad si los Habsburgo no hubiesen hecho, y perdido, la guerra de 1914-18. Forzados por la situación, los "nordistas" (eslovenos y croatas) se habían integrado en el ejército que combatía contra los "sudistas" (serbios). Sin embargo, ya en 1915 un comité yugoslavo instalado en Londres establecía contactos con las autoridades serbias. Más adelante, el 20 de julio de 1917, el croata Trumbic y el serbio Pachic firmaban la Declaración de Corfú en la que se anunciaba el futuro nacimiento de una "monarquía parlamentaria y constitucional" dirigida por los Karageorgevic (la dinastía que, tras una larga lucha con los Obrenovic, se había hecho con el poder en Serbia).

El nuevo Estado nació oficialmente el 1 de diciembre de 1918. Durante poco más de 10 años, se llamó "reino de los serbios, de los croatas y de los eslovenos". El 3 de octubre de 1929, mientras el rey Alejandro ejercía una dictadura temporal de dos años, el país fue bautizado con el nombre de Yugoslavia.

Se había hablado de todo antes del nacimiento, menos de lo esencial. ¿Qué tipo de comunidad se podía constituir a partir de poblaciones que se reunían tras siglos de separación? Los eslavos, educados por el imperio austrohúngaro, estaban impregnados de federalismo. Para los serbios, marcados por la confrontación con los otomanos, no existía más opción que la del centralismo. Según ellos, para liberarse de la opresión germánica o magiar, los croatas y los eslovenos debían fundirse con Serbia.



Un conflicto permanente

El malentendido inicial provocó un conflicto permanente, y trágico, entre los serbios dominantes y los croatas y, en menor medida, los eslovenos, que se negaban a pasar de Viena, o Budapest, a Belgrado. ¿Es necesario recordar, por ejemplo, el asesinato, en plena sesión del Parlamento, el 20 de junio de 1928, de Pacic, jefe del principal partido croata, por un diputado montenegrino? ¿O el atentado del 9 de octubre de 1934, en Marsella, del que fue víctima el rey Alejandro?

El 24 de agosto de 1939 se encontró una solución. Los croatas obtenían por fin el derecho a tener un parlamento propio en Zagreb. Nunca se sabrá si este compromiso habría permitido que Yugoslavia empezase con buen pie. Algunos días más tarde estallaba la segunda guerra mundial. Al principio, Yugoslavia se mantuvo al margen, pero el regente Pablo, que dirigía el país desde la muerte de Alejandro, firmó un pacto con Alemania el 25 de marzo de 1941. Fue derrocado casi inmediatamente después. Su sobrino Pedro, a quien correspondía ser el siguiente rey, se instaló en el trono, pero entonces se produjo la invasión. El joven soberano se refugió en Inglaterra y no pudo reinar en su país. Desapareció la primera Yugoslavia, llevándose consigo la monarquía.

Sin embargo, quedaron algunos monárquicos alzados en armas y resueltos a restaurar la monarquía tras la victoria de los Aliados. Encabezados por el general Mihailovic, estos chétniks también querían restablecer la supremacía serbia. En el interior, su primer enemigo natural era el croata Ante Pavelic, un abogado fascista que cultivaba la frustración de sus compatriotas. Después de exiliarse en Italia, había regresado al país con los tanques de las fuerzas del Eje. Fue el jefe del partido "Ustachi" y constituyó el primer Estado croata "independiente" desde hacía siglos.

Además de la actual Croacia (excepto Dalmacia), este pseudo Estado englobaba a Bosnia y se extendía hasta los alrededores de Belgrado. Pavelic practicaba la limpieza étnica según la regla de los tres tercios. Dividía a los serbios que vivían en ese territorio en tres grupos aproximadamente iguales: los que se convertían al catolicismo eran considerados buenos, los miembros de las dos otras categorías serían expulsados o masacrados. Después de varios años de polémica, los autores serbios y croatas admitían, a principios de los años 80, que el número de víctimas del Estado Ustachi era del orden de 300.000. Proporcionalmente, Pavelic mató a más compatriotas suyos que Hitler en Alemania.



Josip Broz Tito

El segundo enemigo interior de Mihailovic, pero a la larga el más temible, era otro resistente. Ya se hacía llamar Tito. Su origen estaba envuelto en tanto misterio que algunos creían que ese curioso nombre en realidad designaba algo así como una sociedad anónima (Tercera Internacional Terrorista Organización). Sin embargo, ese personaje llamado Tito era un hombre de carne y huesos: Josip Broz. Su padre era croata y su madre eslovena. Durante su juventud había sido cerrajero y sindicalista, y durante la primera guerra mundial había alcanzado el grado de sargento en el ejército austríaco. Durante su cautiverio en Rusia, se hizo comunista. Fue repatriado, militó y fue encarcelado. Después, en 1937, utilizando el seudónimo de Walter, tomó la dirección del Partido Comunista Yugoslavo (su predecesor había sido liquidado por Stalin). En esa época reclutaba, en nombre de la Internacional, combatientes para la guerra civil española.

Josip Broz era el jefe clandestino del pequeño Partido Comunista perseguido por las autoridades yugoslavas, pero a la vez amenazado por el terror estalinista. Tuvo la suerte, o el olfato histórico, de estar al pie del cañón cuando el ejército nazi arrolló su país. A diferencia del serbio Mihailovic, Tito supo reclutar en toda Yugoslavia a grupos de partisanos y continuó resistiendo. Los británicos, a pesar de que desconfiaban, no sin razón, de sus orientaciones ideológicas, decidieron apoyarle porque, sobre el terreno, era el resistente más eficaz. Sin esperar el fin de las hostilidades, Tito constituyó un embrión de Estado. Cuando llegó la paz, tenía todas las cartas en sus manos. Y en ese momento, daba miedo.

Al igual que Stalin, olvidó un tanto su himno revolucionario, que prometía el fusilamiento de los generales, y se nombró mariscal. Como se consideraba el principal libertador de gran parte del territorio yugoslavo, se negaba a compartir el poder con los monárquicos de Londres: como mucho aceptó una cohabitación provisional con sus representantes. No daba ningún valor a las consignas de prudencia, de moderación -así es- que le daba el propio Stalin.

Era un extremista; era el jefe de Estado que el 11 de agosto de 1946 hacía derribar un avión norteamericano que sobrevolaba su país; el que arrestaba y condenaba al arzobispo de Zagreb, Monseñor Stepinac, acusado de complicidad con el régimen Ustachi; el que ejecutaba al general Mihailovic, lo cual De Gaulle no le perdonaría jamás. Tito también pretendía anexionar el territorio de Trieste, cuando la Unión Soviética no se sentía en absoluto preparada para una confrontación con los occidentales. En la primera reunión del Kominform, oficina de información del PC europeo, en que se había transformado la Internacional disuelta en 1943, sus representantes denunciaban la pusilanimidad de los comunistas italianos y franceses que, en el momento de la Liberación, no habían tenido la audacia de aplastar a la burguesía capitalista.

Tito, que no había esperado al ejército soviético para tomar el poder, era además la oveja negra de los dirigentes de los países en la órbita de la URSS. Apoyaba la insurrección armada de sus camaradas griegos. Tomaba iniciativas sin consultar a Moscú. Tras haber equipado y encuadrado a algunos guerrilleros albaneses, tomó bajo su protección al pequeño país vecino, apoyándose en el líder de la fracción obrera del PC local, Xoxe. Más tarde, en agosto de 1947, firmó con Dimitrov el acuerdo de Bled. Dimitrov era un personaje mucho más importante que Tito en el movimiento comunista internacional. Había sido perseguido por Hitler después del incendio del Reichstag y era un destacado miembro de la III Internacional. Dimitrov había regresado, después de la guerra, a su país vencido, Bulgaria, y se había convertido en su jefe. El acuerdo de Bled preveía la creación de una federación balcánica compuesta por Yugoslavia, Albania y Bulgaria. En Moscú, el diario "Pravda" condenó esta iniciativa. Dimitrov cedió.

Tito, el dirigente más prestigioso para todos los comunistas extranjeros, era al mismo tiempo, para Stalin, el menos controlable de los potentados de Europa oriental. Fue solemnemente condenado mediante una declaración del Kominform el 28 de junio de 1948. Muy seguro de sí mismo, Stalin creía, y así lo explicó su sucesor Khrutchev, que le bastaría con levantar el meñique para que Tito dejase de existir. Pero Tito siguió existiendo, y con él, el titismo.

Toda bula de excomunión hace forzosamente recuento de los errores doctrinales del réprobo. La campaña de explicaciones del Kremlin insistió, por tanto, en las desviaciones constatadas en Belgrado. En realidad, el mariscal-presidente nunca fue un gran teórico. Los términos de marxismo y leninismo quedan justificados por los trabajos filosóficos, o de inclinación filosófica, de Marx y de Lenin. Las obras originales de Josip Broz, en cambio, no tienen un lugar fijo en los manuales de literatura política. El presidente tuvo colaboradores, compañeros que le suministraban el arsenal ideológico que necesitaba. Primero fue Moshe Pijade, después el esloveno Edouard Kardelj, admirablemente dotado para manejar abstracciones que, en ocasiones, era el único capaz de comprender, de la misma manera que era el único capaz de orientarse en el laberinto de las instituciones que fundaba.

Poco importan los oscuros vericuetos de lo que se llama titismo. Poco importa incluso el galimatías empleado para definir ese nuevo comunismo. No invirtamos el orden de los factores. Se ha dicho a menudo que Tito fue excomulgado porque era un hereje. En realidad, se convirtió en un hereje porque previamente ya había provocado un cisma. Necesitaba justificar su rebelión de una manera que satisficiera a sus propios militantes y a los militantes extranjeros que quisieran estar de su parte.



La doctrina titista

Su "doctrina" puede resumirse en tres términos: autogestión, no-alineamiento y descentralización.

Autogestión. Es el sistema inventado para mostrar que los comunistas yugoslavos habían redescubierto el verdadero, el auténtico socialismo, en oposición al socialismo burocrático y administrativo impuesto por Moscú. Algunos doctrinarios invocaron la autoridad de los padres fundadores y, sobre la base de este esquema, bordaron una retahíla de improvisaciones. ¿Las empresas o las administraciones totalmente autogestionadas funcionaban mejor que si hubiesen sido mantenidas en un corsé de tipo soviético? ¿Se debió a la autogestión el milagro permanente que permitió a los yugoslavos vivir más confortablemente que a sus vecinos? ¿O a la integración de una economía de mercado dopada por el turismo y las contribuciones de los trabajadores emigrados? Una cosa está clara: el hallazgo de la autogestión permitió al régimen rechazar lo más rápidamente posible el modelo estalinista.
No-alineamiento. Tras la condena del Kominform, la Yugoslavia de Tito se sintió peligrosa y quizás mortalmente herida. Los PC en sintonía con Moscú lanzaban una campaña de una violencia extrema, incluyendo condenas a muerte de pretendidos titistas en los países satélites. En la vecina Albania, Enver Hodja aprovechaba para deshacerse de su rival Xoxe y se convertía en el más celoso de los estalinistas. Pero tras su escaparate de una ortodoxia a rajatabla también él escondía un "comunismo nacional" construido a su manera. De lo que verdaderamente quería desembarazarse era de la cercana tutela de Tito y no de la lejana de Stalin.
¿Cómo podía Tito hacer frente a la amenaza? Necesitaba organizar la defensa territorial de acuerdo con unas normas previamente validadas durante la guerra contra los alemanes. Sin embargo, eso no bastaba. ¿Dónde encontrar la ayuda necesaria? Al principio no tenía otra opción. Las potencias occidentales "capitalistas e imperialistas" eran las únicas que disponían de los medios capaces de parar a la Unión Soviética. Yugoslavia suscribió un pacto balcánico con sus antiguos enemigos, Grecia y Turquía. ¿Se planteaba adherirse, como ellos, al Pacto Atlántico? ¿Estaba decidida o resignada a unirse a una Comunidad Europea (ejército europeo con participación alemana)? Algunos dirigentes dieron a entender que, si hacía falta, podrían adoptar esa vía.

No hizo falta: la muerte de Stalin rebajó la presión soviética y el ejército europeo no llegó a crearse. En Bandung se reunieron los jefes de las naciones recientemente emancipadas que se consideraban o decían estar al margen de los bloques. Fue aquí donde Tito encontró su lugar en la escena mundial. Desde él, Tito podía hacerse amigos, sin necesidad de vincularse demasiado a las potencias imperialistas. Y el lugar que le correspondía a Tito, un hombre con una ya larga historia, era de lo más relevante. Desde allí podría convertirse en un "Sieyes" del tercer mundo.

Descentralización. Es un término que hay que utilizar con prudencia. Como buen marxista-leninista, Tito fue un defensor natural, y hasta el final, del centralismo democrático. Pero, como buen croata-esloveno, también era sensible, sobre todo en el terreno de la organización del Estado, a las ventajas del federalismo. Su amigo y pensador, el esloveno Kardelj, también le empujaba en ese sentido. Por otro lado, desconfiaba del "chovinismo panserbio". En 1966 despidió a otro de sus compañeros de la época de la guerra, el poderoso ministro del interior Rankovic, no sólo porque espiaba las dependencias del presidente, sino porque los defensores de la supremacía serbia veían en él a su paladín.


La segunda Yugoslavia

La segunda Yugoslavia -la Yugoslavia titista- fue una federación, con seis repúblicas y dos regiones autónomas en el interior de la más importante de esas repúblicas, Serbia, y con un Estado en vías de extinción. Después de su muerte (antes nadie se atrevía demasiado), se le reprochó repetidamente haber procedido a un recorte territorial con el propósito de debilitar Serbia y el pretexto de fortalecer Yugoslavia. A las identidades serbia, croata y eslovena de la primera Yugoslavia, se sumaron Macedonia, al sur, y Bosnia-Herzegovina, al norte. Tito tuvo entonces la idea, a la postre perniciosa, de inventar una nacionalidad "musulmana" para marcar la originalidad de Bosnia. Mejor hubiera sido simplemente instituir una nacionalidad bosnia. En cuanto a los montenegrinos, también tuvieron su república, pero en gran parte se consideraron una sucursal de Serbia.

Cada una de las seis repúblicas adoptó el nombre de la población eslava mayoritaria en su territorio. Las regiones autónomas de Serbia con una mayoría, o una gran proporción, no eslava (albaneses en Kosovo, magiares de Voivodina) tenían, según la Constitución de 1974, los derechos de una república federada, excepto el derecho a la secesión. Siempre desbordante de imaginación, Kardelj, el inspirador de esta exuberante Constitución, sin duda el texto más largo de este género, inventó la presidencia rotatoria. A la cabeza del Estado (y de la liga federal de los comunistas), había una presidencia colectiva presidida a su vez por turnos por cada uno de los representantes de las ocho repúblicas y regiones, cuyo mandato duraba un año. Esta práctica, sin inconvenientes en la plácida Helvecia, no era precisamente lo ideal en el polvorín yugoslavo. Fue corregida en vida de Tito, ya que éste conservaba la autoridad suprema con el título de presidente de por vida. A su muerte, no tardó en producirse lo que tanto se temía. El fundador tiene su parte de responsabilidad en el desastre.

Tito era, por supuesto, consciente de la fragilidad de su obra. Muchas veces dijo a sus subordinados y a sus posibles sucesores que el edificio se podía venir abajo si bajaban la guardia o daban rienda suelta a sus cizañas. ¿Era capaz de ofrecerles la buena receta? En 1971, Nikezic, antiguo ministro de asuntos exteriores y, en ese momento, presidente de la liga de los comunistas de Serbia, nos decía: "El mariscal todavía se cree que basta con decir "adelante" para que se haga. ¡Pero es algo más complicado!".



Las primeras tensiones

Ese año, la situación era realmente compleja. En Croacia, la corriente nacionalista volvía a hacerse oír. Se dejaban sentir los efectos en los intelectuales y en las universidades. Tripalo, el jefe de la liga de los comunistas de esa república, estaba dispuesto a satisfacer las demandas estudiantiles que considerase aceptables. En su calidad de presidente federal de la liga de los comunistas, Tito pensó entonces que la dirección croata se acercaba peligrosamente a la línea roja. Tripalo y su grupo fueron destituidos.

En ese momento, en la dirección de Serbia no se observaba ninguna inclinación nacionalista. No se potenciaba en absoluto el "chovinismo panserbio", pero el presidente Nikezic quería sentar las bases de una verdadera democracia. Tres años después del fracaso de la experiencia Dubcek en Praga, se preparó una "primavera" de Belgrado. El principal dirigente serbio hablaba con mucha serenidad de los croatas y lamentaba más que denunciaba los excesos en Zagreb. Para él, la mejor manera de solucionar los conflictos no era el ucase, sino el diálogo. Desgraciadamente la dirección tuvo un destino muy parecido al del equipo croata. Tripalo fue acusado de nacionalismo; Nikezic de liberalismo.

Se comprende que Tito sintiese inquietud respecto del nacionalismo, pero ¿no hubiese sido mejor dejar actuar a Tripalo, cuya autoridad era real en Zagreb, previniéndole de posibles desviaciones? ¿No habría sido más perspicaz mantener a Nikezic o algún otro dirigente de este temple? Evidentemente, Tito no podía conocer al oscuro Slobodan Milosevic. No es una excusa para su falta de previsión. Intentó parar la explosión de las células nacionalistas, pero esta "titoterapia" no fue suficiente.

¿Por qué se mantuvo unida Yugoslavia en el momento en que parecía más amenazada? Una de las causas principales de su supervivencia fue precisamente ese peligro. Existían muchos intereses contrapuestos y se producían muchas discusiones acaloradas entre los componentes de la federación. Se revivían recuerdos de las luchas feroces y recientes entre serbios y croatas. Los ricos eslovenos se veían obligados, con gran amargura, a distribuir a los pobres macedonios y a los miserables kosovares una parte de sus ingresos, a menudo malgastados. Sin embargo, el miedo a una posible invasión soviética convencía a unos y a otros de que más valía vivir y defenderse conjuntamente. Con la desestalinización, las relaciones entre la Unión Soviética y Yugoslavia habían mejorado, pero la "normalización" impuesta en Checoslovaquia había demostrado que había que temer siempre lo peor.

El segundo factor de unidad fue evidentemente el propio Tito. Sin embargo, no se puede decir que fuera un adicto al trabajo. Pasaba mucho tiempo en sus confortables residencias, por ejemplo en la isla de Brioni. La gente estaba tan acostumbrada a sus ausencias que en una ceremonia oficial el alcalde de la capital federal le dijo en su discurso: "Estoy contento de acogeros en Belgrado". Un tanto molesto, el mariscal-presidente le interrumpió: "Pero si estoy en mi casa". Con el tiempo, fue adquiriendo fama de dictador holgazán, aunque muy preocupado por vigilar y marcar el buen camino a sus cortesanos. El león dormido rugía muy fuerte cuando olfateaba un peligro.

Se podría considerar un tercer factor de unidad: la Liga de los Comunistas de Yugoslavia seguía existiendo, mientras las repúblicas federadas vaciaban cada vez más de sus prerrogativas al Estado federal. De hecho, también la Liga se estaba resquebrajando. Mantenía las apariencias escondiéndose detrás de su presidente vitalicio. Todo esto no quita que, al comparar lo que había sido con lo que fue a continuación, la Yugoslavia de Tito, por muy mal atada que estuviera, era una buena idea. También fue una buena idea -hoy utópica, pero interesante cuando se recupere la razón, si es que se recupera- el pacto balcánico esbozado en Bled en 1947. ¿Por qué el sudeste del continente no puede intentar lo que funciona en el oeste?

Añadamos otro factor de unidad de la Yugoslavia de antaño, aunque parezca secundario. Sus recursos turísticos y los envíos económicos de los trabajadores expatriados permitían a Yugoslavia, más que los demás estados comunistas, acercarse a la prosperidad occidental y, por tanto, vivir muy por encima de sus posibilidades. Los habitantes no tenían ningún interés en sacrificar la gallina de los huevos de oro.



La desaparición de Tito y del bloque soviético

Como todos esperaban, Tito murió y, como nadie esperaba, el bloque soviético se hundió en el momento en que la crisis impedía a los occidentales exportar una prosperidad en vías de extinción. Durante unos años todavía, se preservó la herencia del fundador, pero ¿hacia dónde iba Yugoslavia? Con el cambio anual a la cabeza de la dirección colegiada -cambio agravado por la perpetua rotación de los cuadros-, Yugoslavia empezaba a parecer un barco fantasma. Entonces apareció Slobodan Milosevic. Aquellos que temían el vacío postitista se tranquilizaron al ver, y sobre todo al oír, a este personaje capaz de empuñar las riendas del poder. Buscaban un capitán de barco, pero se encontraron con un pirata.

No es inútil recordar lo que hizo Slobodan Milosevic para imponerse, ya que, si no se anda con mucho cuidado, este método propio de Belgrado puede tener los mismos efectos perversos en cualquier otra parte. Construyó su nacional-bolchevismo incitando los sentimientos de inseguridad y de orgullo de sus compatriotas serbios de Kosovo. Por lo que se refiere a la inseguridad, los temores de la minoría serbia de esta provincia no deben ser subestimados. Los actos delictivos eran numerosos y abominables, y una parte de la población vivía por debajo del umbral de pobreza. Muchas turbulencias se abatían sobre esta provincia autónoma. Algunos políticos moderados reclamaban un estatus de república federal: ¿por qué 1.800.000 albanófonos no podían ser tratados como 600.000 montenegrinos? Los intransigentes reclamaban la independencia, y hasta la integración en Albania cuando desapareció el régimen especialmente rudo de Enver Hodja en Tirana.



Aparece Slobodan Milosevic

Cualquier político responsable se habría preocupado de apaciguar, con propósitos y proyectos razonables, las comprensibles inquietudes de sus compatriotas. Slobodan Milosevic no optó por ese difícil camino, sino que actuó de la misma manera que Ante Pavelic lo había hecho no hacía mucho en Croacia. Hizo prosperar su negocio, especulando con la inquietud. Con Milosevic, se echa de menos a Tito, que no fue precisamente un trozo de pan, pero al menos sabía que atizar el odio provoca la guerra civil. Al principio, los occidentales no se dieron cuenta de que Milosevic se embarcaba en una loca aventura; les costaba comprender la posición que ocupa Kosovo en el imaginario serbio. Les parecía extraño que en 1989 un dirigente consiguiese reunir a un millón de personas para celebrar el 600º aniversario de la derrota del "Campo de los Mirlos". Pocos franceses tendrían ganas de celebrar Sedán o Waterloo. Los occidentales no se tomaron en serio las declaraciones de Milosevic cuando aseguraba que, en Kosovo, la minoría serbia ocuparía por la fuerza, si hacía falta, el espacio que le correspondía, todo el espacio.

Lo que sigue es de todos conocido. En la dirección todavía colegiada, algunos serbios representaron a Kosovo y a Voivodina. Mas tarde, se suprimió la autonomía de estas provincias, y toda la Yugoslavia construida por Tito se vino abajo como un castillo de naipes. Eslovenos y croatas se asustaron. Al ser desestabilizada por las iniciativas de Milosevic, la federación quedaba vacía de contenido. Las dos repúblicas federadas proclamaron su independencia y la obtuvieron después de dos guerras, una rápida en Eslovenia y otra prolongada en Croacia. Los bosnios, que se sentían más bien a gusto en la Gran Yugoslavia, se encontraron cara a cara con los serbios, sin los contrapuntos eslovenos y croatas. Sin haberla deseado realmente, admitieron que para ellos también la independencia era la única solución. A partir de entonces se desencadenó la más mortífera de las guerras en cadena en la ex-Yugoslavia, hasta el drama de Kosovo.

En el capítulo de las monstruosidades, el deshonor está bien repartido, pero es claro que este río de sangre se inicia justo en el momento en el que Milosevic empezó la conquista del poder. Todavía no ha llegado el momento de hacer un balance completo de esta década. Cuando se restauren los archivos, los historiadores investigarán si la política de Milosevic ha hecho tantas víctimas como la de Pavelic.

¿Qué queda de la herencia de Tito? Al suprimir la autonomía de Kosovo, Milosevic ha destruido Yugoslavia. Prometía una gran Serbia, pero la ha convertido en una Serbia arruinada. Nadie se cree que una autonomía sustancial bastará para restablecer la paz. Era la solución más satisfactoria, pero, después de lo ocurrido, ¿cómo van a vivir en el mismo territorio kosovares y serbios? Admitamos por un momento la hipótesis improbable de que se cumple lo pactado en Rambouillet: para quedarse en esta provincia, el poder serbio debería restablecer la autonomía suprimida en 1989. Y restaurar la reputación de un pueblo. Esto sólo será posible cuando Serbia se despierte de la pesadilla.

Una última palabra sobre Tito: a pesar de sus errores, que a menudo se olvidan, y de sus faltas, que no tienen excusa, fue un verdadero hombre de Estado.

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