jueves, septiembre 02, 2010

Uruguay - Significado de un hecho confuso-1904-“Marines” en Montevideo

En agosto de 1904 el gobierno que presidía José Batlle y Ordóñez, enfrentado al Partido Nacional levantado en armas bajo la conducción de Aparicio Saravia, inició gestiones ante el gobierno de los Estados Unidos a fin de que éste aceptase mandar barcos de su marina de guerra para influir en el conflicto. Dichas gestiones, iniciadas a través del entonces representante del gobierno oriental en Washington Eduardo Acevedo Díaz, se prolongaron durante más de un mes, y finalmente dieron frutos, aún cuando ya no era necesario.

El hecho ha pasado casi de puntillas por la historiografía oriental, como si se tratase de un simple rumor, o como si se sintiera vergüenza de reconocer que las cosas hayan sido como fueron. Ninguno de los múltiples libros dedicados a la figura de José Batlle y Ordóñez, hasta donde sabemos, lo menciona, con excepción del de Milton Vanger. Los trabajos que existen sobre la rebelión blanca de 1904 rara vez se refieren al mismo. Pivel Devoto guarda silencio en su Historia de la República Oriental del Uruguay, y ni que hablar de los manuales de texto que se emplean en Enseñanza Secundaria. Por eso, cuando uno se aproxima al tema se asombra al apreciar que no sólo hay documentación irrefutable sobre la gestión del gobierno, sino que el propio José Batlle y Ordóñez hizo referencia pública a la misma, de la que, evidentemente, no se avergonzaba. Este trabajo no aspira a otra cosa que a resumir los hechos, en lo fundamental y hasta donde se conocen, tratando de recoger los puntos de vista de uno y otro bando y evitando caer en los panfletos partidistas.

Los antecedentes. La revolución de 1897 había finalizado en el Pacto de la Cruz, que reservaba a los blancos las jefaturas políticas de seis departamentos y limitaba la intervención del gobierno nacional en los mismos. Era un acuerdo precario y necesariamente transitorio, que de hecho dividía al país en dos gobiernos y, de alguna manera, lo “feudalizaba”. Se le consideró un paso previo a la profunda reforma del sistema electoral, que era la principal bandera política de los blancos en armas y que se venía exigiendo por unos y retardando por otros al menos desde 1870. Sin embargo, respecto al mismo y a su validez se generó, a partir de la asunción de la primera magistratura por José Batlle y Ordóñez, un diferendo que sería sustancial. El presidente había anunciado, incluso desde antes de ser electo, que pretendía anular ese acuerdo y que sólo lo mantendría para evitar una guerra civil, ya que un país no podía tener dos gobiernos. Y había prometido sustituirlo por garantías electorales, al menos tal cual él las entendía.

En 1903 Batlle intentó desconocer el Pacto de la Cruz por vía lateral, designando para dos departamentos de los que correspondían a los blancos, a ciudadanos del grupo que lideraba Eduardo Acevedo Díaz, que había desconocido el mandato de su partido y había votado por él: Jorge Arias fue designado jefe político de San José, y Luis María Gil debía ocupar el mismo cargo en Rivera. Por supuesto, la dirección del Partido Nacional no aceptó este criterio y Aparicio Saravia movilizó a sus tropas, con un éxito espectacular: entre 15.000 y 20.000 hombres en armas (la “protesta armada”). Ante la inminencia del conflicto y la tremenda demostración de fuerza de su adversario Batlle aceptó una transacción: en marzo de 1903, en el llamado Pacto de Nico Pérez, se acordó que la jefatura política de Rivera sería provista por el Partido Nacional (el designado fue Carmelo Cabrera) y que la de San José quedaría para un blanco del sector de Acevedo Díaz. Todo esto, desde luego, por acuerdo verbal, ya que no era posible llevar al papel un reparto claramente anticonstitucional. Ambos habían cedido algo y se logró evitar la guerra.

Pero aquel acuerdo no era más que una tregua, y quien más claro lo tuvo fue el presidente. Su alto concepto del cargo que ocupaba y de la dignidad de su propia persona lo inclinaron por la guerra, y empleó todo un año en prepararse para la misma. Cuando se sintió fuerte, munido en cantidad suficiente de armas modernas que había comprado en abundancia (fusiles Remington, ametralladoras Colt), provocó el incidente que desató la última de nuestras guerras civiles “a la antigua”. Si alguna duda cabe, no hay más que recordar la expresión del propio Batlle ante la última gestión de paz a cargo de Martín C. Martínez, que le transmitía la aceptación de todas sus condiciones por parte de la dirección del Partido Nacional: “Es tarde”.

Por supuesto, no estamos diciendo ni sugiriendo que el presidente mirara la guerra civil con agrado. Sin duda sabía que estaba hundiendo al país en una tragedia, y en el fondo de sí mismo es muy probable que lo haya considerado un fracaso personal. Pero los hechos demuestran que consideró el mal que provocaba como menos grave que el que derivaría de lo que él pensaba era el desconocimiento de su autoridad presidencial, y por lo tanto de las instituciones. En el otro extremo, hay abundantes testimonios de que Aparicio Saravia y las principales figuras del nacionalismo se vieron impelidos a la guerra con ánimo luctuoso, y en contra de sus más profundos deseos. Si se cedía en este plano el Partido Nacional, como dijera el mismo Saravia, “quedaría entregado una vez más a la buena fe del adversario en la lucha comicial del año próximo”. Y ese era un riesgo que no estaban dispuestos a correr. Y así estalló la guerra de 1904, de la que el caudillo blanco dijo: “Esta tiene que ser la última de las guerras civiles. Esta tiene que ser la guerra por la paz”. Lo fue.

La guerra se internacionaliza. Convenientemente armado y preparado, Batlle creyó, según todos los indicios, que la victoria militar sería rápida y bastante fácil. Pero luego de varios meses de combates, el presidente, que dirigía personalmente las operaciones, debió hacerse a la idea de que aquello iba para largo y la victoria, de alcanzarse, sería cruenta y muy cara.

¿Cómo era posible que un caudillo solitario pudiera desarrollar tal potencial bélico? Batlle llegó a la conclusión de que la clave de todo estaba en el apoyo en dinero y armas que Saravia recibía desde Argentina, a través del litoral, y de Rio Grande do Sul por mediación del caudillo Joao Francisco. Si en este último caso era poco lo que el gobierno uruguayo podía hacer –Joao Francisco se movía como un señor feudal, y era imposible contener sus pasos- la “vista gorda” que el presidente Julio Argentino Roca hacía sobre las armas que desde su país recibía la revolución preocupaba seriamente a Batlle. En Buenos Aires actuaba, con toda libertad, una Junta de Guerra presidida por Rodríguez Larreta, que organizaba campañas de recolección de fondos y se encargaba de que los revolucionarios recibieran armas. Cuando en agosto el presidente supo que la Junta de Guerra había reunido un gran cargamento en Concordia y estaba preparando su entrega a Saravia, tuvo la certeza de que el gobierno argentino estaba, por prescindencia, apoyando a sus enemigos. Fue entonces que Batlle concibió el proyecto de solicitar al gobierno de los Estados Unidos el envío de barcos de guerra que sirvieran como disuasivo para el gobierno argentino y lo inclinasen a la neutralidad.

Batlle tenía gran admiración hacia el presidente Theodore Roosevelt, que se manifestaría ampliamente en los años inmediatos. Lejos de verlo como un mandatario intervencionista y prepotente, lo consideraba un “paladín esforzado de todas las causas justas”, como le diría personalmente en 1913, con ocasión de la visita de Teddy a nuestro país. Lo cierto es que, atenazado por una situación que no podía controlar con sus propias fuerzas, el presidente oriental tomó la grave decisión de gestionar oficialmente la venida de la marina norteamericana al Río de la Plata. ¿Pensó quizás en una intervención directa de los “marines” en el conflicto armado que libraba? No hay ningún elemento que permita pensarlo. Se trataba, nada más ni nada menos, de que llegaran a la zona barcos de guerra norteamericanos para neutralizar lo que él consideraba apoyo tácito del gobierno argentino a la revolución.

La gestión. Con fecha 2 de agosto el embajador uruguayo en Washington, Eduardo Acevedo Díaz, solicitó, en nombre de su gobierno, una entrevista con el presidente Roosevelt. La gestión, iniciada ante el secretario de Estado John Hay, estaba motivada “por asunto de trascendencia que no admite mayor dilación”. El documento, redactado en español, se encuentra en el National Archives, Washington D.C., bajo el acápite Notes from Foreing Missions, Uruguay, volumen 2. La reunión tuvo lugar, y el presidente estadounidense eludió una respuesta concreta, remitiéndolo a la decisión de John Hay. La resolución de éste fue negativa: según Vanger, la anotación del secretario de Estado fue lacónica: “Decliné todas sus solicitudes al respecto”.

Empero, Batlle se encargó de que circulase profusamente en Argentina la noticia de su gestión en pro de una intervención norteamericana que garantizase la neutralidad de ese país; actuó en esta suerte de “guerra de zapa” en estrecho contacto con el embajador de los Estados Unidos en Uruguay, William Rufus Finch, quien con adecuados desmentidos dejó claro rastro de que la posibilidad existía y podía concretarse.

El 20 de agosto Aparicio Saravia tomó el pueblo de Santa Rosa y se hizo con un importante cargamento de armas procedente de Argentina: 1.906 rifles, 1.344.650 balas, tres ametralladoras y tres cañones Krupp.

La revolución no sólo no estaba derrotada, sino que se mostraba más fuerte que nunca. Batlle, en el colmo de la indignación, resolvió entonces reiterar su pedido de intervención al gobierno de los Estados Unidos. Lo hizo esta vez a través de su ministro de Relaciones Exteriores, el Dr. José Romeu, y ante el embajador norteamericano en Montevideo. Con fecha 23 de agosto y después de una reunión con Romeu, William Finch envió a su gobierno una comunicación en la que decía, en su parte fundamental: “Influencia moral de Estados Unidos expresada o demostrada de algún modo sería, cree el presidente, suficiente para detener ayuda de repúblicas vecinas a los insurrectos. Un buque no muy grande podría hacer gira amistosa de reconocimiento sin ofender a nadie”. El mensaje de Finch puede consultarse en el National Archives de Washington en la sección Diplomatic Dispatches, Uruguay, volumen 17.

Fue recibido por el funcionario Alvey Adee, célebre “segundo” de todos los Secretarios de Estado durante casi medio siglo, quien lo transmitió de inmediato a John Hay –a quien lo unía una vieja y estrecha amistad- con la siguiente nota: “Recordándote la visita que hiciera el ministro de Uruguay, te envío esto. La Marina me dice que no hay ningún barco de ningún tipo más cerca que el cabo de Buena Esperanza, pero que algunos buques estarían cerca del Atlántico Sur alrededor del 3 de setiembre”. O sea que, antes de enviar el mensaje de Finch al Secretario de Estado, Adee se había tomado la molestia de indagar sobre la posibilidad concreta de atender el pedido del gobierno oriental; hecho que, si se conoce la fuerte influencia de Adee en todos los asuntos de política exterior de su país y su confianza con John Hay, resulta sumamente significativo. La respuesta de éste confirma que los vientos habían cambiado, del 2 al 23 de agosto, en el círculo de gobierno de los Estados Unidos: “Si en algún momento anduviera un barco por allí, no haría daño alguno”. La persistencia de Batlle había, por fin, fructificado.

No hay más testimonios documentales de la gestión ni de su resultado.

Se sabe solamente que en Montevideo Finch decía a quien quisiera oírlo que un escuadrón naval de los Estados Unidos se acercaba a Montevideo.

Podemos conocer, sin embargo, el resultado de todo el asunto por medio de la mera relación cronológica de los hechos.

Una fecha 10/8/1904


Ese día abandonaron el puerto de Montevideo los cuatro barcos de guerra estadounidenses que habían arribado poco antes


José Batlle y Ordóñez,
que pidió la venida de buques norteamericanos para neutralizar el apoyo que los revolucionarios tenían del gobierno argentino




El 1 de setiembre a las 15 horas se inició la sangrienta y batalla de Masoller, en la que los blancos mostraban una notable superioridad. A las 7 de la tarde Aparicio Saravia fue herido gravemente y debió ser retirado del campo de batalla. Al otro día, el ejército blanco en plano pasó la frontera del Brasil y se disgregó: caído el numen inspirador de la lucha revolucionaria, nadie quiso seguir combatiendo. El 15 de setiembre Saravia falleció en Brasil, víctima más de los precarios cuidados que recibió que de la bala que lo hiriera. Batlle impuso condiciones de paz poco generosas y la última revolución del Partido Nacional terminó en una derrota militar.

A principios de octubre, mientras se arreglaban los últimos detalles de la llamada paz de Aceguá, cuatro barcos de guerra norteamericanos llegaron a Montevideo. Eran el crucero Brooklin, de 9.915 toneladas, que llevaba 618 marines y 20 cañones, bajo el mando del almirante Chadwick; el Atlanta, de 3.000 toneladas, con 300 hombres y 8 cañones, el Castine, de 1.117 toneladas, 158 hombres y ocho cañones, y el Marietta, 1.000 toneladas, 150 hombres y seis cañones. En total, unos 1.200 marines. La guerra había terminado y aquella insólita expedición pasó por una suerte de visita de cortesía. Dice el historiador Jorge Pelfort: “Los marines desfilaron desde la Aduana por la calle Sarandi hasta la plaza Independencia, realizando una ceremonia ante la estatua de Joaquín Suárez, que era la que se levantaba entonces donde hoy está la de Artigas. Según El Siglo (11-10-1904) la flotilla abandonó nuestro puerto el día anterior.”

Estos fueron los hechos. Pese a la notoriedad de la presencia de los marines en Montevideo, gran parte de la opinión colorada la ignoró y en algunos casos la negó como si fuera una patraña. Quien no lo hizo, desde luego, fue el propio José Batlle y Ordóñez, quien, en un artículo publicado en El Día el 11 de octubre de 1929, diez días antes de su inesperado fallecimiento, escribía: “Al ministro de Uruguay en Norte América se le pidió hiciera saber al gobierno de ese país, que el nuestro vería complacido la presencia de buques americanos y la influencia que estuviera inclinado a ejercer en el Plata para que los países observaran la debida neutralidad”. Es evidente que el gran líder colorado no creía haber hecho nada denigratorio para la soberanía nacional; desde su punto de vista, se había limitado a pedir apoyo extranjero para neutralizar el apoyo que otros extranjeros daban a sus enemigos. Y tenía al respecto la conciencia tranquila. Puede opinarse, como lo han hecho muchos, que se trató de una temeridad; lo que no puede ni debe hacerse, es atribuir al ilustre líder colorado una intención que nunca tuvo.

Fuente: EL OBSERVADOR, de Montevideo.

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