jueves, agosto 19, 2010

¿Sabe, usted, qué significa leer?

*** Luis Jaime Cisneros


No todos conocemos los antecedentes latinos del verbo leer. Leggere es
una palabra latina de la que deriva la española. Esa palabra
significaba ‘recoger el grano en el momento de la cosecha’. Había que
recoger el buen grano. Esa tarea no se reducía, como podríamos pensar,
a recogerlo. Antes se debía probar el grano, para recoger solamente el
que estaba bueno y podía servir como alimento. Era un modo de
asegurarse el provecho. Leer era una tarea que aseguraba el alimento.
Era, por lo visto, una palabra del mundo rural. Este es el antecedente
lejano.

Leer, entre los que hablamos español, significa reconocer las letras y
las palabras. No significa pronunciar en alta voz lo que está escrito.
Significa penetrar, comprender y saborear el contenido. Significa,
así, comprender lo que está encerrado en los textos. No nos
conformamos con que los ojos reconozcan los signos; necesitamos que la
mente penetre en lo escrito y reconozca el significado: es decir, lo
que han querido decirnos a través de la escritura. Ese saber garantiza
un aprovechamiento inteligente.

Quien no ha leído no puede defenderse en la vida, porque no tiene nada
sabido. Para saber algo hay que leer mucho.
Cuando hablamos de lo valioso que es la lectura, y mencionamos la
necesidad que toda persona culta tiene de acercarse a los libros,
estamos reclamando por el resultado de una política en que debemos
empeñarnos todos los ciudadanos. No es exclusiva tarea de la escuela.
Es una obligación familiar. Uno debe adquirir en la casa, antes de ir
al colegio, la buena costumbre de leer.

Libros con ilustraciones, para saborear las láminas y recrearlas con
la imaginación, deben constituir los estímulos primeros. El libro debe
estimular en el niño la capacidad para el asombro, para la sonrisa,
para la conmoción interior. Esas láminas pueden inspirar
explicaciones, para que vaya el niño asociándolas con el conocimiento.
Libros que sirvan para ir creando la certeza de que se es persona. Lo
comprobamos cuando el niño recuerda las ilustraciones y cuanto a
propósito de ellas le hemos dicho. Ese saber interiorizado lo ayuda a
crecer mentalmente. Lo invita a comentar lo que ha visto en los libros
con sus pequeños compañeros. Con ese bagaje de texto va el niño a la
escuela. La escuela no le da el lenguaje, que el niño ha logrado
madurar en la casa.

Hay un error muy difundido que conviene poner de relieve.
Cuando se habla de la necesidad de leer, y pedimos inocentemente guía
de lecturas para los muchachos, se suele creer que esos textos deben
ser de literatura. Muy difundida está, así, la idea de que los libros
tienen que ver con la literatura. Nadie concibe que sea legítima tarea
de lectura un texto periodístico, un capítulo de un libro de historia
económica, un texto de geografía o de anatomía. Se han empeñado en que
ese libro sea novela o cuento, y, a veces, hasta de poesía. Grave
error, desde todo punto de vista. Basta recordar cómo accede el niño
al lenguaje. Su modelo (el indispensable modelo) es la lengua oral que
lo rodea, en cuyo ejercicio está inserto. Es lengua surgida de
circunstancias específicas de la vida real: desayuno, mercado, juegos
y otros momentos de la vida diaria. El lenguaje lo ha ido adquiriendo
en determinados contextos familiares, en situaciones idiomáticas muy
precisas, en las que el niño suele ser testigo o protagonista.

Por eso las revistas y el periódico son inesperados textos de lectura:
dan cuenta de lo que ocurre en la ciudad y en el mundo; hablan sobre
la producción, sobre la vida cultural, sobre lo bueno y lo malo. Todo
está escrito, y si lo leemos, estamos enterados.

Pero hay que aprender a leer en alta voz. Es indispensable ejercicio
para lograr adentrarse en los textos. Ayuda a descubrir el valor que
tiene la modulación, la entonación. Una manera de leer en alta voz
denuncia si se ha comprendido lo que se va leyendo. Por eso hay que
ejercitarse leyendo en alta voz textos escritos y pensados por uno
mismo.

La lectura es provechosa cuando el niño está en capacidad de
recibirla. El niño debe saber que hay libros que describen las cosas
como son: y eso es un libro de geografía, por ejemplo. Y hay libros
que inventan una realidad; y esos son los libros de cuentos. Para
probar que así es, debemos invitar al niño a que invente cuentos un
día, y que describa lo ocurrido la víspera en su casa, otro día. Así
va adquiriendo la certeza de que –como todo humano– es un creador de
lenguaje, y también la convicción de que puede distinguir lo real de
lo irreal.

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